La Puerta del Redil

Domingo 4º de Pascua - Ciclo A

3 de mayo de 2020
 

Sigámoslo...abriendo puertas

   Son muchos los hombres y los pueblos que siguen sometidos a ladrones y bandidos. Y, cuando no es así, nunca dejan los ladrones y bandidos de estar al acecho; y nunca faltan fariseos que se ofrecen para prestar justificación ideológica a sus latrocinios y a sus crímenes. La ruptura con esos regímenes opresores, la denuncia de los actuales fariseos y, sobre todo, la presentación de Jesús y de su mensaje como puerta segura para la salvación, es decir, para una liberación integral, son exigencias fundamentales de nuestra fe a las que no podemos dar de lado. Esa es tarea nuestra desde que nos vinculamos por nuestro bautismo a Jesús; él va delante de nosotros, mostrándonos la salida hacia la libertad, como buen pastor.

 



Poneos a salvo


   «Poneos a salvo de esta generación depravada». Esto aconsejaba Pedro a sus oyentes al final del discurso que pronuncia el mismo día de Pentecostés, a continuación de la irrupción del Espíritu. En la predicación apostólica, el anuncio de la muerte y resurrección de Jesús iba frecuentemente acompañado de la denuncia de sus asesinos y de la advertencia de que todos participaban en la responsabilidad de esa muerte en la misma medida en que estaban comprometidos con el orden que lo mandó matar.
   Porque la muerte de Jesús, ya lo sabemos, no fue ni consecuencia de la voluntad de Dios, ni resultado de la mala voluntad de unas cuantas personas aisladas: a Jesús lo mató la injusticia que se hallaba instalada en las entrañas de la sociedad; y los que lo mandaron matar eran, en aquel contexto social, o bien los responsables directos de la injusticia o bien quienes gozaban de privilegios que sólo eran posibles gracias a la misma, privilegios a los que de ningún modo estaban dispuestos a renunciar.
   Por eso Pedro aconseja a sus oyentes que se salven de la injusticia que, alojada en la entraña misma de aquel modelo de sociedad, amenazaba con amargarles la existencia o convertirlos en tormento para la vida de sus semejantes. Ser o víctimas o cómplices de la injusticia: ese era el peligro del que había que escapar, esa es la perversión de la que hay que ponerse a salvo.
   Para obtener dicha salvación es condición imprescindible el vincularse a Jesús, es decir, el asumir como la razón de la propia vida la causa de la vida y de la muerte del hombre Jesús. Esa razón, esa causa consiste en hacer posible el proyecto de Dios que quiere ser Padre de todos los hombres. El anuncio de dicha propuesta es el primer compromiso de quienes se vinculan a Jesús; pero dicho anuncio ha de hacerse no sólo con la palabra, sino con la vida: cambiando el modo de vivir y de relacionarse con los demás tratándolos, en el ámbito de la comunidad cristiana, como hermanos. La vinculación a Jesús nos librará -nos desvinculará- de la injusticia y, además, nos dará el don del Espíritu, fuerza necesaria para poner en práctica el nuevo modo de vida: «Arrepentíos, bautizaos cada uno vinculándoos a Jesús Mesías para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo».

Ciegos que dicen ver

   Las palabras de Jesús que recoge el evangelio de hoy pertenecen a una discusión entre Jesús y los fariseos que sigue al relato del ciego de nacimiento (leído y comentado el domingo cuarto de Cuaresma) y que tratan precisamente de ese orden de injusticia que la humanidad padece, si no desde siempre, sí desde muy antiguo.
   La polémica se inicia con unas palabras de Jesús que expresan su condena de los que han excomulgado al ciego, esto es, de los fariseos: «Yo he venido a abrir un proceso contra el orden este; así los que no ven, verán, y los que ven quedaran ciegos» (9,39). Han decidido expulsar de aquella religión a un hombre que había sido ciego y que acababa de recobrar la vista por la acción de Jesús; a aquel hombre, por el único delito de reconocer lo que era verdad -que Jesús le había devuelto la vista-, le han cerrado la puerta de la sinagoga, pretendiendo con ello cerrarle la posibilidad de dirigirse y de relacionarse con Dios. Estaban convencidos de que nadie podía acercarse a Dios si no era por medio de ellos, sometiéndose a su ideología. Jesús, que no soporta que se convierta a los hombres en esclavos, y menos en nombre de Dios, su Padre, les echa en cara su actitud y los acusa de oponerse conscientemente al plan de Dios: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste» (9,41).

Pastores peligrosos

   En el Antiguo Testamento la palabra «Pastor» recuerda la época en la que los antepasados de Israel eran pastores nómadas y el patriarca de la familia o del clan era, al mismo tiempo, el pastor-jefe. Él debía asegurar a todos, al ganado y a las personas, un camino libre de peligros y un destino rico en agua y pastos: la misión de este pastor era, por tanto, salvaguardar la vida de los suyos y conducirlos a donde pudieran satisfacer plenamente sus necesidades. Cuando en Israel se instituyó la monarquía, se llamó pastor al rey y, posteriormente, a otros altos cargos de la administración y el gobierno y, en general, a los dirigentes del pueblo puesto que ellos eran quienes debían ocuparse del bienestar del pueblo, cuidando de él en nombre de Dios. Pero, a menudo, los pastores de Israel no fueron fieles a su misión y se aprovecharon de su poder para disfrutar de todo tipo de privilegios; los profetas denunciaron duramente este comportamiento (Ez 34; Jr 23,1-8) y anunciaron que el mismo Dios asumiría por sí mismo (Ez 34,15; Sal 22[23]) o mediante un enviado suyo (Ez 34,23) la tarea del pastor.
   En este contexto hay que situar la discusión que Jesús está manteniendo con los fariseos, que eran los ideólogos oficiales del sistema religioso judío. Su denuncia es extremadamente dura: los dirigentes de Israel son ladrones y bandidos que sólo se interesan por las ovejas para comérselas, para negociar con ellas, para explotarlas y exprimirlas: «Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos...»
   Han encerrado a ese pueblo en el recinto de una religión («recinto», la palabra que habitualmente se traduce como «redil», significa en realidad «atrio», nombre que se daba a los espacios reservados para el pueblo en el templo de Jerusalén) que, olvidándose de su origen, se ha convertido en la justificadora de un sistema explotador que deja al pueblo enfermo, ciego y desvalido, como ovejas sin pastor (Mt 6,34). Porque los pastores se han convertido en ladrones y bandidos, violentos explotadores que, en lugar de buscar el bien del pueblo, procuran su propio interés a costa del pueblo (explotándolo, sacrificándolo y destruyéndolo), y a costa de Dios (habían instalado al dinero en el lugar de Dios, puesto que habían convertido el templo en un negocio: Jn 2,16); y, al servicio de un dios falso, habían esclavizado de nuevo al pueblo que Dios liberó de la esclavitud. Y, en el colmo del cinismo, lo hacían invocando el nombre del verdadero Dios, del Dios liberador de Israel.

Un nuevo éxodo

   Esta situación resulta intolerable para Dios, quien encarga a su Hijo que le ponga remedio. Por eso, es misión de Jesús, según él mismo la describe en esta disputa con los fariseos, entrar dentro de ese sistema, pero no para quedarse, sino para invitar a todos a salir fuera de él, iniciando un nuevo éxodo, un nuevo proceso de liberación que tiene su punto de partida -¡quién lo hubiera dicho!- en el atrio del templo que habían convertido en la nueva tierra de esclavitud: «Quien entra por la puerta es pastor de las ovejas; a ése le abre el portero y las ovejas oyen su voz. A las ovejas propias las llama por su nombre y las va sacando; cuando ha echado fuera a todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz».
   Como antes fue Moisés, ahora Jesús se pone al frente de todos los que aceptan caminar hacia la liberación en busca de una nueva tierra prometida en la que los hombres podrán vivir libres.
   Y en esa tierra nueva, en la que todos tienen cabida, Jesús es la puerta. Una puerta que da acceso a un modo nuevo de vivir en el que la injusticia, la opresión, la violencia y la muerte, que son propios de esta generación depravada, del orden este (esto es, de toda sociedad humana cuya organización se asienta sobre estos pilares: la riqueza, el poder y las desigualdades), son sustituidos por la hermandad, la igualdad, la solidaridad y el amor.
   Jesús es la puerta. Pero una puerta sin cerrojos ni cerradura, pues no sirve para encerrar a nadie, sino para permitir la libre entrada y salida de quienes libremente decidan entrar y salir: «Yo soy la puerta, el que entre por mi quedará a salvo, y podrá entrar y salir y encontrará pastos»; puerta abierta a la libertad, puerta que asegura el alimento y la vida -la que brota de la vida y el amor de Dios que Jesús ofrece- y la salvación y la felicidad que son efecto del amor libremente compartido entre los hermanos: «Yo he venido para que tengan vida y les rebose».

Sigámoslo… abriendo puertas

   La injusticia, como estructura de las sociedades actuales y como patrón en las relaciones entre los pueblos, sigue presente en nuestro mundo. Un mundo opulento por un lado, y sumido en la indigencia por otro. Un mundo en el que la sima que separa a los que viven bien y a los que malviven se hace cada vez más profunda; un mundo en el que se tiran millones de toneladas de alimentos y el que millones de seres humanos sufren y mueren por culpa del hambre.
   La generación depravada de la que habla el libro de los Hechos de los Apóstoles sigue, pues estando presente. La exigencia de romper con ella nos debe urgir a los que decimos que seguimos al Buen Pastor; y poniendo en práctica su mensaje, debemos ser ahora nosotros quienes contribuyamos abrir todas las puertas que den paso a una humanidad verdaderamente libre, solidaria y fraterna en la que, de este modo, sobreabunde la vida. Esa será la Tierra Nueva. Para todos.

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