Asunción de María
Ciclo A

15 de agosto de 2020
 

 

María de Nazaret... ¿en un trono?

 

    María, la madre de Jesús, la que proclamó en el himno del Magnificat el cumplimiento de las promesas y la realización de la justicia de Dios.
    Con el pretexto de ensalzar su grandeza, la hemos convertido en  lo contrario de lo que ella fue: en reina, poderosa, rica, cargada de joyas, generala de los ejércitos y, a veces, una especie de semi-diosa, cara amable de una divinidad que se presentaba dura, justiciera y cruel.
    A partir de esta imagen nos resultará siempre imposible conocerla tal y como la presenta el evangelio y no seremos capaces de imitarla y de creernos, como ella lo creyó, que lo que ha dicho el Señor se cumplirá.

 

 

Una gran frustración

    Dios había elegido a Israel para realizar con él un experimento: situándolo aparte (Nm 23,9) de todas las naciones, les propuso un modo de vida que debería servir de ejemplo al resto de los pueblos de la tierra: «Al final de los días estará firme el Monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; porque de Sion saldrá la ley, de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,2-3). Israel, dice el profeta, es el centro de atención de todos los pueblos gracias al modo de vida (sus caminos, sus sendas) que propone la palabra del Señor. No se trata de Sion sólo como centro religioso, porque la verdadera religiosidad en Israel está subordinada a la práctica de la justicia, que es lo que hace al hombre digno de relacionarse con Dios (Is 1,10-18).
    Esta elección que tenía, pues, como objetivo el realizar una misión,  vivir de acuerdo con el plan de Dios para, de este modo, servir de testimonio ante el resto de los pueblos, fue entendida -prácticamente a lo largo de toda la historia de Israel- de manera equivocada, como un motivo de orgullo, como causa de privilegio y de supremacía étnica, política y religiosa sobre el resto de las naciones. De este modo, al confundir los objetivos de la elección, Israel olvidó cuál era su misión, dejó de cumplir los compromisos que había asumido en el momento de la Alianza del Sinaí y reprodujo en sus estructuras relaciones de opresión semejantes a las que habían sufrido en Egipto y de las que Dios los había liberado. Uno de los pasajes del Antiguo Testamento que con más claridad expone este fracaso es el magnífico poema de la viña de Isaías: «La viña del Señor de los Ejércitos es la casa de Israel; ... esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos.» (Is 5,1-7): un enorme fracaso, una gran frustración.

Un pequeño resto
 
    Los desastres que sufre el pueblo a lo largo de su historia se presentan en los profetas como consecuencia de su infidelidad al proyecto de Dios (véase, por ejemplo Am 2,6-16; 3,1-2; Miq 5,9.14); pero, a pesar de esa infidelidad Dios no abandona al pueblo y se reserva, en expresión de los profetas, un resto fiel (Is 1,9) que se convierte en el depositario de las promesas de salvación (Jer 23,3). Ese resto será también signo de esperanza para todas las naciones (Miq 8,6; Zac 8,11-23).
    En el tiempo de Jesús, las promesas de los profetas habían perdido credibilidad ante muchos israelitas. Muchos los que no estaban interesados en que se cumplieran: unos, porque se beneficiaban de la injusticia; otros porque  eran los culpables de la misma y, por tanto, eran la causa del fracaso del proyecto de Dios; algunos se habían cansado de esperar en Dios y habían puesto su confianza en la violencia o, simplemente, vivían desesperados. Sólo unos pocos, ese resto pobre y fiel al que nos hemos referido antes, mantenía su esperanza en las promesas del Señor y esperaba con firmeza una intervención de Dios que haría justicia a los pobres de su pueblo y les devolvería la paz.
    Los primeros, los instalados en una situación de injusticia, están representados por Zacarías, el esposo de Isabel, anciano, sumo sacerdote, que no dio crédito al mensajero de Dios cuando éste le anunció la buena noticia de que iba a ser padre de quien recibiría el encargo de preparar al pueblo para el momento -ya cercano- en que Dios interviniera de nuevo (Lc 1,5-25). Los últimos, el pequeño resto fiel, están representados por María, joven mujer de pueblo que, en medio de un mar de dudas, hizo prevalecer la firmeza de su fe en un Dios que siempre había demostrado estar del lado de los buscan la justicia, la libertad y la paz.

Con el Espíritu, al servicio de la liberación
 
    María dijo que sí a la propuesta del Señor con toda docilidad y con toda libertad. Al anuncio del ángel que le hizo saber que Dios estaba interesado en que ella fuera la madre del Mesías, María respondió, después de pedir que se le explicaran con claridad algunas circunstancias (¿cómo podrá ser eso...?), aceptando el encargo: «Aquí está la sierva del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho» (Lc 1,26-38).
    Con la misma libertad se dirige ahora a casa de su pariente rica, a la capital, a Jerusalén, a saludar la alegría del embarazo de su prima Isabel. La actitud de María expresa, al mismo tiempo, espíritu de servicio y deseo de compartir el gozo de saberse implicada en el más maravilloso de los proyectos: la realización de la justicia de Dios. Las dos mujeres están dentro de ese proyecto, aunque de distinta manera: María por decisión propia, por haber aceptado voluntariamente la propuesta de Dios; Isabel, como esposa de Zacarías, sumo sacerdote de oficio y hombre de no demasiada fe. María va a ser la madre del Mesías; Isabel la del encargado de preparar a la gente para su encuentro con el hijo de María. Con Isabel, con su hijo, termina la antigua alianza, se cierra un modelo de relación de los hombres con Dios que no había dado mucho resultado; con el hijo de María da comienzo una nueva etapa, la nueva y definitiva alianza de Dios, ahora con toda humanidad. Por todo eso el Espíritu de Dios no está con Isabel, no está en la casa del sumo sacerdote, sino que entra allí con María y llena a Isabel cuando llega a sus oídos su saludo: «Al oír Isabel el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre e Isabel se llenó de Espíritu Santo».

María, la que creyó
 
    A  Zacarías -varón, sumo sacerdote, profesional de la religión, rico, culto- se le había anunciado de parte de Dios que él y su mujer, a pesar de su avanzada edad, tendrían un hijo al que Dios le encargaría la misión de preparar el camino al Mesías. Pero no se lo creyó hasta que no vio a su mujer encinta.
    María -una muchacha sencilla de un pueblo perdido en las montañas de Galilea, en el extremo norte del país, marginada por ser mujer en la sociedad civil y en el ámbito religioso, pobre, sin preparación cultural alguna- escuchó también un mensaje de Dios: ella iba a ser la madre del Mesías. Y creyó.
    Preguntó y pidió aclaraciones. Su fe no tenía por qué ser una fe ciega, infantil e irreflexiva, sino consciente, adulta y lúcida. Así creyó.
    Y aceptó el papel que Dios le encomendaba llevar a cabo en el proceso de liberación que estaba a punto de iniciarse en la ya inminente intervención salvadora de Dios.
    Cuando llegó a casa de Isabel, pariente suya, ya estaba sintiendo dentro de sí el cumplimiento de lo que se le había dicho, y su presencia, decíamos, llenó de Espíritu Santo a la mujer de Zacarías, en quien la palabra de Dios también se había hecho realidad. Esa fe es la que Isabel alaba cuando saluda a María con estas palabras: «¡Y dichosa tú por haber creído que llegará a cumplirse lo que te han dicho de parte del Señor!»

Lo que María creyó
 
    María creyó -de acuerdo con la literalidad del evangelio- que ella iba a ser la madre del Mesías; María creyó en lo extraordinario de ese nacimiento. María se fio de Dios cuando aceptó jugar un papel tan decisivo en la historia de la salvación. Pero María creyó en todo eso porque su fe tenía raíces hondas y creía y esperaba, -como el resto fiel de Israel que ella representa- que se cumplieran las promesas que Dios había hecho a su pueblo. Toda esa fe que Isabel alaba en su saludo la proclama María de manera solemne en su respuesta: el canto que conocemos con el nombre de «Magnificat». Se trata del párrafo más largo que los evangelios ponen en boca de María y constituye la profesión de fe, el credo, del resto fiel de Israel. y, como tal, el punto de partida de la Buena Noticia de Jesús de Nazaret.
    En la primera parte del himno (vv. 46-50), María da gracias a Dios por haberse fijado en ella, pequeña y humilde, y porque, a través de ella, se manifiesta el amor de Dios, «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». En la última parte (vv. 54-55) vuelve a agradecer la acción de Dios por medio del Mesías, sentida también ahora como la manifestación de la misericordia de Dios que cumple las promesas hechas «en favor de Abrahán y su descendencia».

    Al menos en teoría, en estas cuestiones Zacarías se habría mostrado de acuerdo con María. No cuesta ningún trabajo creer que Dios está con nosotros, cuando las cosas nos van bien, o cuando somos nosotros los que decimos que representamos a Dios. Pero la fe María no es tan teórica ni tan interesada; para ella -como para el resto fiel que ella representa en este relato- la presencia de Dios en medio de su pueblo debe revelarse en la presencia de la justicia en las relaciones humanas. Y así concreta ella la realización de esa justicia divina: «Su brazo ha intervenido con fuerza, ha desbaratado los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos y encumbra a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío».
    Lo que María espera que se cumpla, -lo que el evangelista considera que se va a cumplir con toda certeza, por eso usa el tiempo pasado en los verbos- lo que su himno anuncia es esto: Dios, por medio de su enviado, va a demostrar de parte de quién está. Él no está con los poderosos, ni con los ricos, ni siquiera con los religiosos, que han perdido, y se la han hecho perder a los pobres, la esperanza en un mundo justo. Dios está de parte de los pobres y de los humildes, o mejor, los humillados, los empobrecidos, los marginados, los despreciados. Dios está con los que sufren, porque quiere que dejen de sufrir.

    María sabe que Dios está preocupado por los problemas de la humanidad y que él no se conforma con  la práctica religiosa y la celebración de ceremonias rituales; al contrario, las rechaza, le producen nauseas cuando no van acompañadas por la práctica de la solidaridad y de la justicia (Is 1,10-15). María sabe que Dios va a intervenir en la historia de los hombres para hacer posible una sociedad en la que no tienen sitio ni los arrogantes, ni los poderosos, ni los ricos. Porque María sabe que los profetas que en el pasado han hablado en nombre de Dios han dejado claro que el sufrimiento de los pobres y de los débiles no es un castigo de Dios por sus pecados sino la consecuencia de un sistema injusto (eso es “el pecado dl mundo”) que permite que unos pocos, que están sentados en los tronos y tienen los estómagos hartos, acumulen y despilfarren lo que a muchos les falta (Am 8,4ss; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30; St 5,1-6).
    Es verdad que en este himno de María habrá que corregir algunas cosas cuando Jesús proclame plenamente su mensaje: el amor de Dios no se dirige sólo a su pueblo; y los ricos, si ellos quieren, no tendrán que marcharse de vacío: bastará con que renuncien a su deseo de dominio, a su ambición y a su arrogancia, bastará con que pongan sus bienes al servicio de la comunidad y se incorporen a la tarea de convertir este mundo en un mundo de hermanos. Entonces también ellos podrán alcanzar la plena y verdadera hartura.

Tronos de plata y oro
 
    María, como se ve, seguía creyendo en el carácter liberador del Señor, Dios de Israel. María seguía creyendo en la necesidad y en la posibilidad de liberación. Y porque creía en todo lo que Dios había prometido a su pueblo, creyó que se cumpliría lo que se le había dicho a ella de parte del Señor.
    No parece que los tronos y las coronas, los mantos de reina, las insignias y condecoraciones militares, los vestidos lujosos, el oro y las joyas... estén muy de acuerdo con la fe de María y, sin embargo, ¿no es ésta la manera más frecuente de honrar a María, de manifestar nuestra devoción a María? Pues, si somos sinceros y a la luz del mensaje evangélico, todo eso es incompatible con la fe de María y con su compromiso personal, aceptando llevar a cabo la tarea que a ella le fue encomendada dentro del proyecto liberador de Dios.
    Parece como si alguien quisiera encumbrarla en los tronos de los poderosos, o llenarla con las riquezas de los ricos para moderar o incluso anular así la fuerza de su grito que agradecía y anunciaba la intervención de Dios en favor de la liberación de los pobres y humillados de su pueblo. No estaría de más que revisáramos la autenticidad de nuestras manifestaciones religiosas. Y actuáramos en consecuencia.
    Porque querer a la Virgen no se puede reducir sólo a llevar colgada al cuello una medalla con su imagen o a participar en una procesión. La verdadera devoción  a María consiste, primero, en abrir los ojos, conocer la realidad y tomar conciencia de que en nuestro mundo siguen gobernando la ambición de los ricos y la arrogancia de los poderosos, es decir, este mundo está gobernado por la injusticia; y, en segundo lugar, trabajar y luchar para que el mundo sea tal y como ella proclamó, sumándole las esenciales mejoras que su hijo introdujo en el proyecto: un mundo de hermanos en el que brillen la justicia y la misericordia de un común Padre Dios.
    Por eso debemos tratar de responder con sinceridad a la pregunta que titula este comentario: si de verdad queremos agradar a María, si queremos ser coherentes con la fe que proclamó solemnemente ante su pariente Isabel ¿por qué seguimos subiéndola y paseándola en tronos de plata y oro?

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