Navidad - Ciclo A

25 de diciembre de 2019
 

A Dios nadie lo ha visto jamás

     De las muchas imágenes de Dios que a lo largo de la historia del hombre se han propuesto como auténticas, ¿cuál es la que corresponde al ser de Dios? ¿Cómo es Dios realmente? ¿Amable, severo, comprensivo, implacable, amo, justiciero, cercano, lejano, misericordioso, cruel, amo, liberador...? A lo largo de la historia muchos han sido los que han hablado de Dios; y muchos los dioses de los que han hablado. Pero la pregunta continúa exigiendo una respuesta clara, convincente, definitiva. ¿Dónde se podrá encontrar esa respuesta?

 




Nadie lo ha visto...

     No. «A Dios nadie lo ha visto jamás». Ni Moisés, ni los profetas, ni los sabios de Israel. Tampoco los filósofos, ni los sacerdotes de ninguna de las religiones de la tierra. Por eso las imágenes de Dios que cualquiera de esos hombres presentan son incompletas y, por tanto, parcialmente falsas. Entonces... ¿cómo encontrar a Dios? ¿Cómo reconocer al Dios verdadero? Por supuesto, Dios no juega con nosotros al escondite ni a las adivinanzas. Dios se manifiesta siempre tal cual es; pero el hombre es tan limitado que nunca podrá comprenderlo del todo. Y cuando habla de Dios, siempre habla del pedazo de Dios que él ha podido conocer. O, y esto ya es peor, del dios que a él le interesa. Y eso que, en el proyecto primero de la creación, era misión del hombre mismo, creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26-28; véase también Sal 8), hacer presente a Dios en el mundo. Pero el ser humano escogió otro papel (Gn 3,5-6).



La luz y la tiniebla

     El hombre prefirió competir con su Creador, quiso ser como Dios, y entonces se inventó la imagen de Dios que a él más le convenía. Y así, desde el principio han sido impuestas a la humanidad imágenes de Dios que favorecían los intereses de quienes se habían endiosado. ¿Que interesaba justificar el poder? Pues un Dios a imagen y semejanza de los poderosos y, además, justificador de su poder. ¿Que había que justificar la pena de muerte? Pues un Dios que aniquila a sus adversarios. ¿Que hacía falta justificar la propiedad privada? Pues un Dios que hace ricos a unos y pobres a otros, según le parece oportuno. ¿Que era necesario mantener tranquilo al pueblo? Pues un Dios caprichoso que manda más males que bienes, y ante el que hay que estar agradecido a veces, resignado casi siempre, esperando que no se acuerde demasiado de nosotros. Esta es la tiniebla que quiso, y no pudo, apagar la luz. Porque la luz brilló en medio de la tiniebla para que los hombres pudieran, finalmente, ver claro: «...esa luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la ha apagado».


 
La explicación

     «Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios. Ella, al principio, se dirigía a Dios... Así que la Palabra se hizo hombre, acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria -la gloria que un hijo único recibe de su padre-, plenitud de amor y lealtad».

     La Palabra, el proyecto que Dios tenía para la humanidad desde el principio; la Palabra, que siempre existió en constante diálogo con Dios, se hizo carne, se hizo presente entre los hombres en un hombre: Jesús de Nazaret. El, que hablaba de un Dios que no convenía a los poderosos de su tiempo (ni a los de ningún tiempo), sufrió por eso el rechazo del orden establecido («... el mundo no la reconoció») y el de los suyos («Vino a su casa, pero los suyos no la acogieron»), fue considerado hereje y peligroso para la seguridad nacional y para recta doctrina, marginado y perseguido; pero en su amor, fiel hasta la muerte, brilló la gloria de Dios. Así fue la explicación: «A la divinidad nadie la ha visto nunca; un Hijo único, Dios, el que está de cara al Padre, él ha sido la explicación». Él, con su vida y con su muerte, nos ha mostrado el verdadero ser de Dios: amor leal. Pero esta explicación tiene una dificultad: no se entiende mientras no se pone en práctica «un amor que responda a su amor». ¡Qué sorpresa! La explicación de Dios es la realización de un proyecto de persona: amor leal.



Capaces de hacerse hijos de dios

     Si. Realmente es una sorpresa: conocer a Dios construyendo, haciéndose, una nueva humanidad. Alcanzar la máxima dignidad de personas llegando a ser hijos de Dios. Y ambas cosas mediante una sola actividad: la práctica del amor fraterno. Este es el único camino cristiano para conocer de verdad a Dios: conocer a Jesús de Nazaret, reconocerlo como la luz que ilumina este mundo; realizar, como hizo él, el proyecto de hombre que en él Dios nos propone: un hombre que se sabe hermano de los hombres y que por ellos está dispuesto a dar la vida... con la fuerza del amor de Dios. He aquí la respuesta cristiana a la pregunta sobre Dios: desde el punto de vista cristiano, sólo Jesús nos lleva a Dios; con él, el hombre nos lleva a Dios. A través de los hermanos se llega al Padre.



Una nueva humanidad

     De este modo, la comunidad cristiana se constituye en el lugar en el que Dios se hace presente en el mundo. Pero esta presencia no es algo jurídico (¿se atrevería alguien a atar a Dios mediante un vínculo jurídico humano?); es consecuencia, primero, del amor de Dios, y después, de la respuesta que a ese amor den los hombres, constituidos en la familia de los hijos de Dios: «....a cuantos la han aceptado, los ha hecho capaces de hacerse hijos de Dios».
     Juan, el autor de este evangelio, lo explica en la primera de sus cartas: «Amigos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no tiene idea de Dios, porque Dios es amor. ...  A la divinidad nadie la ha visto nunca; si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros y su amor queda realizado en nosotros.» (1Jn 4,7-8.12).
     Ahora el proyecto -la palabra- somos nosotros. La comunidad de Juan era consciente de que ellos eran los depositarios de la herencia de Jesús de Nazaret, los responsables de conservar y transmitir fielmente la Palabra. Y que esa palabra se conservaba y trasmitía fielmente a través de la práctica del amor: si nos amamos mutuamente... Porque el amor fraterno, al mismo tiempo hace presente a Dios en el mundo, hace de la humanidad la casa de Dios y da a conocer el verdadero ser de Dios.
     No es ésta una cuestión de ortodoxia, de fidelidad a la doctrina, a la teoría. Si el contenido de la Palabra era la vida, conservarla y trasmitirla no puede consistir en otra cosa que en vivir y en ayudar a vivir; y puesto que la vida de la que esa Palabra hablaba era el amor leal -imposible si antes no se dan el respeto a la dignidad de la persona, la justicia y la solidaridad-, la lealtad en el amor es lo único que hace válida la trasmisión del mensaje evangélico y lo único que hace auténtica la vida de una comunidad que se llama cristiana: «La prueba es que de su plenitud todos nosotros hemos recibido: un amor que responde a su amor.»

     ¿Quién lo iba a decir? Sí. Se conoce a Dios construyendo una nueva humanidad; se le tiene cerca cuando se vive según el estilo de esa humanidad nueva; y se hace presente al Padre mostrando a los hombres que pueden ser hermanos practicando... «un amor que responda a su amor».

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