Domingo 24º del Tiempo Ordinario
Ciclo C

15 de septiembre de 2019
 

Un Dios Padre, sólo libertad y amor



    Nos han acostumbrado a temer a Dios y nos cuesta trabajo aceptar que Dios es sólo amor. Pero así lo explica con toda claridad el evangelio de hoy, superando y completando la incompleta revelación que de Dios nos ofrece el Antiguo Testamento. El Dios eternamente enojado no es el Padre de Jesús; y no debe gustarle nada que pensemos que eso podría ser posible. Y nosotros, si realmente queremos ser sus hijos, debemos intentar parecernos a Él y renovar nuestro mundo, desde sus mismos cimientos, para que pueda ser un mundo de hermanos, hijos de un Dios que sólo es amor. Y, por eso, es fuente y garantía de libertad.

 




¿La ira de Dios?


       Los israelitas, durante su paso por el desierto, aprendían a ser libres; dejaban la esclavitud a sus espaldas y caminaban hacia una tierra, cargada de futuro y esperanza, en donde deberían vivir de acuerdo con las normas que Dios acababa de darles en el Sinaí. La primera de aquellas exigía el reconocimiento del Señor que había liberado a Israel de la esclavitud como Dios único y prohibía hacer ídolos y darles culto; y añadía: «... porque yo ... castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y biznietos cuando me aborrecen. Pero actúo con piedad por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos» (Éxodo 20,5-6). En esas palabras hay algo muy importante: el castigo de Dios amenaza a tres o cuatro generaciones -«castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y biznietos»-; sin embargo el alcance de su amor... «Pero actúo con piedad por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos».
    En la primera lectura de hoy tenemos un ejemplo que parece desmentir la amenaza contenida en el párrafo anterior: Dios no castiga ni siquiera a la primera generación sino que se arrepiente inmediatamente de su amenaza en cuanto que Moisés le urge para que lleve a término su acción liberadora -«¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta?»-, y le recuerda que sólo así se cumplirá la promesa que Dios había hecho a «Abraham e Isaac, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: "multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”».
    Ya en el Antiguo Testamento está claro que el amor de Dios, origen de la promesa, vence a su ira. Pero en Jesús, en quien se revela plenamente el ser de Dios -«A Dios nadie lo ha visto nunca; un Hijo único, Dios, que está de cara al Padre, él ha sido la explicación» (Juan 1,18)-, descubrimos que en Dios no hay ira, sino sólo amor.



A pesar de todo

    A pesar de lo duras que son las condiciones que Jesús pone a quien quiere ser su discípulo, son muchos los que se sienten interesados por sus palabras y se acercan a él seducidos por su proyecto de humanidad fraterna. No se trata de las personas religiosas, ni de los sacerdotes o los expertos en el estudio de la ley. Los que se interesan por sus palabras son los que éstos despreciaban: «Todos los recaudadores y descreídos se le iban acercando para escucharlo». Los recaudadores y los descreídos: «los malos». Ya había dicho Jesús en otra ocasión que sólo los que se encuentran mal sienten necesidad de médico (Lc 5,31). Y éste era el caso de los que se dirigen a Jesús. Cierto que no cumplían la ley -los descreídos-, y que colaboraban con la opresión de los romanos -los recaudadores-, y seguro que con su actuación hacían daño a otras personas. Pero en realidad -ése era su mal- ellos eran víctimas de la injusticia establecida por dos veces: lo eran porque el pecado, que los poderosos habían hecho parte esencial de la organización social vigente, les estaba pudriendo el corazón y se habían convertido en sus cómplices; y lo eran porque los auténticos responsables y los verdaderos beneficiarios de la injusticia se las habían arreglado para que estos desgraciados aparecieran como «los pecadores», teniendo también que soportar, junto a la injusticia de los grandes, el desprecio de los santos quienes, además de llevarse bastante bien con los verdaderos responsables de la injusticia, no ofrecían a los que ellos consideraban pecadores una salida a su situación, una solución a su problema, sino sólo condena.
    Por eso se sienten mal, y sienten necesidad de médico. Un médico que los cure a ellos y que sane también a la sociedad humana. Y no les da miedo el saber que, para acceder a la salud, quizá tengan que someterse a una cura dolorosa y difícil. ¿Que para ello había que jugarse la vida? ¡¿Pero es que era vida la que llevaban?!
    Los «buenos», los fariseos y los letrados lo criticaban por tratar con aquella «gentuza»: «Este acoge a los descreídos y come con ellos». Jesús, según ellos, no podía hablar en nombre de Dios. Su doctrina, ya de por sí contraria a las sagradas tradiciones que ellos defendían, quedaba totalmente desautorizada sólo con ver los “elementos” que se interesaban por ella y por quien la proclamaba. No era serio, pensaban, pretender ser el portavoz de Dios y, al mismo tiempo, sentarse a la mesa con los pecadores.



La alegría del padre

    Las parábolas que se leen hoy en el evangelio se conocen con el nombre de parábolas de la misericordia; especialmente la dos primeras son claras y no necesitan de muchas explicaciones: Dios ama a los hombres independientemente de que sean buenos o malos; el amor de Dios no depende de la bondad del hombre, sino que es consecuencia y manifestación de la bondad de Dios.
    Esto es lo que no entenderán nunca los fariseos: ellos necesitan controlar a Dios; necesitan que Dios les deba algo y que los que no son como ellos estén en deuda -mejor cuanto más difícil de saldar-, con Dios.
    A ellos, a «los buenos», se dirige Jesús para decirles que su Padre no es el Dios de ellos. Y no porque los letrados y fariseos no creyeran en el Dios verdadero, sino porque no conocían de verdad a ese Dios en el que decían creer. Porque creían que Dios era justo; pero confundían la justicia con el castigo y la venganza. Creían en un Dios grande, y confundían la grandeza con la lejanía, midiendo la grandeza de Dios de acuerdo con las medidas de la grandeza de los poderosos de este mundo. Y estaban convencidos de que era serio y aburrido, preocupado sólo de salvaguardar su honor, siempre en peligro de ser mancillado por las maldades de los hombres.
    A ellos se dirige Jesús para decirles que Dios no es así: que la justicia de Dios consiste en estar siempre al lado de las víctimas de la injusticia, de la parte de los pequeños, de los humillados, de los despreciados..., y que la grandeza de Dios no es otra cosa que su amor, su inmenso amor, que no puede soportar la desgracia de sus hijos y, sobre todo, que considera intolerable el sufrimiento que los hombres se causan unos a otros y que ese sufrimiento es lo único que pone verdaderamente serio a Dios.
    Y les dice que Dios no está aburrido; al contrario, vive ilusionado, porque él sí que tiene fe en el ser humano. Y confía en que los hombres se irán dando cuenta de que con él, haciéndole caso a él, encontrarán la salvación ya en esta vida. Por eso, sigue diciendo Jesús, Dios se alegra cuando alguien, aunque sea uno solo, abre los ojos y se da cuenta de que junto a Dios será plenamente dichoso y podrá contribuir a que los demás hombres lo sean.
    A Dios le preocupa poco su honor (y muy poca cosa somos nosotros para ponerlo en peligro); a Dios lo que le duele y lo que le alegra es, respectivamente, el dolor y la alegría de los hombres. Por eso Dios está de enhorabuena cuando alguien, uno solo, se da cuenta de que está en pecado (esto es, que no cumple la voluntad de Dios porque hace daño a los demás) y decide cambiar de vida.


 

Perdón y misericordia

    El Dios del que nos habla Jesús en el evangelio -al que debemos llamar «Padre» en lugar de «Señor»- está ofreciendo permanentemente su perdón: basta que el hombre lo acepte sincera y lealmente. Dios no espera que el pecador -la oveja descarriada, la moneda perdida-, busque su perdón; es él -el pastor al que se le extravía una oveja, la mujer que pierde una moneda- el que busca lo que está perdido y se alegra cuando lo encuentra y acepta el amor que, en forma de perdón, le ofrece.
    El problema de los fariseos -el hijo mayor, en la parábola del hijo pródigo- es que están convencidos de que obedecer a Dios, vivir de acuerdo con su voluntad, poner en práctica sus exigencias, es una carga que sólo puede soportarse con la fuerza que da la esperanza en un premio futuro. Para ellos, todo lo bueno, todo lo placentero y agradable que pueda experimentarse en la vida, ofende a Dios; y, además, para ellos, la justicia de Dios está por encima de su amor; por eso -equivocadamente, por lo que nos dice Jesús- creen descubrir a Dios con más facilidad en el castigo que en el perdón.
    El Dios de Jesús no es así; por supuesto no es como el de los fariseos, que no habían comprendido ni siquiera lo que decían sus libros sagrados. Pero no es tampoco como el que nos presenta el Antiguo Testamento: el Dios de Jesús es un Dios sin ira, sólo es amor, amor apasionado en favor del hombre. Por eso se preocupa por quien equivoca el camino y se alegra cuando alguien rectifica su equivocación; y goza perdonando, y hace fiesta cuando alguno de sus hijos -descarriado- vuelve y acoge su perdón.


 

Pero, ¿es posible perdonar?

    ¿Hablar de amor y perdón cuando día tras día los noticiarios abren dándonos cuenta de los muertos por terrorismo, o por violencia machista, o por violencia puramente gratuita en algunos casos? En nuestros días, en los que, aunque nadan digan los periódicos de ellos, tantos hombres mueren como consecuencia de la injusticia, de hambre, ahogados en las aguas que separan el mundo opulento del resto del planeta... en estas circunstancias hablar de amor y de perdón, puede resultar contraproducente. Seguro que a muchos les parecerá o puro cinismo o candidez ingenua. Se trata, sin duda, de muertos inocentes, de muertes injustas, crueles, que -parece- resulta imposible perdonar.
    Nos acordamos de Dios para pedirle justicia, para pedirle venganza... e, incluso a veces, para pedirle cuentas por todos esos muertos ¿Tiene sentido en este contexto hablar de un Dios que es amor y perdón?
    Una sola muerte, quede claro, la muerte violenta de una sola persona, de un solo niño, es un coste demasiado elevado que ninguna causa puede justificar; miles de muertos causados por el egoísmo humano no pueden más que provocar la indignación y el dolor -¡y la rebeldía!- de quienes valoramos, por encima de todo, la vida personal, la vida humana.
    Pero ni la indignación y el dolor deberían anular nuestra razón ni hacernos abdicar de nuestras convicciones más profundas.
    Y la razón nos dice que no basta con descubrir y castigar a los culpables, que hay que analizar las causas de toda esta violencia. ¿Por qué hay quien no siente escrúpulo alguno al enviar a miles de inocentes a la muerte? ¿Qué pedagogía  ha dado como resultado este tipo de ser humano? ¿Qué experiencias o qué creencias han dado como resultado una humanidad tan inhumana? Quizá deban pensar los clérigos, los de cualquier religión, si alguna vez, en nombre de Dios han defendido la muerte de alguien; y, por supuesto, los poderosos de este mundo tendrían que analizar si esta tempestad no es consecuencia de los vientos que ellos o sus predecesores sembraron, usando y ensalzando la violencia y, a veces, presentándola como heroísmo. Y todos debemos seguir pensando en otras muchas muertes que siguen produciéndose cada día como consecuencia de la violencia más primaria y más mortífera de todas: el hambre.
    Y nuestras convicciones nos advierten de que, si bien es legítimo castigar a los culpables, la venganza no es ni justa ni racional; y de que el castigo debe dejar abierta la puerta al arrepentimiento, al perdón y a la rehabilitación y la recuperación, como hermano, del culpable.
    Y nuestra fe -y yo pienso que también nuestra razón, cuando se hace verdaderamente humana- añade que hay que romper el círculo vicioso de la violencia; y que tal ruptura sólo es posible completando  la justicia con el perdón. Y que el perdón, porque es muestra de amor, nos asemeja a nuestro Padre, nos hace compartir más intensamente su vida y nos va llenando progresivamente de una serena felicidad.

    ¿Seríamos capaces de calcular cuanto sufrimiento se ahorrarían los que lloran a sus  muertos si fueran capaces de hacerlo sin rencor en el corazón?




Expresión de libertad

    El tema del perdón, en la parábola del hijo pródigo está estrechamente ligado al tema de la libertad: la libertad del hombre en sus relaciones con Dios (ver comentario del domingo cuarto de Cuaresma). En el comentario a esta parábola concluíamos que, al contrario de lo que se nos ha enseñado y de lo que hemos creído con demasiada frecuencia, la relación con Dios no supone la renuncia a la plena libertad del ser humano y que en relación con el Dios que nos presenta Jesús podemos afirmar que  «nadie tiene necesidad de alejarse de él para buscar la libertad como el hijo menor, ni nadie debe renunciar a su libertad, como el mayor, para quedarse junto a él.»
    Esta relación entre perdón y libertad no es accidental, sino absolutamente esencial: el perdón es una de las más altas manifestaciones de la libertad.
    A quien es ofendido o es víctima de la violencia o la injusticia se le puede exigir que renuncie a la venganza y que ponga en manos de la sociedad o de la comunidad la reparación del daño que se le ha causado y el castigo del culpable; pero no se le puede exigir que perdone.
    El perdón, que es en última instancia, una manifestación de amor, tiene que tener siempre su origen en la más plena libertad del que perdona. Y, por eso, siempre será causa de liberación y felicidad compartidas, aunque en distinto modo, por el que otorga y el que recibe el perdón.

    ¿Es difícil lo que pide el evangelio? ¿Y qué esperábamos? ¡Se trata de construir un mundo nuevo, empezando desde sus mismos cimientos!

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