Domingo 12º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

21 de junio de 2020
 

Perder el miedo, alzar la voz.

      Las persecuciones no terminaron con el Imperio Romano. Esas, lejanas en el tiempo, nos las ponen en el cine para que olvidemos las presentes. Anunciar en público que Dios es Padre y que todos podemos ser sus hijos sigue provocando reacciones violentas de quienes quieren ser padres o amos, pero nunca hermanos. La lucha por la justicia, el trabajo por el Reino de Dios, siempre encontrarán oposición y algunos serán perseguidos, torturados, marginados, eliminados... Seamos cautos, pero no nos callemos; seamos prudentes, pero no nos acobardemos. Y siempre confiemos en el único Señor, en el Padre único que a todos nos quiere hermanos.

 

 

Cerco de Terror

    El que cuenta la primera lectura de hoy no fue el primer conflicto en que se vio implicado Jeremías: su denuncia de la injusticia, el poner ante los ojos de todos un comportamiento que suponía la traición de la Alianza, el no callarse jamás cuando creía que una situación debía someterse al juicio de la palabra de Dios lo había llevado a un sin fin de conflictos que, en ciertos momentos, le resultaban una pesada carga: «¡Ay de mí, madre mía, que me engendraste hombre de pleitos y contiendas para todo el país! Ni he prestado ni me han prestado, y todos me maldicen» (15,10).
    Ahora el conflicto es con la jerarquía religiosa. "Cerco de pavor" es el nombre que Jeremías da al sacerdote jefe de la policía del templo que lo había mandado azotar y lo había sometido a tortura: «Pasjur hizo azotar a Jeremías el profeta y lo metió en el cepo... A la mañana siguiente, cuando Pasjur sacó a Jeremías del cepo, Jeremías le dijo: El Señor ya no te llama Pasjur, sino Cerco de Pavor».
    El castigo que Pasjur aplica a Jeremías está perfectamente justificado si lo miramos desde la perspectiva del sacerdote-policía: desde el comienzo de su misión no ha dejado de denunciar la idolatría y la injusticia que, en el colmo del disparate, se pretendían hacer compatibles con el culto al Dios de la Liberación (ver por ejemplo, 5,21-28; 6,6-7.13-15; 7,1-15).
    Ahora son sus propios amigos los que lo acosan, legitimados por la actuación de la jerarquía religiosa, cuyo proceder continúan. Al fin y al cabo, nada se inventa en la historia: los profetas siempre fueron legalmente perseguidos.
    La vida de Jeremías es un conflicto permanente: primero con quienes son objeto de su denuncia; y, a veces, consigo mismo, cuando estalla en su interior una batalla en la que luchan su deseo de tranquilidad y su fidelidad a la misión que Dios le encomendó (20,7-9), su deseo de paz y su rebeldía contra los que engañan al pueblo diciendo: Paz, paz; ¡y no hay paz! (6,15).
    Jeremías sentía la palabra de Dios como una pasión irrefrenable, como un fuego interior que pugnaba por salir fuera y manifestarse; se sentía enamorado, seducido por ella, aunque sabía por experiencia que era causa de penalidades constantes. Pero su apasionado amor por la Palabra de Dios era mayor que sus resistencias y, aunque él jamás suaviza la descripción de los sufrimientos que padece y la lucha interior que mantiene, su esperanza en un Dios que está del lado de los más pequeños, alivia su dolor y da firmeza a su compromiso: «Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de la mano de los impíos».

 

La ultima bienaventuranza

     «Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad, porque ésos tienen a Dios por Rey»


    La persecución -el conficto- será también una constante en la tarea de anunciar la Buena Noticia de Jesús. Cierto que, en su programa, la promesa fundamental para todos aquellos que se decidan a poner en práctica su mensaje es la dicha, la felicidad. Pero Jesús no oculta nunca que esa felicidad no significa ausencia de problemas. En medio de una sociedad claramente egoísta, organizada en beneficio de los menos y a costa de los más, el simple intento de proclamar -y no digamos ya de realizar- las propuestas del mensaje de Jesús, la sola pretensión de vivir como hermanos provocará la oposición de los que disfrutan de privilegios y acarreará todo tipo de acusaciones, de amenazas, de conflictos, de persecuciones a quienes tengan esa osadía, ese atrevimiento. En palabras de San Pablo, se trataría de sustituir una humanidad solidaria con el pecado, por una humanidad nueva en comunión con el proyecto de Jesús. Y son muchos, y sobre todo muy poderosos, los que están sólidamente comprometidos con la injusticia.
    Jesús ha avisado: «Mirad que yo os mando como ovejas entre lobos...» (Mt 10,6). No esconde las consecuencias que puede tener el adherirse a su proyecto, ni oculta la incomodidad de estos conflictos. Sabe y dice a sus discípulos que los envía para que se metan en medio de quienes -los lobos- pueden llegar a arrebatarles la vida y que ellos no podrán responderles de la misma manera; y les avisa de que recibirán ataques de todos los lados: de los tribunales civiles y religiosos, de reyes y gobernadores: «Os llevarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os conducirán ante gobernadores y reyes por mi causa» (10, 17-18). Son las instituciones que manejan el poder de este mundo las que se van a oponer a que este mundo cambie, a que este mundo se arregle. Incluso la familia, cuando en ella se instale la ideología del poder: «Un hermano entregará a su hermano a la muerte y un padre a su hijo; los hijos denunciarán a sus padres y los harán morir. Todos os odiarán por causa mía...» (10,21-22). No. No faltarán los conflictos, como no le faltaron al mismo Jesús.

 

Perder el miedo

    Pero en medio de esas persecuciones Jesús no va a dejar solos a los suyos. Ni tampoco el Padre, que estará ejerciendo su función de buen rey para con ellos y, en medio de esos conflictos, mantendrá su promesa de felicidad para los que hayan tomado la decisión de seguir a Jesús. Porque si para Dios son importantes todas las criaturas del mundo, hasta los pájaros más pequeños (Mt 6,26), ¡cuánto más lo serán los que intentan vivir como hijos suyos, explicando a los demás cómo es el Padre y cómo los que quieran ser sus hijos pueden vivir como hermanos!
    Y estando defendidos por el Padre, por el autor y dueño de la vida, ¿qué miedo van a dar los señores de la muerte? Además, aquel que dé la cara por Jesús y se juegue la vida por difundir su mensaje puede estar seguro de que Jesús dará la cara por él cuando lo necesite.
    Hay que perder el miedo. No porque seamos más valientes que nadie, sino porque sabemos el valor del proyecto que defendemos y, además, porque sabemos con qué aliados contamos. Como Jeremías, a quien Dios le hizo ya esta recomendación: «Pero tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no yo te meteré miedo de ellos. Mira: Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país; frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y los terratenientes; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte -oráculo del Señor-» (Jer 1,17-19).

 

Pero no la voz

    Nunca recomienda Jesús a los suyos que vayan a buscar el choque: «Sed cautos como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16b). El conflicto no es bueno, no hace feliz a nadie y siempre que se pueda habrá que evitarlo. Pero sin abandonar la tarea que tenemos encomendada: el peligro de provocar un conflicto nunca podrá ser una excusa para justificar la dejación de nuestra responsabilidad como cristianos.
    Porque el peligro en el que podríamos caer entonces, sería el de quedarnos mudos, el de perder la voz: callarnos todo lo que tenemos que decir para no molestar o, lo que sería mucho peor, limar las asperezas del mensaje de Jesús para que no incomode a nadie, para tener contentos a todos. Eso sería ocultar y mantener en secreto lo que debe ser proclamado desde las azoteas, a la luz del día: «Conque no les cojáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no deba descubrirse ni nada escondido que no deba saberse; lo que os digo en la noche, decídlo en pleno día, y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde la azotea».

 

Ni la confianza

    No tener miedo significa, hablando en positivo, mantener sin fisuras nuestra adhesión al proyecto de transformar el mundo en un mundo de hermanos y tener nuestra confianza, como Jeremías la tenía, como Jesús la tenía, firmemente asentada en el Dios que ahora sabemos que se llama y es Padre nuestro: «¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo caerá al suelo sin que lo sepa vuestro Padre. Pues, de vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados. Conque no tengáis miedo que vosotros valéis más que todos los gorriones juntos». Fiarse de Él; saber que estamos en sus manos y que caeremos sólo si nuestra caída sirve para algo. Y eso ya no es caer.

    Resumiendo: el compromiso cristiano supone determinados riesgos: decir a los ricos que Dios no está de su parte, a los poderosos que su poder ni viene de Dios ni les pertenece a ellos, a los jerarcas religiosos que «sólo a Dios el honor y la gloria», y que su función sólo tiene sentido si es de hecho un servicio a los pobres, los preferidos de Dios, y que no les da derecho a ningún tipo de privilegios...; decir que todos los hombres somos iguales y que Dios quiere que eso sea una realidad de hecho...; decir que la única riqueza justa es aquella que se reparte y se comparte...; decir que Dios no está con los que hacen, preparan o negocian con la guerra, sino con los que trabajan por la paz...; decir todo eso puede traernos conflictos, incomodidades, persecuciones. Vendrán. No hay que buscarlos, no hay que ser arrogantes. Pero tampoco, para evitarlos, callarse por miedo.

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