Epifanía del Señor
Ciclo C

6 de enero de 2019
 

A toda -toda- la humanidad

 

    Epifanía significa manifestación: Dios se ha manifestado a toda la humanidad en la persona de Jesús. Este es el mensaje central del evangelio de hoy: el diálogo de Dios con el hombre ha roto todas las fronteras; su palabra, su mensaje está dirigido a toda la humanidad. Y se ha manifestado para que lo que nos dice, para que lo que sabemos -que Dios quiere ser Padre de todos los que acepten vivir como hermanos-, no lo guardemos para nosotros, sino que lo compartamos con los demás. Importante responsabilidad la nuestra: difundir y defender este mensaje en un tiempo en el que el racismo y la xenofobia no dejan de crecer.

 




Es verdad, pero no “historia”

      Si queremos entender los pasajes del evangelio que se refieren a la infancia de Jesús debemos dejar de considerarlos historia en el sentido moderno de la palabra. Lo que los evangelistas pretenden no es contar con todo detalle unos hechos que sucedieron en un lugar concreto y en una fecha precisa; lo que quieren es comunicar de parte de Dios un mensaje que, si lo pusiéramos en práctica, nos serviría para encontrar la felicidad y la salvación para nosotros y para nuestro mundo. Los evangelios son el testimonio que las primeras comunidades cristianas nos dejaron acerca de su fe y de lo mucho que, como consecuencia de haber creído, cambió en sus vidas. Ahora bien, como su fe no consistía en aceptar una teoría sino en ponerse del lado del Hombre en quien Dios quiso compartir la existencia humana, su testimonio arranca de los principales hechos –históricos, sin duda- de la vida de Jesús. Pero los evangelistas, según práctica frecuente en aquella cultura, no sienten ningún reparo en modificar determinadas circunstancias o, incluso, en inventarse relatos enteros si esto les sirve para explicar mejor el mensaje que ha cambiado su propia vida y la de los demás miembros de la comunidad, mensaje que quieren proponer a quienes estén interesados en ese nuevo modo de creer y de vivir.



El secreto del Mesías

      El de la adoración de los Magos -como la mayoría de los que se refieren a la infancia de Jesús- es uno de estos relatos; en él Mateo adelanta una de las enseñanzas centrales de la predicación de Jesús y que, con otro estilo, nos ofrece Pablo en el párrafo de la carta a los Efesios que se lee hoy como segunda lectura: «que los paganos, mediante el Mesías Jesús y gracias a la buena noticia, entran en la misma herencia, forman un mismo cuerpo y tienen parte en la misma promesa», es decir: que todo ser humano, mujer, o varón, sea cual sea su origen, el color de su piel, la lengua en la que se exprese, las tradiciones religiosas que profese o el lado de la frontera en el que haya nacido, está llamado a incorporarse al proyecto de convertir este mundo en un mundo de hermanos; y que Dios se ofrece para ser el Padre de todos los que como tal lo acepten. Eso es lo que nos quiere explicar Mateo con la historia de estos extranjeros paganos -los magos que vienen de Oriente- que se acercan a rendir homenaje al recién nacido: que Dios no hace diferencias entre los hombres ni por la raza, ni por la nación, ni por la cultura, ni por la religión...
    Este es, en palabras de Pablo, el secreto del Mesías, que él tiene el encargo de desvelar.



El rechazo de Israel

      Los magos (usamos un lenguaje historicista, aunque el sentido del relato es exclusivamente teológico) no eran reyes, ni funcionarios de ningún gobierno; eran  lo que hoy llamaríamos intelectuales. Se dedicaban a estudiar las estrellas, en donde los hombres siempre han intentado leer la historia por adelantado. Mateo dice que en las estrellas descubrieron la noticia del nacimiento de un rey, el rey de los judíos. Aunque el evangelio no lo dice expresamente, debemos suponer que en aquel nacimiento supieron descubrir la mano de Dios y atisbar, quizá, el secreto que en él se encerraba. Y se pusieron en camino -actuaron en consecuencia; su ciencia, la verdad que habían descubierto, les sirvió para su vida- y se fueron a rendir homenaje y a ponerse al servicio de aquel rey recién nacido.
      Cuando llegaron a Jerusalén no fueron a preguntar al palacio real. Allí no había ninguna vida nueva -pronto se demostraría que aquél era un reino de muerte-. Pero la pregunta llegó a los oídos de Herodes, rey ilegítimo que reinaba como rey vasallo del imperio de Roma, quien, temiendo por su trono, convocó a los mayores expertos en las cuestiones de Dios, a los letrados y a los sumos sacerdotes, para que le aclararan qué estaba pasando.
      Por supuesto que supieron darle respuesta; no eran ignorantes, conocían perfectamente la palabra de Dios y todos los anuncios de los profetas y respondieron adecuadamente: «En Belén de Judea, así lo escribió el profeta».
    Lo sabían todo, pero ¿para qué les servía su ciencia?
    Para ponerla al servicio de un poder tiránico y opresor al que ofrecen los datos que le permitirán atacar con todos los medios la esperanza que acaba de hacerse carne en medio de la humanidad, y como se irá viendo en el evangelio, también les servirá para conseguir y mantener sus privilegios, para engañar y explotar al pueblo al que trataban de ocultar la verdad que tan bien conocían y que tan poco les interesaba que se conociera.
    Por eso ya no brilla sobre Jerusalén la luz del Señor; por eso la estrella que atrae a los representantes de los pueblos de la Tierra se oculta al llegar a la ciudad que hasta ese momento representaba la presencia de Dios entre los hombres. Pero el Dios de la liberación había sido expulsado de aquella ciudad convertida por la traición de sus dirigentes en un sistema de opresión del pueblo sencillo (Mt21,13). De este modo, Mateo nos anticipa también el rechazo que sufrirá Jesús: al final la jerarquía político-religiosa de Israel (sumos sacerdotes, senadores y letrados) manipulará al pueblo para pedir, todos juntos, a otro poder tiránico (el representado por el gobernador romano) su condena a muerte y la ejecución; la aceptación de esta muerte revelará el verdadero sentido de la realeza de este Mesías. Por eso, ya desde el principio, la luz del Señor no es ya la luz de Jerusalén.



La luz de la estrella

    Con algunas alusiones, muy significativas para la cultura judía, Mateo nos descubre también que el que acaba de nacer será el encargado de llevar a término el plan de Dios para la humanidad.
    La universalidad de este proyecto ya era conocida, como nos muestra la primera lectura, de Isaías; y, sin liberarse del todo de una concepción nacionalista de la elección, también se puede descubrir en el salmo que se recita en la liturgia de esta fiesta.
    Pero, además, estos textos descubren el sentido de ese proyecto: Jesús viene a instaurar el gobierno, el reinado de Dios en el mundo que se caracteriza por la implantación de la justicia y por la reivindicación de los derechos de los pobres y excluidos y por la defensa de los que no tienen otra protección más que la que Dios les ofrece. Así será rey.
    Al conectar su relato con el libro de Isaías y otros textos bíblicos, el evangelista nos descubre el verdadero sentido de la luz de aquella estrella que guiaba a los magos: según el profeta y el salmista, la luz que desde Jerusalén atraía a todos los pueblos era la de una sociedad tan justa que, con su justicia, estaba reflejando la gloria y revelando la presencia del Señor de la liberación (Is 58,8-11).
    En resumen, estas son las principales enseñanzas de la fiesta y del evangelio de hoy:
A pesar de la traición de los dirigentes y la infidelidad del pueblo, Dios no renuncia a su proyecto: su luz, su justicia, pretende iluminar a la humanidad entera. Y Jesús es quien dará el último y definitivo impulso a ese proyecto.
Dios no hace distinciones entre las personas; aunque prefiere a las pobres, todas están invitadas, en Jesús, a ser sus hijas: basta con que acepten vivir como buenas hermanas, como buenos hermanos. El proyecto que él propone se dirige a toda la humanidad; tiene, por tanto, un carácter universalista.
Nosotros tenemos la suerte de haber conocido esta noticia. Conocemos el proyecto de Dios y sabemos que es para la humanidad entera. Y debemos poner nuestra sabiduría al servicio no del poder o de nuestros privilegios, sino de toda la humanidad y, en especial, de todos los que necesitan y buscan liberación. Que, todavía hoy, siguen siendo muchos.



¿Confesión de fe blasfema?

    No es difícil escuchar, en estos días que corren, a algunas personas que rechazan a otras, de otras razas, de otras culturas, apelando a su fe cristiana. Vienen, suelen decir, a aprovecharse de nuestros recursos y no se “integran”, no aceptan nuestras costumbres, profesan otras religiones y ponen en peligro nuestra identidad cristiana. Es de notar que este rechazo se produce, no cuando se trata de gente que viene bien pertrechada de petrodólares u otra divisa sólida, sino, sobre todo, cuando se trata de personas sin recursos que huyen de la violencia de conflictos armados o, simplemente, de las cornadas que da el hambre.
    Por dos razones ese rechazo, cuando se trata de justificar desde nuestra fe cristiana, se puede considerar blasfemo: porque es un insulto al Dios que quiere ser padre de todos los seres humanos y porque es un insulto al Señor que siente una especial predilección por los pobres hasta el punto de enviar a su hijo para que nos proponga construir una sociedad en la que desaparezca la pobreza, que siempre ha sido y es consecuencia de la injusticia.
    Releamos los textos de la liturgia de hoy. Dejémonos impregnar por su mensaje. Y desenmascaremos a los que, con una actitud que pretende presentarse como defensa de la fe cristiana, lo que hacen es precisamente lo contrario: empujar el mundo y la historia humana en dirección contraria a esa hermandad universal que es el objetivo primero de la Buena Noticia de Jesús de Nazaret.

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