Sagrada Familia
Ciclo A

29 de diciembre de 2019
 

Germen de una familia universal

     No hay en el evangelio una enseñanza específica sobre la familia. Sólo el hecho de que Jesús quiso nacer en una familia pequeña, pobre y sencilla y que ella fue la que, defendiendo a Jesús cuando era niño, hizo posible que, ya adulto, pusiera en marcha el proyecto de una familia más grande en la que tuviera cabida toda la humanidad.

 



Por encima de todo, el amor


     Pablo aconseja a los cristianos de Colosas que se comporten de un modo adecuado a la nueva vida que han emprendido como consecuencia de la fe en Jesús resucitado. Por un lado, el apóstol les dice que esa nueva vida no está sometida a reglas o a leyes y rechaza ciertas prácticas que dan apariencia de santidad, pero que no sirven de nada: «Eso [las consabidas prescripciones y enseñanzas humanas] tiene fama de sabiduría por sus voluntarias devociones, humildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno, sirve para cebar el amor propio» (Col 2,23). El cristiano es un hombre libre, que no está sometido a leyes; pero, añade después Pablo, eso no quiere decir que cualquier modo de comportarse sea coherente con el compromiso cristiano; no son aceptables para la fe cristiana actitudes y acciones que suponen una falta de respeto a los demás e, incluso, a la propia dignidad; no son compatibles con la fe cristiana las actitudes o las acciones que quiebran la armonía de la convivencia y hacen imposible la fraternidad.
     Porque, y éste es un elemento absolutamente nuevo y característico de la fe cristiana, nada hay que se pueda atribuir a la naturaleza -¡y menos a Dios!- que pueda suponer un obstáculo para el entendimiento entre los hombres, para que todos puedan llegar a ser hermanos: «aquí no hay más griego ni judío, circunciso ni incircunciso, extranjero, bárbaro, esclavo ni libre» (Col 3,11): ni la raza, ni la religión, ni el origen social, ni la diversidad sexual (Gal 3,28); nada.
     A continuación (Col 3,12ss, comienzo de la segunda lectura) indica cuales deben ser los cimientos sobre los que se edifique una nueva comunidad humana: «vestíos de ternura entrañable, de agrado, humildad, sencillez, tolerancia; conllevaos mutuamente y perdonaos cuando uno tenga queja contra otro; el Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo». Esta lista de actitudes no tiene nada de original; otros personajes de la época aconsejaban actitudes semejantes (salvo el perdón, quizá). Lo que le da un sentido totalmente nuevo y propiamente cristiano es lo que sigue: todo debe quedar ordenado, “en su sitio” por medio del amor que llena de contenido lo que sin él podría quedar reducido a unas normas de buena educación más o menos sincera, más o menos hipócrita: «y por encima, ceñíos el amor mutuo, que es el cinturón perfecto»
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Herodes y sus sucesores
     Un mundo en el que el amor dé sentido a todo, desde las relaciones familiares a las internacionales, representa el objetivo al que tiende, en este mundo, el mensaje de Jesús. Pero ese proyecto no parece que sea compartido con quienes poseen poder, riquezas o privilegios. Y no se los van a dejar arrebatar fácilmente. La historia de la salvación (que no es sino la historia de la humanidad leída e interpretada desde la perspectiva de la fe) así lo demuestra.
     Así nos lo explica Mateo con el relato de la huida a Egipto de José, María y Jesús, para escapar a las malas intenciones de Herodes.
     Parece como si no hubieran pasado dos mil años. Herodes murió, pero su estilo sigue presente. No, Herodes no es una simple anécdota de la historia (un rey cruel que mandó matar en una ocasión a los niños menores de dos años, los “Santos Inocentes” para eliminar a otro inocente que él percibía como amenaza para su poder); Herodes es la personificación de la crueldad del poder, que siempre se ensaña en los inocentes, aunque éstos hayan llegado a la mayoría de edad.
     Sí, es tristemente aleccionador el paralelismo que se puede apreciar entre Herodes y muchos otros personajes de la historia, desde Herodes hijo, que siguió amenazando a Jesús, hasta... Veamos:
     - Llevaba un título que, de hecho, no ejercía; se llamaba rey, pero quien mandaba de veras era el emperador de Roma.
     - Poco poder tenía, pero ese poco lo utilizaba en contra de los intereses y de la voluntad del pueblo; de su acción de gobierno sólo salían beneficiados él y los cuatro que estaban a su alrededor.
     - Con esta premisa, es fácil deducir que la base de su poder no era otra que la violencia ejercida con la máxima crueldad.
     - Eso sí: era un eminente defensor de la religión y de las tradiciones; una de sus grandes obras fue la reconstrucción del templo de Jerusalén, que llevaba varios siglos destruido. Y seguro que muchas veces, sobre todo en ceremonias públicas, agradeció y atribuyó a Dios el poder que poseía.
     - Probablemente era un apasionado defensor de la familia en cuanto institución tradicional; pero no le importaba desterrar o diezmar a las familias si eso daba mayor firmeza a su trono.
     No será difícil encontrar en nuestro mundo, en nuestro entorno más o menos cercano en el espacio y en el tiempo, algún sujeto que posea todas o muchas de estas “cualidades”.



Soluciones «eficaces»

     Como cualquier tirano, Herodes tenía miedo a perder el poder. Por eso se asustó cuando llegaron unos extranjeros preguntando por el Rey de los judíos que acababa de nacer (Mt 2,1-3), ¡sin que él hubiera tenido noticias de ello! Y en un alarde de sagacidad política decidió que la mejor manera de acabar con el problema era eliminar los nacidos en los dos últimos años: «Entonces Herodes, viéndose burlado por los magos, montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo en Belén y sus alrededores... » A todos; así no habría fallo.
     La historia se repetía: muchos siglos antes, José, hijo de Jacob, había llevado a toda su familia a Egipto huyendo del hambre (Gn 47,1-12). Aquella familia pronto se convirtió en un grupo tan numeroso que el faraón se asustó (Ex 1,8-10). Y la solución al problema fue, ya entonces, matar a todos los recién nacidos, sin darles tiempo para crecer (Ex 1,15-22). Así no serían nunca un peligro para el poder.
     La crueldad de Herodes es, según el relato evangélico, la causa que convierte a Jesús y a toda su familia en exiliados, fugitivos en tierra extraña.
     Jesús, con su familia, repite el mismo camino que los Israelitas en tiempo de Moisés, pero al revés: huye de la tierra de Israel para salvar la vida en Egipto; pero no se quedará allí: volverá para iniciar un nuevo y definitivo éxodo, un nuevo camino hacia la libertad a la cabeza de todos los que quieran seguirlo.


Una familia universal

     La familia de Nazaret, la que en la fiesta de hoy se presenta como ejemplo de familia cristiana, se forjó en medio de estas persecuciones y, al defender a Jesús, se convirtió en defensora de su proyecto: un mundo de hombres libres y hermanos, una humanidad que sea una gran familia.
     Anuncio y propuesta de ese proceso de liberación universal es el camino que tiene que realizar la Sagrada Familia, aquella humilde familia formada por José, un trabajador, María, su mujer, una sencilla muchacha de Nazaret, y Jesús, exiliado político recién nacido y perseguido por el poder hasta la muerte.
     Al aceptar cada uno de sus miembros la misión que el Señor les había encomendado, aquella familia se convirtió en semilla de esa otra familia que propondría Jesús: la de los que ponen por obra el designio del Padre del cielo (Mt 12,49-50); la de los que empujan a este mundo hacia su liberación; la de los que luchan sin tregua para que la humanidad entera sea una familia y este mundo llegue a ser definitivamente un mundo de hermanos en el que el amor sea el cinturón que todo lo mantiene en su sitio.
     Sin embargo cada día aparecen más grupos que se proclaman defensores de la familia y, al tiempo que confiesan su mentalidad y cultura cristianas, se niegan a aceptar la posibilidad de una familia universal y cierran la puerta a quienes, como Jesús, María y José, tienen que huir de la muerte que les amenaza por la tiranía de sus gobiernos o por la opresión del hambre que causa la injusticia.
     En este contexto hostil, este debe ser el testimonio de las auténticas familias cristianas: ser ámbito de libertad en sí mismas y, al mismo tiempo, constituirse en sujeto unitario de acción en favor de la liberación de todos los hombres y todos los pueblos oprimidos, siempre en defensa de todos los inocentes, de todos los perseguidos por cualquier tiranía. Esta, y no otras, es la peculiaridad que constituye a una familia en “familia cristiana”. Cuando las familias vivan de esta manera, asumiendo los riesgos que esto les traiga, podrán llamarse de verdad «cristianas». Entonces estará más cercano el día en que la libertad se instale definitivamente en nuestro mundo.



 

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