Ascensión de Jesús
Ciclo B

16 de mayo 2021
 

Dios humanizado, humanidad divinizada

    Dios quiso ser hombre; y lo fue en Jesús de Nazaret. Ese hecho no se quedó en una mera anécdota, en un episodio pasajero. Dios no ha abandonado jamás esa humanidad que asumió. Y esa fusión de la divinidad con la humanidad se convirtió en algo irreversible y definitivo: Dios permanece humanizado; el Hombre está definitivamente divinizado.
    La ascensión de Jesús significa, además, que, porque Jesús fue fiel a su compromiso con la tierra, el Padre lo recibió en su casa y lo sentó a su lado en el cielo. Su presencia junto al Padre nos proporciona una firme seguridad pues sabemos que Jesús está ocupado en prepararnos un lugar junto a él; pero, precisamente por eso, a nosotros nos toca preocuparnos de que todos los hombres tengan un lugar digno para vivir ya aquí, en la Tierra. Todo esto celebramos hoy.

 



Humanidad junto a Dios


    Según cuentan los Hechos de los Apóstoles, después de su resurrección, Jesús hizo sentir su presencia y su vida en medio de los suyos de una manera muy especial durante cuarenta días (se trata de un periodo simbólico, como los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto -Lc 4,1-13-, que representaban el tiempo de la actividad de Jesús en conflicto con los poderes y valores contrarios al plan de Dios; del mismo modo hay que entender que aquí se trata del periodo correspondiente a la actividad de los discípulos, -actividad que se desarrollará en conflicto con esos mismos poderes y valores- y durante el cual contarán con la presencia de Jesús). Siguiendo el hilo del relato, Jesús, en esos cuarenta días, les habló del reino de Dios, les anunció que recibirían el Espíritu Santo y les hizo un encargo: que, apoyados en su fuerza, rompieran el estrecho marco de su nacionalismo excluyente y fueran por el mundo entero a compartir con todos los hombres la experiencia que hasta ahora sólo ellos habían disfrutado: «Recibiréis fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y así seréis testigos míos en Jerusalén, y también en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra». «Dicho esto, -continúa el libro de los Hechos- lo vieron subir, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos». Los apóstoles se quedaron pasmados hasta que unos mensajeros del cielo les hicieron volverse de nuevo a la realidad de la Tierra: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?».

    La fiesta que hoy celebramos es, aunque muchas veces parece lo contrario, la fiesta de la exaltación de la vida humana.
    Sea cual sea la interpretación que demos al relato de la ascensión, en su significado debemos incluir al menos una cosa: Dios ya no abandona la humanidad. Una vez que el Hijo de Dios llevó a cabo cumplidamente su misión, después de hacerse presente entre los hombres en la carne de Jesús de Nazaret, después de haber realizado como hombre su misión liberadora y después de, como hermano, habernos enseñado a ser hermanos y a vivir como tales..., habría sido lógico esperar que volviera a su casa, a la casa de su Padre, dejando abandonada en este mundo la debilidad de la carne humana. Pero, por lo que nos dice la primera lectura, no fue así. Lucas, al final de su evangelio (que junto con el libro de los Hechos de los Apóstoles puede considerarse una única obra en dos volúmenes), tiene interés en que quede claro que aquel que se aparece a los discípulos no es una alucinación, no es un fantasma: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo en persona. Palpadme y mirad; un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo» (Lc 24,39). A ese hombre de carne y hueso es al que «vieron subir, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos».
    Dios, por tanto, ya no va a dejar nunca de ser humano, Dios no va a dejar abandonada su humanidad. Y el hombre no dejará ya de ser divino: el Hombre ocupa ya un lugar en la esfera de la divinidad porque quien está sentado junto al trono del Padre Dios es un verdadero hombre.

 

Volver los ojos a la tierra

    Y, además,   Jesús no se ha marchado al cielo para quedarse allí. Jesús no abandona su humanidad -sigue siendo hombre- y tampoco abandona a la humanidad, porque sigue siendo solidario con ella. Con su ascensión señala cuál es el destino último de la humanidad y se constituye en la garantía de que la humanidad llegará a su meta; o, mejor, la seguridad de que, con él, ya ha empezado a lograrse esa meta. Esta es la buena noticia que es necesario que escuche el universo entero: el Hombre ya está salvado, la humanidad ha empezado ya a gozar de la salvación plena y definitiva. Pero, ¡atención! Para que se logre plenamente lo que ya ha empezado es necesario recorrer completamente un largo y -lo será en muchas ocasiones- duro trayecto, del que aquella porción de la humanidad que ya ha conocido a Jesús no debe olvidarse.
    La ascensión de Jesús, su presencia junto al Padre es, ciertamente, la ratificación de su victoria y anticipa la victoria de toda la humanidad: Jesús de Nazaret es el primer hombre que vence las limitaciones de la naturaleza humana, el primer hombre que entra, para quedarse, en el ámbito de la divinidad; y en él, desde ese momento, las posibilidades del hombre han dejado de ser limitadas. Ese es el destino definitivo del hombre, sin duda, pero, porque ya lo tenemos totalmente claro y estamos plenamente seguros de ello, porque sabemos que ese futuro está en manos de quien no nos va a fallar, no es necesario que estemos pendientes de él, no podemos quedarnos, pasmados, con los ojos fijos en el cielo. Hay que agachar la cabeza y volver los ojos a la Tierra, donde tanto queda por hacer.

 

Anunciar la vida entre la muerte

    Porque creemos en la vida de Jesús, tenemos que luchar con la muerte y con sus causas, desenmascarando a sus defensores pues, porque creemos que ha triunfado y está junto al Padre, sabemos que su victoria anticipa el triunfo definitivo sobre todos los enemigos del Hombre; triunfo que, lo sabemos, debe ir lográndose ya, desde ahora. Pues el Padre, «resucitándolo y sentándolo a su derecha» ha colocado a Jesús «por encima de toda soberanía y autoridad y poder y dominio y de todo título reconocido no sólo en esta edad sino también en la futura» (Ef 1,20-21). Los que hasta ahora han gobernado y siguen gobernando el mundo en contra de la dignidad y los derechos humanos han de quedar ya al descubierto para que, sin más pérdida de tiempo, los seres humanos puedan gozar -ya, desde ahora- de la victoria sobre la muerte, sobre el odio y la violencia y sobre el injusto poder del dinero, de ese triunfo que representan la resurrección y la ascensión de Jesús.

 

Id por el mundo entero

    La meta de la humanidad es ser, como Dios y con Dios, una comunidad de amor. Pero esa meta será el final de un largo camino que Jesús recorrió el primero de todos. Y, aunque lo hagamos juntos, cogidos de la mano, apoyándonos unos en otros si es necesario, cada uno debe completarlo por sí mismo, sin que pueda ser sustituido por nadie: «El que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer, se condenará».
    Creer consiste fundamentalmente en dar su adhesión al proyecto de humanidad de Jesús, adhesión que supone empezar a beneficiarse de los que ese proyecto contiene: una humanidad que camina hacia su plenitud y deberá desembocar en una fraternidad universal en cuyos miembros late la vida de un Padre común; negarse a dar su adhesión a ese proyecto y a participar en su realización es ya una condena puesto que implica la renuncia a alcanzar la plenitud humana y a gozar de del amor de los hermanos y de la vida del Padre.
    Invitar a ese compromiso personal es contenido esencial de la tarea que Jesús encomienda a sus seguidores.
    Se trata de anunciar “la buena noticia”: la misión de Jesús no fue la de resolver milagrosamente nada, sino a enseñarnos cómo podíamos nosotros solucionar los muchos problemas que nosotros habíamos ido acumulando: incapacidad para entendernos, injusticia, opresión, violencia, guerras, muerte... Todos esos problemas tenían solución. En nuestras manos estaba el buscar esas soluciones. Para realizar esa tarea, recursos no nos faltarán, pues contaremos siempre con su presencia y con la fuerza y la presencia de la vida, del Espíritu de Dios. Esa era y esa es la buena noticia.
    Los que habían tenido la suerte de conocer a Jesús, de recorrer con él los caminos de Palestina, no podían guardarse para ellos su experiencia. Lo que ellos sabían, lo que ellos habían experimentado, no era sólo para su provecho personal. Su amistad con Jesús no era un patrimonio que pudiera disfrutarse de modo exclusivo. Jesús los había elegido «para que estuvieran con él y para mandarlos a predicar», y éste era el momento de emprender la tarea: «Id por el mundo entero proclamando la buena noticia a toda la humanidad». Es toda la humanidad su destinataria aunque, en primicia, la habían escuchado antes que nadie los discípulos. Pero no podían quedársela para ellos: perdería todo su sentido.

 

Liberación, amor y vida

    Tienen que dar testimonio de un hecho, de un acontecimiento, de una ambiciosa propuesta de futuro. Por eso no serán sólo palabras lo que ofrezcan a quienes atiendan a su testimonio. Su anuncio irá acompañado por unas señales que le darán credibilidad, que serán por sí mismas buena noticia.
    En primer lugar, su mensaje será un anuncio de liberación para todos, y quienes lo acepten se verán liberados del dominio de aquellas ideologías que proponen al hombre un modo de vida contrario a lo que Dios quiere; eso significa «echarán demonios en mi nombre». En segundo lugar «hablarán lenguas nuevas», podrán romper las barreras que impiden a los hombres comunicarse y relacionarse como hermanos, y así harán posible la paz, la fraternidad, el amor. Finalmente, porque vivirán con la vida de Dios, nada les causará un daño definitivo y su presencia constituirá siempre una victoria de la vida sobre la muerte: «Cogerán serpientes en la mano, y si beben algún veneno, no les hará daño; aplicarán las manos a los enfermos y quedarán sanos».
    No. No se trata de milagros. Esas señales, liberación, amor y vida, son las que deben identificar a los seguidores de Jesús, las que garantizan que el mensaje que alguien anuncia es el suyo. La prueba de que alguien habla en nombre de Jesús es, por tanto, ésta: su palabra debe salir de un corazón libre, comprometido con la libertad de los hombres y la liberación de los pueblos; su vida deberá mostrar que sólo el amor es importante y que sólo el amor -no el poder, ni el prestigio, ni el dinero- es la fuerza de la que se vale para anunciar el mensaje de Jesús; y su fe apasionada por la vida debe manifestarse, sobre todo, en la defensa de los que malviven por culpa de una organización social que convierte este mundo en un verdadero valle de lágrimas, compartiendo con ellos la propia vida en el esfuerzo por construir una existencia que, con verdad, pueda llamarse vida.

 

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