Domingo 2º de Pascua - Ciclo A

19 de abril de 2020
 

Sin miedo, hacia una nueva humanidad

    Los discípulos de Jesús no podemos vivir encerrados, presos del miedo a un mundo que no nos acepta. Jesús está presente en su comunidad y le ofrece, con su deseo de paz, el Espíritu, que los capacita para realizar una importante tarea: incorporar a quienes lo acepten a su proyecto de una nueva humanidad solidaria y fraterna. Al realizar esa tarea tendrán que ir con la verdad por delante, denunciando la injusticia y acogiendo, si quieren integrarse en la comunidad, a quienes rompan con ella -con la injusticia; y siempre, en comunión solidaria con la comunidad en cuyo centro estará permanentemente Jesús.

 




Paz a vosotros



    «Dentro de poco dejaréis de verme, pero un poco más tarde me veréis aparecer» (Jn 16,16).
         «Os voy a decir esto para que, unidos a mí, tengáis paz: en medio del mundo tendréis apreturas; pero, ánimo, que yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).


    Estas frases las había pronunciado Jesús en el transcurso de la “última cena” pero parece que los discípulos no habían llegado a comprenderlas y a aceptarlas plenamente. Por eso el grupo está a oscuras, en la oscuridad propia de quienes acababan de perder la esperanza con la muerte violenta de aquel en quien habían puesto toda su ilusión. Es cierto que algunos de ellos ya conocían la noticia de que Jesús había resucitado, aunque no parece que se la creyeran demasiado pues se mantienen encerrados y llenos de miedo a los dirigentes judíos, el poder de este mundo que más de cerca los amenazaba: «Ya anochecido, en aquel día primero de la semana, estando atrancadas las puertas del sitio donde estaban los discípulos, por miedo a los dirigentes judíos...». Pero están todos juntos y son, en cuanto grupo, una alternativa a este mundo, a este modo de vivir. O lo serán cuando pierdan el miedo y se decidan a proclamar ante todos los hombres que la muerte de Jesús no fue una derrota, que su entrega fue consecuencia del amor y, por tanto, que su sangre, injustamente derramada, fue y sigue siendo semilla de vida y liberación. Pero, por el momento, el miedo los tiene paralizados;  y a pesar de estar avisados de antemano, habían perdido la paz.
    Jesús, haciéndose presente en medio de la comunidad, llega para devolvérsela: «... llegó Jesús, haciéndose presente en el centro, y les dijo: Paz con vosotros». Aquella experiencia cambió al grupo. El miedo a los dirigentes judíos con el que empieza el relato, se cambió enseguida en la alegría de ver al Señor y recobraron la paz al oír el saludo de Jesús.

 

Recibid el espíritu

    Con la comunicación de su Espíritu, Jesús les da el valor que les falta; y con el encargo de continuar su misión les indi­ca en qué deben emplear la fuerza de ese Espíritu: en demos­trar a todos los hombres que el amor es más fuerte que la muerte, como prueban las señales de las manos y el costado de Jesús, señales al mismo tiempo del odio que lo asesinó y de su amor que lo condujo a entregar su vida. Ellos son los que, en adelante, tendrán que anunciar a los hombres que se puede vivir de otra manera; porque, mediante un soplo de vida nueva, mediante la comunicación del Espíritu -que es la fuerza de la vida y del amor de Dios- acaban de ser creados de nuevo, constituidos en mujeres y hombres nuevos, en una nueva hu­manidad.
    Y ellos serán los que, en adelante, tendrán que constatar quién es y quién no es amigo de Dios, quién está a favor y quién en contra de su proyecto liberador. Anuncio y denuncia. Anuncio y puesta en práctica de un nuevo modo de vivir según el mensaje cristiano, mediante el que se ofrece a todos la libera­ción definitiva e integral del pecado; a los que lo practican, esto es, a los opresores; y a los que lo sufren, es decir, a los oprimidos. Y denuncia de aquellos que rechazan la liberación de los hombres y de los pueblos a cualquiera de sus niveles; denuncia de quienes practican o justifican la opresión, la in­justicia, la explotación del hombre por el hombre, la violencia..., el pecado.

 

Dichosos los que crean

    Tomás no estaba allí aquel día; cuando volvió, la comunidad quiso compartir con él aquella experiencia; pero él no aceptó el testimonio de los demás y exigió el privilegio de palpar personalmente las cicatrices que dejó el odio del mundo en las manos y el costado de Jesús.
    Tomás, cuando Jesús decidió ir a Betania, con ocasión de la muerte de su amigo Lázaro, se había mostrado valiente y generoso invitando al resto de los discípulos a acompañar a Jesús a Judea, aunque les costara la vida a todos: «Vamos también nosotros a morir con él», había dicho en aquella oca­sión (Jn 11,16). Como había demostrado entonces, Tomás no tenía miedo a la muerte; pero no creía en la fuerza del amor y de la vida. Por eso no dio crédito al testimonio del resto de la comunidad. Y exigió una “revelación particular” para creer: «Como no vea en sus manos la señal de los clavos y, además, no meta mi dedo en la señal de los clavos v meta mi mano en su costado, no creo».
    Jesús le concede una experiencia singular, pero no en privado: ahora que él, Tomás, se ha reintegrado a la comunidad, en medio de la misma, Jesús se hace nuevamente presente y se deja reconocer por él permitiendo que le palpe aquellas señales del odio que lo mató y del amor que le preservó la vida y que venció a la muerte. Y Tomás cree. Y descubre la presencia de Dios en el que ya consideraba su Señor: «Reaccionó Tomás diciendo: ¡Señor mío y Dios mío!»
    Pero, al concederle esa experiencia, le hace Jesús una pro­mesa que contiene una enseñanza que, más que a él, está dirigida a todos nosotros: «Di­chosos los que, sin haber visto, llegan a creer». Jesús no se ha ido. Jesús se hace presente en medio de la comunidad cristia­na. Y es ella la encargada de dar testimonio de la resurrección de Jesús. Y es dentro de ella donde se puede experimentar la presencia de Jesús vivo y activo; a Tomás se le concedió una experiencia singular, dentro de la comunidad. Pero en adelante ya no habrá más experiencias singulares.
    Pronto empezó a cumplirse esa bienaventuranza, según nos cuenta la primera carta de Pedro: «Vosotros no lo visteis, pero lo amáis; ahora, creyendo en él sin verlo, sentís un gozo indecible, radiantes de alegría, porque obtenéis el resultado de vuestra fe, la salvación personal» (1ª Pe 1,8-9).

 

Ya salvados

    Porque debe ser ella, la co­munidad cristiana, el ámbito en el que se va haciendo reali­dad el proyecto de Dios manifestado en Jesús, haciendo así visible esa victoria del amor sobre el odio, de la vida sobre la muerte.
    La primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, nos describe cómo la vida de la comunidad comenzaba a construir el mundo futuro: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones». Es este el nuevo modo de vivir de los que han aceptado la predicación de Pedro y se han incorporado a la comunidad: un proyecto de vida compartida que empieza por redistribuir solidariamente los bienes de la tierra, y culmina en la experiencia participada por todos de la alegría que se expresa en la alabanza comunitaria a un Padre común.
    Al ver esta manera de vivir, -«siendo bien vistos de todo el pueblo»- muchos creen en Jesús resucitado sin tener que verlo -el testimonio de vida de la comunidad, es eficaz-, y obtienen así, al ser acogidos en el grupo, la salvación personal: «El Señor les iba agregando a los que día tras día se iban salvando».
    Y, ¿de qué se salvan?
    El pasaje inmediatamente anterior a la segunda lectura es un discurso de Pedro, pronunciado a continuación de la recepción del Espíritu y que termina con esta exhortación: «Poneos a salvo de esta generación depravada». Volvamos al comienzo del evangelio de hoy: «...estando atrancadas las puertas del sitio donde estaban los discípulos, por miedo a los dirigentes judíos». Los discípulos se habían encerrado porque tenían miedo a los poderosos de este mundo; ocho días después, ya sin miedo, siguen con las puertas atrancadas, porque el mundo de fuera era incompatible con la esperanza que había nacido en ellos. (El mundo no es la Tierra, ni la humanidad: es el orden social contrario al plan de Dios e incompatible con el modo de vida de los primeros cristianos, es la generación depravada de la que Pedro anima a librarse).
    Pero esa situación, estar encerrados, no es la que Jesús quiere para los suyos; al contrario: precisamente porque el mundo está formado por seres humanos, los discípulos de Jesús reciben la misión de abrir la puertas para salir a presentar la salvación que ellos -cada uno en particular y como grupo- gozan, y para ofrecerla a todos los hombres que habitan la Tierra: «Paz con vosotros. Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también a vosotros». Esta misión tiene un objetivo: la salvación del mundo entero, la paz, la armonía de todos los hombres consigo mismos, con sus semejantes, con la Tierra que habitan y con Dios; y cuenta con la fuerza del Espíritu, la misma fuerza con la que Jesús dio su vida, y entregó al dar su vida, -«entregó el espíritu» (Jn 19,30)- por amor.

 

Comprometidos hoy con otro mundo

    Una reflexión final: esa salvación es una salvación ya histórica (de esta historia, de este tiempo presente), pero que no se identifica con la que propone ningún grupo o proyecto político; pero tampoco es un proyecto político autónomo, que se pueda presentar como una alternativa política más. Esto no significa, sin embargo, que sea indiferente o neutral ante el orden político y económico, local, nacional o mundial.
    La comunidad cristiana debe intentar realizar la utopía que propone el libro de los Hechos: «Todos los que iban creyendo... lo tenían todo en común;  vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos según la necesidad de cada uno.» La salvación de la que habla Lucas tiene evidentemente una dimensión económica: en la comunidad la propiedad de los bienes materiales es común y se distribuye de modo proporcional a las necesidades de cada uno. No se puede negar que esto forma parte del ideal de la vida cristiana. Otra cosa es que el modo concreto de compartir los bienes lo tengamos que ir adaptándolo a las circunstancias de la comunidad y de la situación histórica de cada momento. Pero de lo que no cabe duda alguna es de que la comunidad está llamada a ser levadura en la masa (13,20-21), es decir, energía que impulse un cambio en el orden social, testimoniando que ese ideal de un mundo en el que reinen el amor y la fraternidad -y no sólo como sentimiento o experiencia espiritual sino también en la materialidad de la economía- forma parte del proyecto de Jesús y ha sido sancionado por el Padre al reivindicar su causa y su persona por medio de la resurrección.
    Y todo ello sin confundir el mensaje de Jesús con un proyecto político caído del cielo. Organizar la sociedad es un asunto que Dios ha dejado en nuestras manos. Por eso, los miembros de la comunidad cristiana deberán investigar y estudiar y proponer libremente medidas concretas para modificar y mejorar el orden social, político y económico. Estas medidas deberán estar fundadas en el análisis positivo de la realidad y en los conocimientos que proporcionen las diversas disciplinas científicas; pero el objetivo deberá ser siempre la realización de la justicia y la fraternidad. Por supuesto que entre los cristianos podrá darse una diversidad y pluralidad de propuestas; pero todas deberán coincidir en su objetivo final: avanzar hacia un modelo de convivencia, justo, solidario y  fraterno. Convencidos de que ese mundo justo solidario y fraterno es posible, forma parte del proyecto de Jesús y está avalado por el Dios que, al resucitarlo, le dio toda la razón.
    De aquí a dos semanas, el 1 de mayo, celebraremos el día del trabajo. En una conmemoración como esta Jesús estaría -no sabemos si con algún sindicato o por libre- defendiendo los derechos y la dignidad de los trabajadores. Estaría, no: estará. Seguro. Comprometido en la tarea de construir una todavía nueva humanidad.

 

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