Domingo 25º del Tiempo Ordinario
Ciclo C

22 de septiembre de 2019
 

No podéis creer en Dios y creeros dioses

 

      Servir al dinero es adorarse a sí mismo; el dinero, cuando se busca por sí mismo y no sólo como medio para satisfacer las necesidades básicas de la vida, no es más que un instrumento para adquirir poder, para sentirse fuerte y someter a otros a servidumbre. Por eso la búsqueda codiciosa del dinero es incompatible con la cercanía al verdadero Dios, el que siendo Padre hace hijos libres a todos los hombres.

 




Los que exprimís al pobre
...

     La pobreza no es un estado que Dios quiera para los hombres; y la resignación ante la pobreza -ante la propia y la de los demás-, aunque se ha predicado muchas veces desde muchos púlpitos, no es una actitud cristiana.
     Dios no quiere la pobreza; y ha mostrado muchas veces su irritación contra los responsables de la misma.
     Dios no quiere la pobreza, aunque, precisamente por eso, siente un amor apasionado por los que, víctimas de la injusticia, sufren la pobreza y la miseria.
     Lo que estamos diciendo no representa ninguna novedad para los lectores de estos comentarios, pero la afirmación contraria -que es Dios quien hace ricos a los ricos y pobres a los pobres- se ha repetido tantas veces y de tan variadas maneras, que no es raro que sigamos pensando en Dios como el último responsable y, por tanto, el que
tiene que resolver el problema de la pobreza en el mundo. Pero Dios, al menos para los que creemos en el Padre de Jesús, en el Dios que empezó a darse a conocer al implicarse en la liberación de los esclavos y los pobres de la Tierra, no tiene la culpa de que los hombres repartamos mal las riquezas del Mundo que Él ha puesto en nuestras manos para que lo administremos en beneficio de todos. Y así, en los escritos de los más antiguos profetas, como muestra la primera lectura de este domingo, se acusa a los ricos de ser los culpables de la pobreza porque ellos exprimen al pobre hasta dejarlo en la más dura indigencia. La pobreza no es más que el fruto podrido e inevitable de la riqueza, porque la riqueza no es sino el producto de la injusticia, el resultado de una arbitraria distribución de los recursos de este mundo: unos pocos se apropian de la mayoría de estos bienes y, en consecuencia, a la mayoría le falta lo necesario.
     Esto no es ideología, son datos.
     En su informe de 18 de enero de 2016, titulado “
Una economía al servicio del 1%” la O.N.G. Intermom-Oxfam, comenzaba diciendo: «La desigualdad extrema en el mundo está alcanzando cotas insoportables. Actualmente, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99% restante de las personas del planeta. El poder y los privilegios se están utilizando para manipular el sistema  lineeconómico y así ampliar la brecha, dejando sin esperanza a cientos de millones de personas pobres. El entramado mundial de paraísos fiscales  permite que una minoría privilegiada oculte en ellos 7,6 billones de dólares. Para combatir con éxito la pobreza, es ineludible hacer frente a la crisis de desigualdad.»
     Y dando cuenta de este informe, el diario madrileño -nada revolucionario, por otra parte-
El Mundo , refiriéndose a ese documento, añadía: «El estudio recoge, entre otras conclusiones, que las 62 personas más ricas del mundo tienen una fortuna equivalente a la de la mitad de la población más pobre. Si la cifra resulta llamativa, no lo es menos que hace sólo un año eran 80 y no 62 quienes amasaban tamaña riqueza y, si retrocedemos hasta 2010, se concentraba en las manos de 388 personas, lo que significa que el dinero se ha concentrado, aún más.
     En concreto, la riqueza en manos de esas 62 personas se ha incrementado un 44% en los últimos cinco años hasta alcanzar 1,76 billones de dólares.»

     Un último dato extraído del mismo informe: «Mientras tanto, la riqueza en manos de la mitad más pobre de la población se redujo en más de un billón de dólares en el mismo periodo, un desplome del 38 %.»
     Estos datos son tan evidentes que puede disolver las dudas de todos aquellos que aún no tengan claro cuáles son las causas de la pobreza: hay pobres porque otros se quedan con lo que a éstos les falta; hay pobres, muchos y muy pobres, porque algunos pocos son muy ricos, enormemente ricos.
     Este análisis se corresponde con el de los antiguos profetas de Israel; los pobres lo son como consecuencia de la explotación a la que se ven sometidos por los pecadores (son muchos los textos bíblicos en los que se afirma que los pobres son realmente los empobrecidos por la avaricia de los ricos y en los que se establece un exacto paralelismo entre rico y pecador; véanse, por ejemplo: Job 24,2-4.6; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30; Am 5,12; 8,4; Prov 30,14; 31,9; Sal 10,2.4.7-10; 12,4-6; 35,10): «Escuchadlo los que exprimís al pobre, despojáis a los miserables ... Disminuís la medida, aumentáis el precio, usáis balanzas con trampa...»



...y humilláis al hombre

     Pero, además, la explotación no es sólo económica: la dignidad del ser que está llamado desde el principio a ser imagen de Dios queda totalmente arruinada: «...compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias...»: la pobreza, acaba en la esclavitud, el expolio culmina con el secuestro de la libertad.
     No sería exagerado decir que éste es uno de los ejes centrales de la historia humana: ricos y pobres, amos y esclavos, señores y vasallos, imperios y colonias... Y esta la es la causa más importante del sufrimiento, de la miseria y del dolor de hombres y mujeres a lo largo de la historia.
     Dios no podía quedar impasible ante esta realidad. Aunque los ricos, los poderosos y los grandes de todos los tiempos han intentado esconderlo, lo cierto es que Dios siempre se ha manifestado del lado de los pobres y de los pequeños: «Jura el Señor por la Gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones», dice el profeta Amós a los que expolian a los pobres, según leemos en la primera lectura.



No era un ladrón

     La parábola que nos cuenta el evangelio de Lucas, ha sido conocida tradicionalmente como la parábola del administrador infiel. Al darle este título se pensaba que la infidelidad de este hombre consistía en falsificar los recibos de los deudores de su amo, perdonándoles ilegítimamente parte de la deuda.
     No es así. En este tiempo los administradores trabajaban «a comisión», y la rebaja que hace a los que debían algo a su amo no es más que esa comisión que a él le correspondía. En la parábola no se dice que el administrador robara a su amo, sino que no cuidaba debidamente de sus intereses, que «derrochaba sus bienes»; no es presentado como un ladrón, sino como un incompetente, y es precisamente por su incompetencia por lo que se le piden cuentas.
     Ante el problema que se le viene encima, el administrador da muestras de una gran astucia: puesto que con su amo lo tiene todo perdido, aprovecha el tiempo que le queda, no para poner en orden sus cuentas, sino para hacer algunos favores, renunciando para ello a un dinero al que legalmente tenía derecho, con la seguridad de que, de una u otra manera, lo recuperaría cuando se quedara sin empleo. Esa es la sagacidad que alaba su señor: renuncia a lo que, según la ley, es suyo, sin quitárselo a nadie; no tendría sentido, si fuera de otra manera, que lo elogiara el señor cuyos bienes administraba tan mal.



Lo injusto

     Otra aclaración importante, para entender el mensaje de este evangelio es a quién o a qué se le llama injusto en el mismo. La misma traducción oficial, la que escuchamos en la celebración del domingo, expresa una interpretación según la cual injusto es el administrador; pero esta interpretación no es correcta, pues considera que lo que el administrador rebaja a los deudores de su señor es parte de la deuda, y no, como hemos dicho, su comisión. Más adecuada con la gramática y con el sentido del texto es esta otra traducción: «El señor elogió a aquel administrador de lo injusto...» (“administrador de la injusticia” sería la traducción más literal)Lo injusto no es el administrador, sino lo que él administra, el dinero, la riqueza acumulada en manos de un solo dueño. De este modo, Lucas se mantiene coherentemente en la misma línea de pensamiento que los profetas del A. T., que consideran que la riqueza, por un lado, nace de la injusticia, pues es efecto directo de la explotación y, por otro, permite la opresión de los empobrecidos (1ª lectura; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30; Am 5,12; véanse también Job 24,2-4; Prov 30,14; Sal 10,2.4.7-10).



Lo verdaderamente humano

    
La astucia del administrador sirve a Jesús de ejemplo para la enseñanza que quiere transmitir a sus discípulos: aquel hombre supo renunciar a una determinada cantidad de dinero como inversión para el futuro y consiguió a cambio unas buenas relaciones que le reportarían -eso esperaba él- beneficios en los malos días que se le avecinaban.
     En su enseñanza, y refiriéndose ya a sus discípulos («Ahora os digo yo...»), Jesús opone «el injusto dinero» a «lo que vale de veras» y, en una segunda comparación, «lo ajeno» a «lo vuestro». El dinero no es lo propio del hombre; la verdadera riqueza son las buenas relaciones entre las personas. La ambición no corresponde a su propia condición pues el ansia de dinero hace al ser humano... inhumano: porque lo incapacita para lo que realmente corresponde a su naturaleza, el amor al que el Padre lo destina mediante la comunicación de su Espíritu y, de este modo, lo convierte en explotador y deshumanizador de sus semejantes. Porque lo propio del hombre, lo que lo realiza y lleva a plenitud su humanidad, es el amor y la solidaridad.



El Dios verdadero

     La ambición es manifestación del desorden que se implantó en el mundo como consecuencia del pecado, que consiste en querer ocupar el lugar de Dios. Es pecador, comete pecado quien pretende convertirse en señor y amo y convierte para ello en esclavos a los que el Creador hizo libres para que siempre fueran libres. Es la aceptación de la propuesta de la serpiente «Seréis como dioses» (Gn 3,5), se trata de esa ambición que, desde siempre, parece estar tan profundamente arraigada en el corazón de algunos hombres: para ellos el dinero no el medio para facilitar el intercambio de los bienes materiales, sino el instrumento que les permite endiosarse por encima del resto de la humanidad.
     «No podéis servir a Dios y al dinero», la frase con la que termina el evangelio de hoy, podríamos traducirla así: no podéis servir al Dios verdadero y, al mismo tiempo, esclavizar y poner a vuestro servicio a quienes Dios quiere libres, no podéis pretender estar bien con Dios y, a la vez, hacer a sus hijos esclavos de vuestra soberbia y vuestra ambición. Los versículos que siguen, que no se leerán en la celebración, presentan la reacción de los fariseos ante estas palabras de Jesús: dice Lucas que se burlaban de él, porque son amigos del dinero; y ante su burla Jesús los acusa precisamente de endiosarse:
«Jesús les dijo: -Vosotros sois los que os las dais de intachables ante la gente, pero Dios os conoce por dentro, y ese encumbrarse entre los hombres le repugna a Dios (Lc 16,14-15).
     En realidad nadie adora el dinero, nadie considera que el dinero sea dios; pero hay muchos que se creen dioses porque son ricos, o que se quieren ricos para sentirse dioses. El dinero, cuando deja de ser un mero instrumento de intercambio que nos permite adquirir lo necesario para vivir, se convierte en un instrumento de poder, de endiosamiento y, en consecuencia, de sometimiento, de explotación del hombre por esos otros hombres que, pretendiendo ser dioses, acaban, por un lado, perdiendo ellos lo mejor que como seres humanos les correspondería como propio, la capacidad de amor y, al mismo tiempo, haciendo perder a otros su dignidad de personas libres, de hijos e hijas de Dios.
     «No podéis servir a Dios y al dinero». Con estas palabras, en primer lugar, se desenmascara al dinero –en realidad, al hombre que lo busca-, como un “dios” competidor y antagonista del Dios Padre de Jesús; en segundo lugar, se afirma que el servicio a ese “dios” es absolutamente incompatible con el servicio al Padre.
     Con esta parábola Jesús explica a quienes lo escuchan qué sentido tiene la exigencia que había formulado un poco antes: «todo aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33).



Totalmente incompatible

     Hay que tener en cuenta que Jesús no pone como ejemplo para sus discípulos al administrador. Este «administrador de lo injusto» pertenece al mundo, es decir, es partidario de mantener el orden social que Jesús quiere cambiar. Pero, dentro de su mundo, sabe elegir lo que más vale, aunque para ello tenga que perder algo de menos valor.
     A los seguidores y simpatizantes de Jesús les debió resultar difícil de entender la exigencia de renunciar a la riqueza; en una sociedad como ésta (ésta, la contemporánea a la narración evangélica, y ésta, la nuestra), quedarse sin dinero es quedarse sin ningún recurso para sobrevivir. Esto es lo que Jesús niega: para sobrevivir todos, y para vivir como seres humanos, el dinero, convertido en absoluto, no ayuda, estorba; sobreviviremos más y viviremos mejor si elegimos, en lugar del dinero, al Padre, Dios del amor y la liberación. No se trata de renunciar a la riqueza para sufrir y así hacerse agradables a Dios (entre otras cosas, porque el Padre de Jesús no se goza en el sufrimiento de nadie). Ni siquiera se trata de renunciar al dinero en cuanto mero instrumento de intercambio, que podemos compartir solidariamente. Se trata de renunciar a una organización egoísta de la sociedad, centrada en el afán de riqueza y en la que sólo viven unos pocos, para sustituirla por una organización mejor, más solidaria, con el Padre Dios en el centro y en la que, viviendo todos como hijos de ese Padre y todos como hermanos, se pueda ir construyendo la felicidad común.
     Se trata de optar entre el modelo de mundo de ese 1% de acaudalados y el modelo de humanidad contenido en el mensaje de Jesús de Nazaret, modelos absolutamente incompatibles.
     Por eso no es posible someterse a las leyes del dinero y pretender, al mismo tiempo, construir un mundo mejor para todos, no se puede hacer del dinero un dios y considerar al mismo tiempo Padre Nuestro al Dios de Jesús; es imposible dedicarse a almacenar riqueza y vivir el mensaje de amor y solidaridad que brota de la noticia que dice que Dios es Padre de cuantos quieran vivir como hermanos. No se puede, aunque nos pongan como ejemplo a imitar a algunos que así lo han intentado. No, no es posible.
     La moraleja de esta parábola podría, pues, resumirse así: es de personas inteligentes renunciar a lo que tiene poco valor, el dinero, a cambio de lo que realmente vale: que los hombres podamos vivir como hermanos, hijos de un mismo Padre, único y verdadero Dios, incompatible con cualquier otro dios que sea causa o justifique o consienta la desigualdad, la injusticia, la pobreza, la esclavitud, la opresión.

     El mundo que el evangelio nos propone construir no es un mundo de pobres, sino un mundo sin pobres; y para eso, nos dice, es necesario que sea un mundo sin ricos. Y esto vale tanto para los individuos cuanto- o quizá más- para los pueblos y las naciones.

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