Domingo 20º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

15 de agosto de 2021


Fraterna y subversiva Eucaristía

     ¿Qué significa para nosotros La Eucaristía? ¿Una rutina? ¿Una costumbre? ¿Un acto social? ¿Un tranquilizante para la conciencia? ¿Quizá una devoción seria o una práctica religiosa sincera pero individual, ajena a los problemas de la vida, del trabajo o de la sociedad? ¿O, por el contrario, nos llena de rebeldía contra la injusticia y de energía para construir un mundo fraterno? ¿Realizamos así el sentido que quiso Jesús para la Eucaristía?

 



¿Pan o carne?

    En el capítulo 6 del evangelio de San Juan, en el conocido como “discurso del pan de vida”, Jesús está usando los símbolos del antiguo éxodo para presentarse a sí mismo: primero se presenta como el verdadero maná (pan) para cambiar después al símbolo del cordero pascual (carne). Este cambio de simbología se produce en el v. 51, el final del evangelio del domingo pasado y el comienzo del de hoy: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo..., el pan que yo voy a dar es mi carne, para que el mundo viva».
    Al principio, los judíos que lo escuchaban, aun sin aceptar sus palabras, creían estar entendiéndolo. En efecto: el Antiguo Testamento, y otros libros de la literatura judía, dan el nombre de “pan” a la sabiduría (Prov 9,5; Eclo 15,3) y a la ley, ligada, como el maná, a la experiencia del éxodo. Los que escuchan a Jesús lo consideran maestro, pues así lo llamaron cuando lo volvieron a encontrar después del reparto de los panes y los peces (Jn 6,25). Por eso podemos deducir que mientras lo oían llamarse a sí mismo «pan del cielo», quizá pensaban en un profeta que propone una nueva doctrina; los que eran partidarios del régimen religioso judío no aceptaban que el origen de Jesús o el de su doctrina estuviera en Dios, pero creían saber de lo que hablaba. Ahora bien, cuando empieza a hablar de carne y de sangre se pierden y, desconcertados, empiezan a discutir entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

 

 

Un nuevo cordero pascual

    El primer cordero pascual lo comieron los israelitas la noche antes de salir de la tierra de la esclavitud; su sangre les salvó la vida y su carne fue el alimento que les dio fuerza para dar los primeros pasos por el camino que conducía a la libertad (Ex 12,1-14). Como ya había hecho con el pan, ahora contrapone Jesús su propia carne y sangre a aquel cordero para reafirmar la preeminencia de su proyecto de liberación sobre el del primer éxodo: la carne y la sangre de aquel cordero proporcionaron una vida y una libertad pasajeras que sólo duraron hasta que llegó la muerte física; y el proceso que se inició con aquel cordero no logró plenamente su objetivo, pues los que salieron de la esclavitud murieron antes de entrar a la tierra prometida.  Jesús se presenta como el nuevo cordero que va a dar como alimento su propia carne y su propia sangre para que los hombres puedan gozar de una vida totalmente lograda. No se trata simplemente de la promesa de una vida futura para el otro mundo; se trata de dar vida, ya y ahora, a los hombres de este mundo que coman y beban el cuerpo y la sangre del cordero de la nueva liberación. Las palabras que el evangelista pone en boca de Jesús están en presente («quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida definitiva»): se refiere a una vida que ya se puede disfrutar aquí, antes de la muerte y antes de la resurrección prometida, ésa sí, para el futuro. Una vida que, por otro lado, sólo se puede alcanzar mediante este alimento que, con gran sorpresa para ellos, Jesús les está ofreciendo.

 

 

Celebrar la Eucaristía

    La comunidad para la que escribe Juan sabe que estas palabras se refieren a la eucaristía. No se trata de un rito de antropofagia; tampoco de una ceremonia mágica en la que basta con pronunciar unas palabras prodigiosas para que se realice el milagro; al celebrar la eucaristía los miembros de esta comunidad sentían que la vida de Jesús se fundía realmente con la vida de cada uno de ellos, experimentaban a Jesús como don en una entrega constantemente renovada; sentían que el Espíritu de Jesús los inundaba y percibían esa nueva calidad de vida que sólo es posible sentir en un ambiente de amor en el que todos se sienten y se quieren como hermanos y se saben hijos de un mismo Padre: «Nosotros sabemos que ya hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14).
    ¡Esa es ya la vida definitiva!
    En un contexto también eucarístico, Jesús explicará en qué consiste seguir o permanecer con él: «Manteneos en ese amor mío. Si cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor, como yo vengo cumpliendo los mandamientos de mi Padre y me mantengo en su amor... Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros igual que yo os he amado» (Jn 15,9-11). Seguir con él es mantenerse en su amor, mantenerse en su amor significa cumplir sus mandamientos y sus mandamientos consisten en poner en práctica, cada vez que se presente una oportunidad, el mandamiento del amor fraterno. Y en esa corriente de amor, en su origen y en su meta y en todo su curso, está presente el amor del Padre Dios: ¿puede haber una calidad de vida más definitiva que esa? ¿Existirá alguna clase de muerte con más poder que esa  poderosa vida?

 

     Celebrar la eucaristía debería suponer el haber llegado ya a un punto de no retorno en nuestro camino de liberación personal en medio, por supuesto, de una comunidad de hermanos. Pero, al mismo tiempo, compromete a luchar por la vida y la libertad de quienes todavía no han podido acceder a ellas.
    En el comentario del domingo anterior hablamos de la necesidad de aceptar de verdad la encarnación; a lo dicho allí podemos añadir una consecuencia más para nosotros: la de Jesús es carne de nuestra carne, y si al darla comunicó vida al mundo, también la nuestra podrá servir para el mismo fin. Ese es el significado y el compromiso de la eucaristía: hacer de nuestra carne y nuestra sangre, de nuestra persona y nuestra vida, alimento, energía liberadora para la vida de la humanidad.
    Aquella carne, es cierto, estaba plenamente llena del Espíritu de Dios; pero también la nuestra puede llenarse de ese Espíritu y convertirse, con su fuerza, en pan que, compartiendo también el pan de cada día, se reparte para la vida del mundo. Eso es celebrar la eucaristía.

 

 

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