Domingo 21º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

22 de agosto de 2021


¿Con quién nos vamos a ir?

 

    ¿Será esta la respuesta que salga de nuestro corazón al leer el evangelio de este domingo? No nos engañemos. Aunque sigamos diciendo que creemos en Dios; aunque vayamos a misa todos los domingos; aunque llevemos una cruz colgada al cuello; aunque dediquemos horas y horas a la meditación personal; aunque demos muchas limosnas... Mientras no nos unamos a Jesús en la tarea de transformar este mundo, llenándolo de vida mediante la práctica del amor, estaremos siendo infieles a nuestra fe. Pero si hemos entendido de verdad a Jesús sabemos que con él encontraremos, para nosotros y para nuestro mundo, la verdadera vida.

 




¿Ensayar otro camino?


    De acuerdo con lo que nos narra el capítulo sexto del evangelio de Juan (que se está leyendo en estos últimos domingos), a Jesús, después del reparto de los panes y los peces, quisieron hacerlo rey (Jn 6,15). Pero él no quiso: aceptar un liderazgo puramente político habría sido seguir como siempre, sin cambiar prácticamente nada. A los discípulos también les había entusiasmado la idea y se habían alejado de Jesús dominados por la tiniebla (Jn 6,16), por la ambición de poder; Jesús fue a buscarlos y les ayudó a vencer la fuerza del viento contrario que les impedía avanzar (Jn 6,16-21); han estado presentes y han podido escuchar todo el discurso de Jesús acerca del pan de vida y las respuestas que ha dado a las objeciones de los partidarios del régimen judío.
    A pesar de ese esfuerzo de Jesús por hacerles comprender su proyecto, ellos no se muestran dispuestos a probar un nuevo camino. Aunque estaba claro que los anteriores intentos habían conducido todos al fracaso, a pesar de que a lo largo de la historia de su pueblo muchos reyes y muchos dirigentes habían frustrado el proyecto del Señor diciendo que lo hacían en nombre de Dios. Pero parece que ellos quieren recorrer otra vez el viejo camino: Jesús de rey... y ellos de ministros. ¡Seguro que ahora las cosas iban a ir definitivamente bien! Pero eso de cambiar las cosas desde abajo, poco a poco, sirviéndose sólo de la fuerza del amor... ¡y hasta dar la vida!  «Este modo de hablar es insoportable».

 

Carne y espíritu

    Podría parecer que ahora Jesús contradice lo expresado antes, cuando insistía en que la salvación de Dios llega sólo a través del hombre de carne y hueso. Pero no hay tal contradicción.
    Jesús presenta a sus discípulos dos maneras de entender al hombre: como carne sola o como carne llena de Espíritu. Sabemos cuál es el significado de la palabra “carne”, que designa al hombre en cuanto ser mortal, débil. A los hombres nos han convencido de que la fuerza consiste en poseer el poder y la debilidad en carecer de él; Jesús, sin embargo, piensa que la verdadera debilidad de los hombres, la que irremediablemente los lleva a la muerte, no es la falta de poder, sino la falta de amor; eso es lo que significa la frase «la carne -sin Espíritu- no es de ningún provecho». Eso quedará demostrado cuando los poderosos intenten arrebatarle la vida: no podrán, y los discípulos comprobarán cómo sube vivo de la muerte -muerte real, aunque no definitiva, que él acepta para mantener hasta el final su compromiso de amor con la humanidad-, «adonde estaba al principio».
    De todo lo que les dice podrán convencerse por experien­cia propia si aceptan a Dios como Padre y se dejan llevar por su fuerza, es decir, si se abren a la acción del Espíritu y se hacen fuertes para poner en práctica las exigencias de Jesús: si viven de acuerdo con las enseñanzas que se deducen del reparto de los panes y los peces, si se incorporan al proceso de liberación que da inicio con Jesús, si se entregan a la lucha para convertir este mundo en un mundo de hermanos, y si todo eso lo hacen por amor y con amor de hermanos..., entonces sentirán dentro de sí la fuerza de la vida que comunica el Espíritu y ya no serán sólo carne débil, sino carne vivificada y fortalecida por la energía del Amor.

 

En esto no hay rebajas

    La convicción de que todo se tiene que resolver desde arriba, de que sólo con el poder se pueden cambiar las cosas, quizá la ambición de algún puesto o, simplemente, la falta de confianza en la fuerza del amor, son causas que provocan que muchos, desde este momento, al ver que Jesús mantiene con firmeza sus exigencias, dejen de seguir a Jesús, quien, aunque le duela ver que muchos abandonan, no rebaja en nada sus exigencias; al contrario, pide a los Doce que se definan: ¿de qué lado están ellos? ¿Se van o se quedan?
    En la respuesta de Pedro resuena la experiencia de la comunidad para la que Juan escribe: las exigencias de Jesús -la práctica del amor fraterno (Jn 15,9-11)- han cambiado la existencia de cada uno de sus miembros y sienten que la presencia del Espíritu ha dado carácter definitivo a sus vidas.  Por eso no pueden -no quieren- hacer otra cosa que aceptar el mesianismo de Jesús tal y como él lo realiza y asumir su estilo de vida.
    La fe de los discípulos y de la comunidad supone la aceptación de un Dios que es Padre, origen de la vida y amigo de los hombres; la confesión de que Jesús es el Mesías y de que a través de él, y sólo a través de él, podemos participar de la vida, del Espíritu de Dios; implica también la aceptación de que el poder no cambia las cosas, porque el poder es carne sola, cuya verdadera fuerza está en su capacidad de violencia, es decir, de muerte; y, por tanto, la aceptación de que para cambiar el mundo de verdad, para que la persona sea plenamente humana -carne con Espíritu- no hay más camino que el amor y no hay más estrategia que el don de sí al estilo de Jesús.

 

La pregunta sigue interpelándonos

    La pregunta sigue formulada y las exigencias de Jesús siguen siendo las mismas para todos los que quieren ser sus seguidores. Esa es la fe que él pide, ésa es la fe que nosotros decimos profesar. Pero no basta con estar apuntados al grupo de Jesús (a las palabras de Pedro confesando su fe, respondió Jesús: «¿No os elegí yo a vosotros, los Doce? Y, sin embargo, uno de vosotros es un enemigo»).
    A veces, con demasiada frecuencia en momentos como el presente, nos falta confianza en esa única fuerza del mensaje de Jesús. Nos atemoriza vivir en un mundo plural, en el que están presentes diversas maneras de entender al hombre y su vida, múltiples religiones y un número importante de personas que no se consideran creyentes. Nos da miedo no contar con el respaldo de los poderosos o el apoyo de los ricos; buscamos el reconocimiento social y el prestigio internacional; nos da miedo oír hablar de multiculturalidad, de laicidad; a veces parece que no somos capaces de hacer nada a pecho descubierto y necesitamos que el Estado o las administraciones públicas nos garanticen una situación de privilegio dentro de la sociedad. En resumen, necesitamos -decimos que para servir al evangelio- poder y dinero.
    Pero sólo la vida revela la vida; sólo una carne que se da por amor muestra que está llena de Espíritu; sólo una fe adulta, libre, por supuesto, pero firme y sin condiciones, sin pedir rebajas, es una verdadera fe cristiana. Una fe que no se reduce a una piedad individual -que, a lo sumo, proporciona un cierto consuelo espiritual- sino una fe que se traduce en experiencia de amor y compromiso con la justicia y que lleva a la entrega de uno mismo para que el mundo, los hombres de este mundo y de esta historia vivan y vivan felices.
    La propuesta es apasionante; a muchos discípulos de Jesús, les asustó porque, sin duda, es arriesgada. Pero la pregunta de Jesús -«¿Es que también vosotros queréis marcharos?»- también se dirige a nosotros.
    ¿Cuál es, pues, nuestra respuesta?

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