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Domingo de la Santísima Trinidad
Ciclo B

26 de mayo de 2024
 

Porque es el único liberador

   La historia de las relaciones de Dios con la humanidad es la historia del compromiso de Dios con la libertad y la vida de los hombres; y en ese compromiso realizado, Dios se da a conocer como liberador y dador de vida; y esto en contra del intento de algunos que, interesadamente, tratan de presentar a Dios como enemigo de la libertad y amenaza para la vida de los hombres. Los dioses falsos son siempre opresores; y falsos son los dioses de los opresores. En cambio, reconocemos al verdadero Dios, porque él es un Dios liberador.

 



El fundamento de la fe de Israel

    La primera lectura forma parte de un discurso que el autor del libro del Deuteronomio pone en boca de Moisés, aunque está escrito mucho más tarde: la Ley, explica, ha quedado grabada en piedra para que no se olvide; pero no es sólo la letra de los mandamientos lo que hay que recordar: «Pero cuidado: Guárdate muy bien de olvidar los hechos que vieron tus ojos; no se aparten de tu memoria mientras vivas» (Dt 4,9). Los hechos descubren el sentido de las palabras: alejarse de Dios supone acercarse a la muerte y a la esclavitud; mantenerse fieles a Dios, por el contrario, es permanecer cerca de la fuente de la vida y de la libertad: «Guarda los mandatos y preceptos que te voy a dar hoy... y alargarás tus años sobre la tierra que el Señor tu Dios te va a dar para toda la vida» (Dt 4,40).
    El párrafo que precede al que ha sido seleccionado como primera lectura para hoy alude al destierro de Babilonia, que se interpreta como el resultado de la infidelidad del pueblo que se ha pervertido y se ha dejado contaminar por los cultos idolátricos de los pueblos de Canaán: la idolatría ha llevado aparejada la esclavitud: «Cuando engendres hijos y nietos, y os acostumbréis a vivir en la tierra, si os pervertís haciéndoos ídolos... desapareceréis pronto de la tierra que vais a tomar en posesión... y sólo quedaréis unos pocos en las naciones a donde os deportará el Señor; y allí serviréis a otros dioses, hechos por manos de hombre, leño y piedra, que no ven, ni comen, ni oyen, ni huelen.» (Dt 4,25-28). Dioses sin vida que convierten a sus fieles -no los ídolos que nada pueden, sino los que dicen representarlos- en siervos, en esclavos.
    Culmina el capítulo con un párrafo que explica cuál es el cimiento sobre el que se asienta la fe de Israel y expone el argumento que fundamenta la afirmación de que no hay otro Dios más que el Señor; su razonamiento no es teórico, es la experiencia histórica la que lo proporciona: el Señor es el único
El único Dios liberador.

    Hay que destacar el modo de expresarse el libro del Deuteronomio: «¿Se ha atrevido algún dios a venir a sacar para sí un pueblo de en medio de otro pueblo...?». Pero, ¿cómo no habrían de atreverse si fueran dioses? La verdad es que, al ver que ningún dios puede rebelarse contra sus manipuladores, al ver que todos esos dioses callan cuando en su nombre se hace esclavo al único ser de la creación que tiene capacidad para ser libre, al ver que los falsos dioses se quedan impasibles ante la injusticia que unos pocos que se dicen grandes hacen sufrir a muchos a los que ellos se encargan de empequeñecer, al experimentar que sólo el Señor tiene oídos para oír las quejas de los esclavizados y que él solo se compromete en un proceso de liberación que culminará haciendo de aquel grupo de esclavos un pueblo de hombres libres... en una palabra, a partir de la experiencia de la liberación, los israelitas empiezan a darse cuenta de que el Señor es el único Dios, que sólo él es Dios: «Así has de reconocer hoy y recordar que el Señor es Dios en lo alto del cielo y abajo en la tierra y que no hay otro». La prueba de que es el único Dios verdadero la encuentra la fe de Israel en que es el único Dios liberador.
    No se entiende bien por qué al seleccionar el fragmento que se lee en la liturgia de hoy, se saltaron incomprensiblemente unos cuantos versículos (35-38) que profundizan en el significado del hecho sobre el que se reflexiona: todo eso lo hizo Dios «Porque amó a tus padres y después eligió a su descendencia...». El Señor, al mostrarse como liberador, no sólo demuestra que él es el único Dios, sino que revela su propia naturaleza: ser Dios es ser amor, y el amor se concreta en la preocupación y en el interés por que la persona a la que se ama vea respetada su dignidad, goce de libertad y pueda hacer uso de esa libertad para construir unas relaciones de respeto y solidaridad con sus semejantes.


Id y liberad

    La liberación que Dios ofrece no se limita al ámbito social y político; es demasiado poco para la pasión que el Señor siente por la libertad. Dios se compromete tan radicalmente con la libertad de los hombres que no sólo los libera de la opresión a la que otros hombres -en nombre de falsos dioses casi siempre-, los someten, sino también de la esclavitud que supone el miedo a Dios, el terror ante la ira divina.
    Por eso la misión del cristiano ante el mundo es, primero, vivir como quien ha sido objeto de ese amor y se ha beneficiado de tal acción liberadora; y a partir de esa vida, ofrecer amor, vida y liberación. La tarea que Jesús encarga a los suyos, -hoy a nosotros- no consiste en transmitir algunas ideas, una cultura, un modo de pensar o de explicar el mundo; los seguidores de Jesús debemos ofrecer, por un lado, un mensaje de liberación y, por otro lado, la vinculación a ese Dios tres veces liberador:
    - Padre, amor que produce y da libertad y vida: «Mirad, no recibisteis un espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor; recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que nos permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!» (Rm 8,15: 2ª lectura).

    - Hijo, que se ha hecho hermano para descubrirnos que Dios es Padre de todos y que, siendo uno de nosotros nos explica que es posible que seamos hijos, y se ha entregado a sí mismo para enseñarnos a vivir como hermanos y, después de todo eso, ha recibido, también como humano, «plena autoridad en el cielo y en la tierra». También él nos trata como personas libres: «No, no os llamo siervos, porque un siervo no está al corriente de lo que hace su señor; a vosotros os vengo llamando amigos, porque todo lo que le oí a mi Padre os lo he comunicado.» (Jn 15,15).
    - y Espíritu, vida y amor que se comunica y fuerza para que siga comunicándose. Y garantía de libertad, pues «donde hay Espíritu del Señor, hay libertad.» (2Cor 3,17).
    Esta es, pues, nuestra fe y nuestra tarea: «Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos para vincularlos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y enseñadles a guardar todo lo que os mandé». Fe y tarea que deben estar fundamentadas en nuestro estilo de vida.
 
 
Vinculados al Padre...

    El núcleo de la Buena Noticia, el corazón del evangelio es este: Dios ya no se llama “El Señor”, sino Padre, o mejor, «papá», que sería la expresión española más cercana a la que usaba Jesús, «abbà», y que, según San Pablo, es también la que gritan, a una sola voz, el Espíritu y nuestro espíritu (2ª lectura).
    Dios ya no es un amo. Y nosotros ya no somos sus siervos. A pesar de algunas expresiones que se conservan todavía en ciertas oraciones del Misal Romano. Dios no quiere que seamos y nos comportemos como siervos: nos reconoce y nos quiere hijos: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque a ésos los va a llamar Dios hijos suyos.» (Mt,5,9)
    Si comparamos la imagen de Dios que ofrecen las distintas religiones de la tierra, al menos las más conocidas, veremos que en todas ellas Dios es presentado como el amo absoluto de todas las cosas: de la vida y de la muerte, de la felicidad y de la desgracia, de las cosas y de las personas. Y esta imagen de un dios-amo acaba siempre siendo utilizada para justificar la existencia de otros amos, éstos de carne y hueso.
    Esta es la inmensa revolución que se produce con el mensaje de Jesús de Nazaret, que hace culminar, superándola, la revelación del Dios liberador del Antiguo Testamento: Dios ya no se llama «el Señor», se llama ¡Padre! Ya no se puede justificar ninguna esclavitud; ninguna actitud servil está justificada. Porque los hombres, ni siquiera para Dios son siervos: son sus hijos.

    A este respecto, es iluminadora la respuesta que recibe de su padre -figura de «el Padre»- el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32). Éste se quejaba porque, para celebrar la vuelta de su hermano menor -que había abandonado a su familia y que volvía después de haberse dado la buena vida y de haber despilfarrado toda su herencia-, su padre había mandado matar el ternero cebado, mientras que a él, que siempre había sido muy obediente y sumiso, jamás le había dado ni siquiera un cabrito para celebrar una fiesta con sus amigos. A esta queja el padre responde: «Hijo, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo!». Aquel pobre muchacho era seguramente muy obediente y muy bueno..., pero ¡no sabía vivir como hijo! «... en tantos años como te sirvo sin saltarme nunca un mandato tuyo...» Con estas palabras había iniciado su queja ante su padre, de quien se sentía siervo. Y quizá porque no sabía vivir como hijo no era capaz de comportarse como hermano.

 

...y al Hijo...

    No le bastó con negarse a ser amo para ser Padre; Dios quiso también ser hermano. Y en el Hijo del Hombre se hizo presente en el mundo de los humanos. Y lo hizo tan en serio, que desde ese mismo momento ya no se puede llegar al Padre si no es a través de ese Hijo del Hombre, su hijo «primogénito de una multitud de hermanos» (Rm 8,29). Por eso, no se puede ser hijo si no se quiere ser y comportarse como hermana, como hermano.
    Así tenemos que aceptarlo, así tenemos que vivirlo: porque él así lo ha querido, porque ésa es la realidad de Dios, porque Dios es así.
    Para conocer a Dios, al Padre, tenemos que empezar por conocer a aquel que, sin demasiadas teologías, con su vida, con la entrega de su vida, con su muerte por amor..., ha sido y sigue siendo la única explicación válida de Dios, a quien nadie ha visto jamás (Jn 1,18).
    Y para vincularse al Padre hay que vincularse al Hijo y solidarizarse con él en la realización del proyecto de liberación que, por medio de él, el Padre ofreció y sigue ofreciendo a la humanidad: convertir este mundo en un mundo de hermanas y hermanos. Sólo así -después de la explicación que fue Jesús y fieles a ella- es posible seguir haciendo presente y explicando ese Dios: «A Dios nadie lo ha visto nunca; si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros y su amor queda realizado en nosotros.» (1ª Jn 4,12).

 

...y al Espíritu

    Ese Espíritu que nos hace hijos. Y porque nos hace hijos nos hace libres y nos hace hermanos.
    El Espíritu es la vida que el Padre nos comunica, es el amor con que nos ama y la fuerza con que nos capacita para amar. Y porque es vida y es amor, es garantía y testimonio de liberación y de libertad.
    Ya no se puede seguir diciendo que el principio de la sabiduría es temer al Señor (Prov 1,7); el Espíritu de Jesús, que es espíritu de amor, se encarga de que no volvamos a recaer en el temor... porque «el amor acabado echa fuera el temor» (1 Jn 4,18).
    Pablo, que había sido fariseo, sabía mucho de otras servidumbres. Él había sido esclavizado en nombre del Señor de la liberación por medio de leyes y normas, por medio de temores y miedos; esclavo sobre todo por dentro, por culpa de una religión que se había olvidado de los hechos que constituyeron su origen. Quizá por eso, y porque había descubierto que él mismo había sido esclavizador, supo captar a las mil maravillas el mensaje liberador de Jesús (ver 2ª lectura). No. No somos siervos, ¡somos hijos! Y herederos del Dios de la libertad.

 

Dioses falsos

    Si el Dios verdadero es así, si es el Dios de la liberación y el Padre de la libertad, entonces tienen que ser falsos los dioses de los opresores. Aunque ellos le den el nombre del Dios de Jesús; aunque con su boca le llamen Padre. Sean cuales sean sus sentimientos, sea la que sea su conciencia, objetivamente, no actúa como hijo de Dios quien oprime, esclaviza y asesina a sus hijos; no puede llamar a Dios Padre el que no reconoce a sus hijas e hijos -a todos, a los que ya lo son y a los que están llamados a serlo- como hermanos y hermanas.
    Por eso, y en este sentido podemos y debemos decir que los dioses de los opresores son dioses falsos; y debemos denunciar el uso y el abuso que éstos -los opresores- hacen del nombre de Dios.
    Gobiernan en nuestro país y en otros de nuestro entorno partidos políticos que, o bien se llaman “cristianos” -democracia cristiana- o bien dicen que se inspiran en el humanismo cristiano; y, sin embargo, están haciendo una política inhumana porque su Dios no es el Padre de Jesús, al que tal vez confiesan con su boca, sino el euro o el dólar, al que no dudan en ofrecer -ellos no lo reconocerán nunca- sacrificios humanos: ¿no es la guerra, la producción y el mercado de armas causa de muchas muertes que son, de hecho, sacrificios ofrecidos al dios dinero? Así se deduce de lo que dice el evangelio: «Nadie puede estar al servicio de dos señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero.» (Mt 6,24).

    Bien están las teologías que intentan explicar cómo Dios puede ser a la vez uno y trino; pero quizá el evangelio lo que nos propone es con más urgencia es que intentemos vivir vinculados a la vida, al amor y a la libertad, al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo sin permitir que otras cadenas hagan ineficaz la sangre del Mesías.

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