Domingo de Resurrección

12 de abril de 2020
 

Testigos de la victoria de la vida

    Decidieron eliminar al que les estorbaba, al que, según ellos ofendía a sus dioses, denunciaba su corrupción o amenazaba sus privilegios y su poder. Pero Dios, el Padre, el liberador, no estuvo de acuerdo con ellos... porque Dios estaba con él, con Jesús. Al mismo Pedro le costó trabajo creérselo: era demasiado para él aceptar que quien siempre gana -el poder de la violencia- había perdido esta vez. El otro discípulo sí que supo interpretar los signos que tenía ante sus ojos; porque había seguido a Jesús hasta la cruz y allí había sentido cerca lo que significa la fuerza del amor, la fuerza de la vida. Nosotros, hoy, somos testigos de quién fue quien obtuvo, de Dios, la victoria.

 

Texto y breve comentario de cada lectura
Primera lectura Salmo responsorial Segunda lectura (elegir)
Evangelio
Hch 10,34a.37-43 Sal 117(118),1-2.15b-17.22-23a3a Col 3,1-4 1ª Co 5,6b-8 Juan 20,1-9


 

Todavía en tinieblas

    No podía ser. Los discípulos no se lo podían creer. No entraba dentro de las posibilidades que ellos manejaban. A pesar de que Jesús se lo había anunciado varias veces (Jn 10,17-18; 12,7.23-28; véase también Mc 8,31; 9,31; 10,33-34), no creían que Jesús pudiera resucitar. Por eso, aunque ya era de día, María Magdalena (que simboliza a la comunidad de Jesús) estaba aún en tinieblas. Porque, muy a su pesar, estaba convencida de que la tiniebla había vencido definitivamente a la luz, de que la muerte había prevalecido sobre la vida, y de que el poder había vencido al amor. Ella- Magdalena, la comunidad- estaba triste; pero seguro que había muchos que todavía estaban celebrando la que creían que era su victoria. Todos se equivocaron. No había lugar para la tristeza de María Magdalena ni para la alegría de los que celebraban la muerte de Jesús.
    Su misión estaba respaldada por el mismo Dios; y lo habrían descubierto, si hubieran tenido ojos para verlo, en la inmensidad del amor que se manifestó en la cruz. Por eso, a pesar de que María Magdalena estaba resignada u obstinadamente todavía en tinieblas, aquel día amaneció.

El nuevo día

    El nuevo día amaneció y, con él, nació un hombre nuevo. El fragmento del evangelio que se lee en la eucaristía de este domingo, está lleno de alusiones a la creación: con la resurrección de Jesús, Dios, el Padre, ha llevado a término su obra creadora; el mundo viejo queda atrás y, desde ahora es posible una nueva vida para el hombre, un nuevo modelo de persona, de ser humano, gracias al Espíritu que Jesús había entregado (Jn 19,30) poco antes.
    El proyecto que Dios había presentado a la humanidad por medio de Jesús no se iba a ver interrumpido por la oposición del gobernador cínico y asustado de una lejana provincia del Imperio Romano y de unos jerarcas religiosos, corruptos, traidores a su fe y con delirios de grandeza. Al contrario: su crimen iba a producir el efecto contrario al que ellos deseaban. Su mundo, el de ellos, y no el de Jesús, empezaba a desaparecer con la nueva era que comenzaba aquel primer día de la semana.    Aquel domingo (pronto empezaría a llamarse así, «día del Señor») comenzaba de nuevo la cuenta de los días del hombre, del hombre nuevo y la nueva humanidad nacidos del costado abierto del Nazareno; se abría una nueva posibilidad, un modo nuevo de ser hombre: el realizado por Jesús de Nazaret, el que se completó y se consumó en su entrega.
    Era el principio de la primavera. Y en aquel huerto/jardín (que recuerda el jardín del Edén, en donde sitúa el libro del Génesis la primera pareja humana: Gn 2,8ss) en el que estaba el sepulcro de Jesús se estaba manifestando la victoria de la vida sobre el poder homicida.

Vio y creyó

    María, al llegar sepulcro, no encontró allí al Señor y corrió, asustada, a avisar a los discípulos. El sepulcro estaba vacío y los lienzos con los que habían atado a Jesús después de su muerte estaban allí como testigos silenciosos de su libertad, prueba del triunfo del amor y de la vida.
    Ante el anuncio de María, reaccionan dos discípulos: Pedro, el que había negado a Jesús porque en el fondo creía que la muerte es más fuerte que el amor (Jn 18,16.25-27), y el que siguió a Jesús hasta la sala del juicio y lo acompañó hasta la misma cruz (Jn 18,15; 19,26), dispuesto a dar la vida, por amor, con él.
    Pedro todavía no se creía que el amor es más fuerte que la muerte, no aceptaba que para construir un mundo nuevo hay que romper con los valores del antiguo. Seguía sin querer abandonar del todo las creencias que compartía con los que habían llevado a Jesús hasta la muerte. Hacía muy poco que, al verse en la necesidad de dar testimonio de Jesús, sintió miedo y negó ser uno de sus discípulos  y, cuando Jesús fue crucificado, se mantuvo bien alejado de la cruz. Pedro no había hecho «limpieza de la levadura del pasado para ser una masa nueva» y aún tenía que decidirse a asumir la tarea de ser pastor al estilo de Jesús, dispuesto a dar la vida por las ovejas. En ese momento aceptaría que el triunfo está en la vida y no en la muerte, en el amor y no en el poder (Jn 21,15-19).
    El otro discípulo, el que había seguido a Jesús hasta el último momento, el único que estuvo presente al pie de la cruz mientras Jesús estuvo colgado en ella, junto a la madre de Jesús y a otras mujeres, representa a todos los que están dispuestos a seguir hasta el final a Jesús. Allí, ante Jesús crucificado, fue testigo de que la vida cuando se entrega por amor, es fuente de más y más vida. Por eso sólo él supo interpretar los signos que tenían ante sí. Por eso al llegar al sepulcro «vio y creyó». Él su supo ver la nueva luz que alumbraba aquella aurora, para él sí que se disiparon las tinieblas de aquella terrible noche.
    Desde esta nueva perspectiva seguro que comprendió íntegramente todo lo que había sucedido en los últimos días; y seguro que leyó con otra luz el cartel que Pilato mandó colocar sobre la cabeza de Jesús. Y sin duda que comprendió de qué manera se había cumplido en toda su integridad la profecía de Zacarías: aquel rey justo, pacífico y humilde, era también un rey victorioso.

Y Dios lo resucito

    Y Dios le dio la victoria. Dios lo resucitó. Dios estaba con él.
    Muchas veces, a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía, se ha querido presentar a Dios como el que justificaba los abusos homicidas del poder: en nombre de Dios condenaron a Jesús de Nazaret y en nombre de Dios se sigue condenando a los verdaderos luchadores por la liberación de los pueblos. Pues a pesar de que los tiranos invoquen a Dios, y a pesar de que existan profesionales de la religión que dan la razón a los tiranos, la resurrección de Jesús nos muestra de parte de quién está Dios.
    Y, además, la resurrección de Jesús demuestra que el amor es el único camino que conduce a la salvación de este mundo, que la entrega, día a día, (no siempre será necesaria la máxima prueba de amor, dar de una vez la vida por aquellos a quienes se quiere) de la propia vida por amor es el único instrumento verdaderamente eficaz para construir un mundo en el que todos puedan vivir felices. Y que Dios, el Padre de Jesús, está comprometido en ese proyecto.
    La resurrección de Jesús es la puerta más ancha abierta a la esperanza para  la humanidad. A pesar de que parezca que los acontecimientos de cada día lo desmienten (los hombres seguimos haciendo de la muerte instrumento para organizar la convivencia: guerra -¡humanitaria!-, violencia, represión de las libertades, violación de los derechos humanos, injusta distribución de la riqueza, políticas migratorias homicidas...), a pesar de que toda esa violencia se apoya muchas veces en motivos -o pretextos- religiosos, a pesar de todo ello la resurrección de Jesús nos revela que sólo hay un arma verdaderamente eficaz para armonizar las relaciones humanas: el amor, el don de sí mismo, la solidaridad; cimentado todo ello en la justicia.
    Eso fue lo que predicó Jesús.
    Y por eso lo mataron.
    Pero Dios estaba con él. Y Dios lo resucitó. Y Dios le dio la victoria. Y al devolverle la vida, le dio la razón.

Nosotros somos testigos

    La muerte de Jesús, decíamos, en cuanto hecho histórico, pertenece ya al pasado. Pero la muerte no ha sido todavía vencida del todo pues la injusticia, instalada en nuestro mundo, sigue siendo causa de la muerte de millones de víctimas inocentes: de todos los muertos como consecuencia del hambre y la miseria que coexisten con un mundo escandalosamente opulento; de todos los muertos, ahogados al cruzar el Mediterráneo o el cauce del Río Grande; y, especialmente, de todos los que han muerto asesinados como consecuencia de su compromiso con la justicia y la libertad. Pues bien, nosotros, los cristianos somos testigos de que el amor seguirá venciendo y de que Jesús seguirá resucitando en aquellas comunidades y en aquellos colectivos en los que se imponga la justicia sobre la injusticia, la igualdad sobre los privilegios, el servicio sobre la opresión, el amor sobre el poder, la vida sobre la violencia homicida.
    Los primeros cristianos pronto tomaron conciencia de que esa era una de sus tareas más importantes: dar testimonio ante el mundo de que Dios está del lado de la vida: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo tanto en el país judío como en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. A éste, Dios lo resucitó al tercer día....».
    Es cierto que dar ese testimonio será, a su vez, causa de conflictos, de persecución y muerte: el próximo día 24 se cumplirán 22 años desde que Monseñor Gerardi, arzobispo de Guatemala, presentó el documento que había estado elaborando sobre la represión durante la dictadura titulado Recuperación de la Memoria Histórica; dos días después, el 26 de abril de 1998 fue brutalmente asesinado. Hace menos de un mes el 24 de marzo) se cumplía el 40º aniversario del martirio -y de la resurrección- de Óscar A. Romero; y cada día podríamos evocar  decenas de aniversarios de hombres y mujeres que dieron su vida luchando por la justicia en nombre de su fe en Jesús o, lo que es lo mismo -aunque algunos no lo sepan y otros se empeñen en decir lo contrario- de su fe en el hombre. Pero esas muertes -que nuestra fe nos dice que no serán definitivas pues unidas a la muerte de Jesús están también indisolublemente unidas a su resurrección- actuarán como levadura que, tal vez sin que se aprecie de manera inmediata, irán abriendo paso al triunfo de la vida en este mundo.

Sin triunfalismos

    El testimonio de tantos mártires, sin embargo, no nos debe llevar a un triunfalismo fácil que nos oculte lo que todavía nos falta. Porque en la comunidad cristiana de hoy, aunque ya estemos viviendo en pleno día, no han desaparecido totalmente las tinieblas. Es significativo que ante la terrible violencia que los países ricos ejercen contra los países pobres los cristianos no seamos capaces de dar un testimonio concorde. Por ejemplo, ante el tráfico de armas que enriquece aún más a los países ricos a medida que esquilma aún más a los pobres -¿nadie va a decir con claridad la relación que existe entre el hambre y la miseria del África subsahariana y las guerras provocadas y alimentadas por los países que primero los colonizaron y exprimieron y ahora siguen expoliándolos vendiéndoles armamento? ¿Y nadie dirá nada ante la injusta organización mundial del comercio, que favorece a las empresas multinacionales tan descaradamente que hasta los mismos responsables de dicho desorden tratan de esconder la verdad del mismo apelando a la libertad (del dinero, por supuesto), a las leyes del mercado (nuevo dios de la [pos]modernidad) o a cualquier otra excusa para no decir lo que es verdad: que estamos volviendo -si es que en algún momento no estuvo vigente- a la ley de la selva, a la ley del más fuerte, a la ley, en definitiva, del más violento?
    Ante toda esta realidad, ¿cuál es nuestro testimonio? ¿Cuál es nuestra fe en la fuerza del amor y de la vida? A veces nos mostramos tan prudentes que más bien parece que estamos intentando nadar y guardar la ropa, tratando de que no nos confundan con los rojos o con los verdes, con los revolucionarios -a quienes se trata de presentar como violentos-  o con los pacifistas -a quienes se presenta interesadamente como ingenuos- que no profesan explícitamente nuestra fe. Sin embargo, con mucha menos prudencia, no nos importa que nos confundan con los que son causa directa de estas injusticias o con quienes les ofrecen legitimación porque, aunque sin duda gobiernan el mundo en favor del dinero, su verdadero dios, no tienen empacho en hacerlo invocando hipócritamente el nombre del Dios y Padre que dio la victoria a Jesús sobre la muerte. ¿No será que aún queda en nosotros levadura vieja, que aún nos quedan restos -o algo más- de los valores de este mundo? ¿O que no hemos comprendido quizá del todo lo que significa ser testigos de la resurrección?

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