Domingo 28º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

14 de octubre 2018
 

Vida verdadera ya, aquí y ahora

 

   El domingo pasado nos decía la palabra de Dios que para poder quererse de verdad, la pareja humana, el hombre y la mujer deben situarse en un plano de igualdad; hoy el evangelio nos revela que esa igualdad en dignidad es necesario que sea universal para que así sean también universales la justicia, la fraternidad, el amor, y una vida digna un bienestar compartido aquí, ahora, en este mundo, en esta historia. ¿Y después? «...y, en la edad futura, vida definitiva». Aunque la gran noticia es que no hay que esperar a morirse para gozar de esa vida.

 



Sabiduría y justicia


    El autor del libro de la Sabiduría dice que, habiendo tenido la oportunidad de elegir entre poder, riquezas y sabiduría, prefirió esta última, por considerarla mucho más valiosa «Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y en su comparación tuve en nada a la riqueza».
    Aunque se escribió mucho tiempo después de su muerte, el autor hace protagonista de este libro a Salomón, quien, según las tradiciones de Israel, fue, durante la primera parte de su reinado, un rey sabio, un gobernante justo y prudente. En la lectura de hoy es él quien habla y pide a Dios la sabiduría que después -en el tiempo literario-, aunque él aún no lo sabe, le servirá para gobernar.
    Pero, ¿en qué consiste esta sabiduría? El capítulo anterior al de la lectura de hoy termina con las siguientes palabras: «Muchedumbre de sabios salva al mundo y rey prudente da bienestar al pueblo». La verdadera sabiduría se muestra como tal por sus resultados prácticos: porque trae la salvación a la humanidad y procura paz y felicidad a los pueblos ya que la verdadera sabiduría consiste en la práctica de la justicia: «Amad la justicia, los que regís la tierra, pensad correctamente del Señor...». Así comienza este libro que bien podría considerarse un tratado de ética y teología política para gobernantes. Justicia y sabiduría se identifican; el buen gobierno, propio de un rey sabio, se nota no en las victorias de su ejército o en el esplendor de su corte sino en el bienestar y en la prosperidad del pueblo.
    Este texto es una muestra más de una constante en toda la Biblia: Dios está interesado por que los hombres organicemos adecuadamente la convivencia, Dios, que no quiere que los hombres sufran,  está preocupado porque los que pueden y los que saben se aprovechan en favor propio de su poder y de su sabiduría y viven en una situación de privilegio a costa del sufrimiento de los demás. Esta preocupación se mantiene en el mensaje de Jesús de Nazaret.


La vida eterna
 
    Aquel hombre lo tenía todo y, si algo le faltaba, lo podía comprar «pues tenía muchas posesiones». Pero de lo que no estaba demasiado seguro era de poderse pagar la vida; no la vida de cada día, que la tenía bien asegurada, pero que es provisional, sino la definitiva, vida que su riqueza no le garantizaba.
    El evangelio no dice qué es lo que había escuchado acerca de Jesús, pero no debía estar demasiado bien informado; Jesús había hablado de ganar y perder la vida («el que quiera poner a salvo su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía y de la buena noticia, la pondrá a salvo») y tal vez había oído campanas... Lo cierto es que se presenta ante Jesús para pedirle la receta que le pueda garantizar que la muerte no iba a poder con él: «Maestro insigne, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida definitiva?».
    Jesús no acepta el título de maestro insigne que, según él, corresponde a Dios, cuya palabra muestra con claridad el camino para llegar a la vida eterna: cumplir los mandamientos. El más insigne de los maestros, Dios, enseña que el camino para llegar a Él consiste en practicar la justicia y en el respeto a la dignidad y los derechos de los hombres: «no mates, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no defraudes, sustenta a tu padre ya tu madre».
    Para ir al cielo basta con ser honrado, con no ser injusto, con no hacer daño a los demás; ni siquiera hace falta ser religioso (al enumerar los mandamientos, Jesús olvida los de carácter religioso y menciona sólo seis, cinco del Antiguo Testamento y uno más que añade por su cuenta: «no defraudes», todos ellos relativos a la organización de la convivencia humana): respetar la vida, el amor, la justa propiedad, la fama ajena, los derechos de cada cual, la dignidad de los padres... Ese es el camino para ir al cielo. Si eso era lo único que interesaba al hombre aquel, podía haberse ahorrado la pregunta: podía contar con el mejor maestro, Dios, que dio al pueblo los mandamientos para que por ellos obtuviera la vida.
    Pero el centro de interés de Jesús era más cercano. El estaba preocupado, en primer lugar por ese puñado de años que hay que vivir antes de que la vida se haga definitivamente eterna, años que tan duros resultan a la mayoría de los humanos. La misión que Dios le había encomendado no era enseñar a los hombres el camino del cielo, sino mostrarles la manera de convertir la tierra en un cielo, ofrecerles la posibilidad de gozar, ya en la etapa pasajera de la existencia humana, del carácter definitivo de la vida que procede del Padre. Por eso, a aquel hombre que había sido honrado desde pequeño, Jesús le hace una oferta: «ven y sígueme».


La aguja y el camello

    Pero para seguir a Jesús y unirse a su proyecto hay que aceptar algunas exigencias.
    Para Jesús, que en esto continúa y profundiza la línea de los profetas del Antiguo Testamento, la causa de la desgracia y el sufrimiento de los pobres y de los humillados está en los ricos y poderosos. Dios no hace pobres a los pobres y ricos a los ricos; son los que se enriquecen los que, al acumular lo que a otros les falta, empobrecen a la mayoría (Is 3,14-15; 5,8; Am 2,6-7; 4,1; 5,7-12; Miq 2,1-2; 3,1-4; 6,9b-12). Es cierto que puede darse algún caso en el que la riqueza se posea sin haber cometido personalmente ninguna injusticia, por herencia, por ejemplo; éste parece ser el caso del rico del evangelio. Dios no va a negar a estas personas la vida definitiva; pero lo que es imposible es que, manteniendo su situación, puedan ser seguidores de Jesús: «Una cosa te falta: ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres, que tendrás en Dios tu riqueza, y anda, ven y sígueme.»
    No es un capricho, sino que esta exigencia es necesaria para que el seguimiento de Jesús sea una decisión y un compromiso coherentes: Jesús, cuando invita a alguien a unirse a él, le está proponiendo que se incorpore a la tarea de construir el reino de Dios, que consiste en una nueva manera de vivir según la idea que Dios tiene de lo que debe ser la convivencia humana, que deberá basarse en la justicia, en la igualdad, en el servicio por amor... Y no se puede colaborar en un proyecto desde una situación que, de mantenerse, haría imposible la realización de ese proyecto; no se puede construir la justicia desde la riqueza, que es efecto y causa de injusticias.
    Por eso es tan difícil que un rico entre en el reino de Dios. Según el evangelio, si sigue siendo rico, es imposible: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios para los que confían en la riqueza! Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que no entre un rico en el reino de Dios.»
    No le demos más vueltas, no hay camellos tan pequeños ni agujas tan grandes: «La palabra de Dios es viva y enérgica, más tajante que una espada de dos filos...» (Heb 4,12).


Un mundo de hermanos
 
    Cierto que, para entender esto, hay que tener muy claro en qué consiste el reino de Dios. Los que están interesados en que las cosas no cambien aquí abajo se han empeñado en identificar el reino de Dios con «el cielo», mandándolo todo a la otra vida, a la otra historia, al otro mundo. Pero, según el evangelio, el proyecto de Dios que Jesús nos da a conocer es, primero, para este tiempo. El reino de Dios es, en primer lugar, este mundo organizado según el plan de Dios. Jesús no vino a enseñarnos el camino del cielo, que ya se conocía. El mensaje de Jesús no es un libro de moral para enseñarnos a ser buenos individualmente, de modo que, siendo buenos, merezcamos la vida eterna. Jesús viene a enseñarnos el método para hacer de este mundo un mundo feliz, un mundo en el que sobreabunde la vida; Jesús viene a enseñarnos a cambiar este mundo en un mundo de hermanos. La opción por la pobreza o, lo que es lo mismo, la renuncia a la riqueza, no es una virtud con la que conseguir méritos para el cielo; es una opción revolucionaria cuyo objetivo es cambiar la situación de sufrimiento de los pobres y oprimidos de la tierra por otra situación en la que nadie sufra, en la que a nadie le falte nada: «No hay ninguno que deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, por causa mía y por causa de la Buena Noticia, que no reciba cien veces más: ahora en este tiempo, casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y tierras -entre persecuciones-, y en la edad futura, vida definitiva.»
    Leamos con atención el último párrafo del evangelio. Los discípulos le han preguntado a Jesús que qué será lo que ellos obtendrán por haberlo dejado todo para seguirlo; Jesús les responde diciéndoles que los que dejen «casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o tierras» obtendrán cien veces más que lo que hayan dejado. Y repite la lista anterior con algunas importantes modificaciones: «ahora, en este tiempo, casas, hermanos y hermanas, madres e hijos y tierras -entre persecuciones- y, en la edad futura, vida definitiva».
    Jesús, en su promesa, distingue dos momentos diferentes, este tiempo y la edad futura. Y  describe la primera etapa del reino de Dios, su etapa histórica, como una situación de plenitud de la que, por supuesto, participarán los que lo dejen todo para ponerse a trabajar en ese proyecto: lo tendrán todo y aumentado.
    Lo que Dios quiere no es que repartamos el sufrimiento, que compartamos la miseria, sino que construyamos un mundo en el que todos gocen del amor (hermanos y hermanas, madres, hijos) y de los bienes de la tierra (casas y tierras).


¿Dónde está el padre?

     Un mundo en el que serán todos iguales. Si comparamos la enumeración de lo que se puede o se debe dejar para incorporarse a la tarea de poner en práctica el evangelio y la de aquello que promete Jesús que se obtendrá centuplicado, podemos observar que, en la segunda lista, falta un elemento: el padre.
     Esta ausencia del padre en la segunda lista tiene un doble significado. Por un lado el padre es el origen de la vida. También representa la tradición y el modo de vida en el que un hijo debe acabar insertándose: aquel modo de vida que ha recibido, junto con la vida física de su padre.
     En el primer caso los seguidores de Jesús saben que el origen último de la vida está en el Padre de Jesús, en el Padre Dios.  Por otro lado, el modo de vida que ellos tratan de realizar supone precisamente una radical ruptura con los modos de vida tradicionales. La verdadera tradición en la que se deben sentir incluidos es la Historia de la Liberación en la que Dios ha sido y sigue siendo el inspirador y, en último término, el protagonista principal.
     Por otro lado, el padre encarna la autoridad, el poder y, por tanto, la desigualdad, hoy diríamos, el patriarcado. Y la comunidad de los seguidores de Jesús debe ser una comunidad de iguales en la que padres e hijos lleguen a ser, también ellos, hermanos, con un único Padre: el del cielo, que tan preocupado está por los problemas de la tierra.
     Esa igualdad característica de los integrantes del reino de Dios queda expresada en una frase que sigue inmediatamente al fragmento seleccionado para la lectura de este domingo: «Pero todos, aunque sean primeros, han de ser últimos, y esos últimos serán primeros». Una vez más, en el evangelio, la igualdad es condición para la fraternidad y el amor.

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