Viernes Santo
Ciclo B

2 de abril 2021
 

Muestra de amor, fuente de vida

    En el catecismo que algunos aprendimos de pequeños se nos decía que la cruz es lo que nos identifica como cristianos, que «la señal del cristiano, es la Santa Cruz», y se nos pedía el máximo respeto para ese signo de fe. Pero ¿por qué es así? La cruz, en realidad, es un instrumento de tortura, un cruel y perverso instrumento de tortura y, como tal, en términos teológicos, es un instrumento de pecado. Entonces, ¿qué es lo que le da valor a la cruz? Y, ¿de qué modo se expresa el debido respeto a este signo?

 





¿Por qué lo hicieron?

    ¿Qué movió a los dirigentes judíos a condenar a muerte a Jesús? ¿Por qué Pilato confirmó la sentencia del Gran Consejo judío?
    En casa de Anás y Caifás le preguntan a Jesús sobre su doctrina y sus partidarios (18,19). Sobre sus discípulos, Jesús responde: ya los reconocerán cuando pongan en práctica su enseñanza (Jn 13,35). En cuanto a la doctrina, dice Jesús, no era un secreto y los dirigentes la conocían bien, pues él había hablado públicamente.  ¡Claro que conocían bien la predicación de Jesús! Y por eso los persiguen.
    En realidad, desde la perspectiva del sistema de poder establecido,  Jesús había hecho suficientes méritos para verse como se veía: había anunciado que las antiguas instituciones de las que los jerarcas se sentían garantes iban a ser sustituidas, a saber, la alianza (Jn 2,1-11), el templo (2,12-22), la ley (2,23-3,21), los mediadores (3,22-4,3), el culto (3,4-45); curó en sábado para enseñar que la ley mantenía enfermo y esclavizado al pueblo (5,1-15), identificó la tierra de Israel como tierra de esclavitud y se propuso a sí mismo como pan de vida, alimento para el nuevo éxodo, nuevo y definitivo proceso de liberación (6,1-40); acusó a los dirigentes de convertir la religión en un negocio (2,16), les negó el derecho de llamarse hijos de Abraham o de Dios, los llamó hijos -partidarios e imitadores en sus  acciones- del diablo, mentirosos y homicidas (8,31-59) y les echó en cara que eran malos pastores pues en lugar de buscar el bien del pueblo lo explotaban en su propio beneficio (10,8-10). Por eso, desde hacía mucho tiempo, los dirigentes buscaban la muerte de Jesús (5,16.18; 7,25-30.32; 8,59; 10,39). De hecho, la sentencia estaba ya acordada cuando empezó el juicio: Caifás, sumo sacerdote, usando como pretexto el bien del pueblo para defender su posición, había pronunciado la sentencia: «Os conviene que un solo hombre muera por el pueblo antes que perezca la nación entera» (11,47,53).

    Ante Pilato no presentan como acusación ninguna de las razones que les había llevado a buscar la muerte de Jesús: se limitan a decir que es un malhechor que merece la muerte (18,30-32), que debía morir por hacerse hijo de Dios (19,7) y que declarándose rey de los judíos se hacía enemigo del César. Esta última acusación la manejaron con habilidad los dirigentes de Israel, poniéndose del lado del rey que quitaba la libertad de su pueblo -«no tenemos más rey que el César» (19,9-16)- y contra el que estaba dispuesto a dar la vida por dar la libertad a todo hombre que quisiera aceptarla; con ella consiguieron meter el miedo en el cuerpo -en la ambición- de Pilato, que podría aparecer como desleal si no castigaba tal delito (19,12). Y Pilato no quiso arriesgar su posición, su cargo, sus privilegios... Y cedió a la pretensión de los sumos sacerdotes.
    En otras palabras:
    - En una sociedad organizada alrededor de la religión Jesús se enfrentó con los dirigentes religiosos y los acusó de ser los culpables de la opresión del pueblo, puesto que, en nombre de Dios y en beneficio propio, practicaban, justificaban y apoyaban la injusticia, la explotación de los pobres y la opresión del pueblo.
    - En una sociedad organizada alrededor del dinero, Jesús se puso de parte de los pobres y proclamó que lo que Dios quiere es que compartamos solidariamente en lugar de acumular los bienes que sólo a Dios pertenecen.
    - En un Mundo fundado en el poder de la violencia se presentó como rey sin ejército y con la sola fuerza de su amor. Y frente a quienes buscaban ser reconocidos como señores imponiendo su dominio a los demás, propuso el servicio libremente ofrecido y practicado como medio de reconocer el señorío de los demás.
    Así denunció el sistema de injusticia establecida como algo inhumano y contrario al designio de un Dios que más que Señor quería ser aceptado y reconocido como Padre.
    Y no se lo perdonaron.
    Y por eso lo mataron.

 

¿Por qué aceptó la muerte?

     No hacía falta saber mucho para darse cuenta de que Jesús, actuando como lo hacía, acabaría mal. Él era consciente de ese riesgo, y conscientemente lo aceptó. Inmediatamente después del episodio del lavado de los pies, Jesús había dicho a Judas: «Lo que has de hacer, hazlo pronto» (Jn 13,27), aceptando así su muerte. Y en seguida formuló su mandamiento, en el que él se ponía a sí mismo como medida del amor: «como yo os he amado» (Jn 13,34). Esa fue, pues, la razón: el amor; el amor al hombre, incluso a Judas (Jn 13,26), incluso a los que lo mataron. Un amor que llega hasta dar la vida en favor de los que se la arrebatan.
     En la historia de la humanidad siempre ha habido -y sigue habiendo- más miseria que riqueza, más tristeza que felicidad; esto es así porque el hombre se ha empeñado siempre en ser su propio dios o, más bien, el dios de sus semejantes, usando para ello muchas veces el nombre y la palabra del mismo Dios.
    Pero el hombre, que aún no sabe del todo cómo ser humano, no sabe ser Dios, no sabe cómo es Dios.
    Al dar su vida por amor, Jesús está revelando el verdadero rostro de Dios: un Dios que es amor, amor sin medida, que ofrece su vida de Padre a los hombres para que, aceptándola, pongan en práctica una amor que responda a su amor (Jn 1,6). Un Dios por tanto que es débil en tanto que la fuerza de su amor sólo será eficaz si es aceptada por los seres humanos; un Dios que no se manifiesta como poder sino, en Jesús, como servicio a la humanidad.

    De este modo, Jesús ofrece una nueva posibilidad a la humanidad, un nuevo tipo de relación con Dios y de los seres humanos entre sí: una relación de amor entre Padre e hijos y entre todos los hermanos. Esta nueva posibilidad, la nueva alianza, para todos (Jn 19,23-24: es la herencia de Jesús que la reciben unos paganos y se divide en cuatro partes, en alusión a los cuatro puntos cardinales, es decir, esa herencia corresponde a toda la humanidad), incluido el pueblo judío (Jn 19,25-27: María, que representa al Israel fiel al Señor, va a vivir a la casa del discípulo amado, símbolo de la nueva comunidad), queda definitivamente abierta al llevar a término la creación con el don que hace Jesús de sí mismo y del Espíritu (19,28-30) en la última y máxima prueba de amor.
     Esta fue la razón por la que Jesús asumió el riesgo de morir a manos de aquellos a los que no les interesaba que nada cambiara: el amor a la humanidad, la necesidad de dar al hombre la posibilidad de transformar definitivamente la esclavitud en libertad, la miseria en solidaridad, la tristeza en alegría, la muerte en vida, el egoísmo en amor, la desesperación en esperanza. Por eso se dejó matar: por amor a la humanidad; para que las relaciones entre los hombres pudieran ser justas; para que la justicia hiciera posibles la paz y el amor entre los pueblos y las personas; para que la humanidad pudiera ser, ahora y siempre, feliz.
     Para que este proyecto fuera posible, se dejó colgar de una cruz, el más cruel suplicio de aquel imperio. No era un trono, sino un patíbulo; no era un privilegio, sino una tortura. Y no fue consecuencia de la voluntad de Dios, sino del odio de los poderosos. Pero en ese no-trono se proclamó su realeza y, al aceptar la tortura, reveló la calidad de su amor y de su divina humanidad.
     Por eso Jesús la aceptó: por amor. Por amor a la humanidad, por amor a todas las víctimas de la injusticia de toda la historia. Por eso la cruz aceptada no por ser cruz sino como signo del libre don de sí mismo, se convirtió en el emblema de los cristianos.

 

La señal del cristiano

     En las historias de los mártires se repite la escena del cristiano que es obligado a realizar algún gesto ofensivo contra un crucifijo, pisarlo, por ejemplo, bajo amenaza de muerte. Nosotros no nos veremos en esa situación. Pero ¿no hay mil modos de pisotear la imagen de Jesús crucificado? ¿No hay ocasiones en las que, al tiempo que exigimos respeto para la imagen, estamos renegando de su memoria?
     Ahora, después de veinte siglos de cristianismo, ¿en qué ha quedado la cruz de Jesús? Hoy no parece molestar a nadie, ni a los ricos, ni a los poderosos, ni a los que la manipulan para apoyar el poder del dinero, la desigualdad, la injusticia, la opresión...
     Convertida en una joya, nadie o casi nadie recuerda que la cruz es un instrumento cruel de tortura que el imperio de entonces usaba para eliminar a los que se le enfrentaban y para que sirviera de castigo ejemplarizante para todos los que tuvieran la tentación de rebelarse contra su poder. Y, por otra parte, son muchos los que valoran más y ven antes el sufrimiento del crucificado que su amor en favor de sus hermanos. Pero es el amor, no el sufrimiento, lo que da valor a la cruz.
     Seguro que hoy no nos pondrán un crucifijo delante para que lo pisemos, pero cuando llamándonos cristianos renegamos de la causa de Jesús y renunciamos a transformar este mundo en un mundo de hermanos, cuando nos ponemos del lado de la injusticia, la desigualdad, la opresión..., o simplemente callamos ante ellas... cuando escatimamos el amor revolucionario por miedo a perder alguna de ventajas que nos ofrece esta vida..., ¿no estamos pisoteando la cruz de Jesús? ¿No estamos despreciando la señal del cristiano?

 

Señal de vida

    La cruz se ha convertido también en un signo de muerte. Quizá porque preside las tumbas de los cristianos aún cuando hemos olvidado el significado profundo de su entrega (hasta para abreviar se usa la cruz para introducir la fecha de la muerte de alguien). Pero la cruz de Jesús sólo puede ser signo de vida.
    El modo en que se refiere el evangelista a la muerte de Jesús, poniendo de relieve el carácter libre y voluntario de su entrega, y los elementos simbólicos que introduce a continuación revelan que esta es una muerte distinta, porque no es definitiva y porque es fuente de vida. Así, la sangre y el agua que manan del costado de Jesús representan, al mismo tiempo, su muerte, su entrega -la sangre- y la vida que brota del amor que en esa muerte se expresa -el agua; el don de la propia vida supone y se expresa en el don del Espíritu, que dará a los que lo reciban la capacidad de llegar a ser, también ellos, hijos de Dios; éstos, amando con ese amor, abrirán la posibilidad de una nueva sociedad humana en la que Dios sea Padre de todos y todos sean y se quieran como hermanos.
    Esta es la razón por la que el evangelista sitúa la sepultura de Jesús en un huerto, que recuerda el jardín del Edén, anticipando de este modo la resurrección que será presentada como una nueva creación (Jn 20,21); por eso, dice el evangelista, que lo depositaron en un sepulcro nuevo, y por eso no dice que la tumba quede cerrada por losa alguna  (ver Mt 27,60; Mc 15,46). Todas estas indicaciones señalan hacia una nueva experiencia de la muerte por la que muchos otros pasarán en el futuro: una muerte que será sólo un paso entre dos modos de vida.

 

El pueblo crucificado

    Todavía resuena, 41 años después de su muerte (se cumplieron el pasado 24 de marzo), la expresión de Monseñor Romero “el pueblo crucificado”, usada por él para describir la situación de un pueblo, de muchos pueblos a los que no había llegado todavía ni la porción más elemental de la liberación que Dios quiere para sus hijos.
    El pueblo crucificado era entonces el pueblo salvadoreño y todos los pueblos de la Tierra privados de libertad y de justicia.
    Y hoy, cuarenta y un años después de la muerte de San Romero de América  y pasados más de dos mil después de la muerte de su maestro, siguen colgados en la cruz de la injusticia cientos -miles- de millones de seres humanos que sufren la miseria, el hambre, y la enfermedad, la opresión... porque un sistema perverso permite que unos pocos (un 1% de la población mundial) acumulen y despilfarren lo que a otros les falta para sobrevivir.
    Romero vio, en la cruz de Jesús, crucificados a todos los hombres y a todos los pueblos víctimas de la injusticia. Y también él asumió el riesgo de tener que entregar su vida para poder bajar de la cruz al pueblo.
    Que el recuerdo de la expresión de Romero nos sirva para estimular nuestro compromiso de presentar la cruz de Jesús como instrumento de denuncia y anuncio y como medio de vida y salvación para todos los crucificados de la Tierra, especialmente hoy, para todos aquellos a los que la violencia, el hambre y la muerte, por un lado y por otro, la insensibilidad de los países ricos, principales culpables de esas violencias, de esas hambres y esas muertes y que ahora les cierran las puertas, ha dejado sin casa y sin tierra y en miles y miles de casos, sin vida.

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