Domingo 3º de Adviento
Ciclo A

15 de diciembre de 2019
 

Las señales del Mesías Jesús

     Juan Bautista esperaba una acción de Dios que restableciera la justicia; y como su concepto de justicia estaba limitado por su experiencia y por los textos del Antiguo Testamento, esperaba que la justicia de Dios comenzara por el castigo o, así lo dicen algunos pasajes de las antigua Escrituras, por la venganza de Dios contra los malvados.
     Por eso duda al no ver en la actuación de Jesús señales de esa acción vindicativa; y Jesús le responde ofreciéndole otras señales: vida y liberación para los pobres y oprimidos de la Tierra.

 




Ciegos, cojos, sordos, mudos


     El sentido de la lectura de Isaías es idéntico al de la primera lectura del domingo pasado: después de anunciar un duro castigo -«el Señor está airado con todas las naciones, enojado con todos sus ejércitos, los consagra al exterminio, los entrega a la matanza...»- (Is 34,2), cambia el tono amenazador de la profecía para convertirse en anuncio de salvación: «El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa».
     A diferencia del texto del domingo pasado, no será un rey, elegido y enviado por Dios el protagonista de esta acción salvadora, sino el mismo Dios: «Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá, os salvará». Pero, aunque en estos versos que leemos hoy no se nombra la justicia, la acción de Dios se enmarca en el mismo tipo de actividad: la atención a los más débiles, a los más desamparados.
     Si, como piensan algunos expertos, estos dos capítulos constituyen una reflexión de Isaías sobre las causas del destierro, seguida del anuncio de que esa situación no es definitiva ya que se va a producir una intervención liberadora del Señor, entonces el fragmento de la profecía que hoy leemos (primera lectura) describe la esperanza de los exiliados: volverán y, cuando vivan en Jerusalén, las desgracias que lleva consigo todo destierro (la falta de libertad para moverse, para hablar y para escuchar, la tristeza y el miedo...) desaparecerán: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará».
     Sin embargo, si leemos aisladamente este texto, nada nos impediría hacer una interpretación más o menos milagrera y poco comprometida: Dios viene, lleno de lástima, a curar a los que padecen alguna minusvalía, a los ciegos, a los sordos, a los cojos y a los mudos... Pero esta interpretación no estaría demasiado de acuerdo con el mensaje de los profetas y, en concreto, con la profecía de Isaías. Y, además, presentaría un grave problema: ¿Por qué Dios ha dejado ya de curar a los ciegos, a los sordos, a los cojos y a los mudos? ¿Se ha terminado ya su compasión? ¿Se ha agotado su misericordia?



Las dudas de Juan Bautista

     Las dudas de Juan Bautista venían por otro lado. Según él, la misión del Mesías consistía en ser el instrumento por medio del cual Dios iba a devolver a su pueblo la libertad, la dignidad y la justicia. Pero estaba convencido de que esta acción liberadora correría pareja con un severo juicio de los responsables de la ruina del pueblo. Por eso, sabedor de que estaba de la parte del Dios liberador de Israel, denunció con valentía los abusos de los poderosos, advirtió a los dirigentes religiosos y políticos (fariseos y saduceos) y al mismísimo rey Herodes de que Dios les iba a dar su merecido por ser los directos responsables de la injusticia (Mt 3,7-12; 14,3-4); y a la gente sencilla le dijo que se preparara, rompiendo con esa injusticia (Mt 3,2), para el difícil y terrible juicio que se acercaba de la mano del Mesías (Mt 3,11-12). Pero... Un día el rey Herodes, presionado por su amante, lo detuvo y lo encerró en la cárcel (Mt 4,3ss).
     Seguro que entonces se le agolparon en la mente un torrente de preguntas. ¿Qué estaba pasando? ¿Cuándo se iba a realizar el juicio de Dios? ¿Cuándo iban a ser castigados, de una vez por todas, los culpables? ¿Cómo es que Dios no establecía ya con su poder la justicia? ¿Vencerían de nuevo los de siempre? ¿Se habría vuelto a olvidar Dios de su pueblo? Quizá aquél no era todavía el Mesías. Y si lo era, ¿por qué no hacía nada por librarlo de la cárcel?
     Estas eran las dudas del Bautista. Y, para resolverlas, envió a unos discípulos suyos a preguntarle a Jesús: -«¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?»



Vida y liberación

     En su respuesta, Jesús, de juicio, ni habla; se limita a presentar su actividad y a mostrar que, en ella, se va cumpliendo el anuncio de vida y liberación contenido en el mensaje de los profetas, cumplimiento que constituye la garantía de su autenticidad: «ciegos ven y cojos andan, leprosos quedan limpios y sordos oyen, muertos resucitan, y pobres reciben la buena noticia».
     Ahora podemos volver a la pregunta que dejamos antes sin responder ¿todo eso se ha acabado? ¿Fueron una serie de hechos maravillosos que ocurrieron hace veinte siglos y que ya se han terminado?
     Curar las minusvalías, tanto en la profecía de Isaías como en el evangelio, en el que tal actividad se considera signo de la autenticidad del Mesías, significa simplemente esto: el mundo que Dios quiere es un mundo de seres humanos que pueden vivir su vida en toda su plenitud. La cojera y la sordera y el resto de las minusvalías representan todo aquello que impide a los hombres realizarse como tales, todo aquello que aleja a los hombres de su vocación de ser imágenes vivas de Dios.
     Pero una pregunta sigue abierta: ¿por qué Jesús no terminó su obra? ¿por qué no acabó de una vez por todas con esas calamidades que parece que no dejarán nunca de hacer sufrir a la humanidad?
     La misión de Jesús no consiste en resolver, por arte de magia, todos esos problemas: él nos abre los ojos y los oídos para que seamos capaces de descubrirlos y nos ofrece su ejemplo, su Espíritu y su presencia, para que nosotros asumamos el compromiso de luchar para resolverlos, para conseguir superarlos. Él empieza la tarea, y a nosotros corresponde continuarla.
     Hagamos pues, una lectura actualizada de la palabra de Dios: ciegos están tanto los que no ven en el otro a un hermano, como los incapaces de descubrir su propia dignidad pisoteada; sordos los que ya no tienen sensibilidad para estremecerse ni con la ternura de una muestra de afecto ni con el grito que sale de los estómagos vacíos de millones de hambrientos; cojos, los impedidos tanto para buscar como para ofrecer ayuda; mudos aquellos a quienes el sistema neoliberal condena al silencio de la exclusión o al silencio de la comodidad egoísta e insolidaria. Y leprosos todos los que se ven obligados a vivir al margen de la sociedad, por sufrir una enfermedad o por ser diferentes... Y los muertos... los muertos de hambre, los muertos de las guerras, los muertos por la justicia, las muertas como resultado de la violencia machista, los muertos por la brutalidad propia de una sociedad violenta, que da culto a la violencia, que cree, que tiene fe en la fuerza de los violentos, en el poder que proporciona la violencia..., todos estos que ya están muertos... muertos desde antes de que les llegue la muerte. Que estas y cualesquiera otras minusvalías se van superando, que tantas muertes se van venciendo, éstas son las señales de la presencia del Mesías.
 Y la más importante de todas las señales: «pobres reciben la buena noticia»: que Dios quiere a los hombres y que, por eso, no quiere que sean pobres, que también para ellos es de justicia que haya plenitud de vida y libertad en plenitud.



Asumir las señales del Mesías

     Del estrecho de Gibraltar a Iraq, de Río Grande a Palestina, desde el África empobrecida a las sociedades opulentas, desde las cumbres andinas a las caribeñas playas de lujo y de moda..., los caminos de esta nuestra Tierra están llenos de cojos, de ciegos, de mudos, de hambrientos, de enfermos, de muertos.
     Son muchos los que, procedentes de los países del llamado Tercer Mundo (explotado y expoliado por el primer mundo) están llegando a las puertas de los países ricos; un número cada vez mayor de inmigrantes que vienen a buscar aquí lo que en sus tierras de origen no encuentran: medios para una vida que merezca tal nombre, para una vida digna. Unos, quizá los menos, llaman antes de entrar, vienen con sus papeles en regla; otros, quizá la mayoría, entra a escondidas, por la ventana, o por las mismas alcantarillas. Muchos, muchos, muchos... ni siquiera llegan. Y los que consiguen llegar acabarán, si pueden al fin quedarse, en las habitaciones del servicio, haciendo lo que a nosotros ya no nos gusta hacer. Son mudos, porque no les dejamos hablar; y sordos, porque hay quienes procuran que no se escuchen entre ellos; y cojos, porque sus posibilidades de movimiento están bastante limitadas. Y todo..., porque han sido empobrecidos, porque los hemos hecho pobres.
     A todos ellos, y a los que este perverso sistema está convirtiendo permanentemente en ciegos y cojos, en mudos y sordos... les tenemos que anunciar con Isaías y con Jesús de Nazaret que sus males tienen remedio si somos capaces de abrirnos a la acción del Dios de la liberación del Padre de Jesús que nos quiere a todos sus hijos, que nos quiere a todos hermanos.
     Esa será la señal de que hemos comprendido y asumido las señales del Mesías.

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