Domingo 17º del Tiempo Ordinario
Ciclo C

28 de julio de 2019
 

¡Venga a nosotros el cielo!

     El Padre Nuestro no es una oración para recitar de memoria -de hecho, hay dos versiones en los evangelios, la que leemos hoy, de Lucas y la de Mateo 6,9-15; el Padre Nuestro es un ejemplo, un modelo que nos ofrece Jesús para enseñarnos a rezar, para que sepamos a quién nos dirigimos, qué podemos pedir y cómo debemos hacerlo.

 


 
Dónde rezamos


     «Una vez estaba él orando en cierto lugar...»  Jesús no va a rezar al templo. El templo, si alguna vez lo fue, no es ya una casa de oración; los que mandan allí lo han convertido en un negocio, en una casa de bandidos (Lc 19,46). Para denunciar esa situación, y otras que suponen también explotación de los pobres, desprecio de la dignidad de las personas, violación de sus derechos y control de sus conciencias, ha iniciado Jesús su camino hacia Jerusalén (Lc 9,51). El camino de Jesús terminará en el templo, pero no precisamente para rezar allí, sino para liberar al pueblo de su dominio (Lc 19,29-46).
     Pero Jesús, en su camino sí que reza; su misión no es sólo suya, es un encargo del Padre, y la relación entre ambos es permanentemente fluida: «Mi Padre me lo ha entregado todo: quién es el Hijo, lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,22).

     Para mantener esa intimidad con el Padre a Jesús le basta un lugar cualquiera. Tampoco nosotros necesitamos acudir un lugar especial, a un espacio sagrado, para relacionarnos con Dios porque, como dirá Lucas en los Hechos de los Apóstoles, «el Altísimo no habita en edificios construidos por mano de hombres...» y citando a Isaías: «El cielo es mi trono, la tierra es el estrado de mis pies. ¿Qué casa podéis construirme -dice el Señor- o qué lugar para que descanse? ¿Acaso no ha hecho mi mano todo eso?» (Hch 7,48-50). Y poniendo en cuestión la necesidad de mediadores en la relación entre Dios y los hombres añadirá más adelante: «el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, ese que es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por mano de hombre, ni le sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida, el aliento y todo..» (Hch 17,24-25).
     Ni Jesús, ni los que intentamos seguirle necesitamos un lugar para encontrarnos con Dios porque, como termina explicando Pablo a los atenienses, Dios, «después de todo, no esta lejos de ninguno de nosotros, pues en él nos movemos, existimos y somos» (Hch 17,27-28).




A quien rezamos  

     «Cuando oréis, decid: «Padre...»
      Entre los judíos, el padre era el jefe de la familia (familia patriarcal, formada por los hijos, los nietos y los siervos con sus respectivas familias...), una figura caracterizada sobre todo por la autoridad; la relación del hijo con el padre era de sometimiento, obediencia y respeto (Lc 15,29); por su parte, el padre garantizaba, dentro de la familia, medios de subsistencia y protección contra las amenazas del exterior. Cuando en el AT se llamaba a Dios «Padre» -el hijo es siempre, o bien el pueblo en su conjunto, o el rey que lo representa, o en otras ocasiones, el justo- predominan estos aspectos (Ex 4,22; Jr 3,19; Os 11,1; Sal 2,7; 89,28; Sab 2,13; 5,5).
     Jesús, por el contrario, cuando llama a Dios «Padre», le da un sentido totalmente nuevo: se refiere a El de manera personal y expresa una relación de intimidad, conocimiento mutuo, amor y comunicación de vida: «Mi Padre me lo ha entregado todo; quién es el Hijo, lo sabe sólo el Padre; quién es el Padre, lo sabe sólo el Hijo...» (Lc 10,21-22). Marcos nos ha dejado el testimonio de la palabra concreta que Jesús usaba: Abba, expresión del lenguaje familiar semejante a «papá» y que expresa confianza y cariño. De esta manera (y usando la misma palabra, según Rom 8,15; Gál 4,6) es como los seguidores de Jesús deben llamar a Dios Padre, pues también lo es de ellos y tiene, como cualidad peculiar, el ser compasivo (Lc 6,36). Dios no es autoritario, violento o vengativo; esas imágenes de Dios pertenecen ya, y para siempre, al pasado. Dios es amor que se comunica en forma de vida; por eso, y de esa manera, es Padre (1ª Jn 4,7-8). Cómo Dios quiere ser padre queda meridianamente claro en el diálogo con el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo. Cuando el hijo mayor se queja porque «en tantos años como te sirvo sin saltarme nunca un mandato tuyo, jamás me has dado un cabrito para hacer fiesta con mis amigos...», el padre le responde así: «Hijo, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo míos es tuyo! No es la servidumbre, sino la intimidad, el compartir la vida, lo que debe caracterizar la relación de un hijo con su padre.
     Como en todas las culturas, en la hebrea el padre gozaba al ver cómo sus hijos se le parecían; llamar a Dios Padre supone considerarse hijos suyos y, por consiguiente, tratar de parecerse a él: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque El es bondadoso con los desagradecidos y malvados. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,35-36; véase también Jn 5,19-20 y, por contraste, Jn 8,39-41.44); llamar a Dios Padre exige comprometerse a vivir como hijos suyos, como hermanos de todos sus hijos, sin excluir de nuestro amor ni siquiera a los que lo rechazan a Él como Padre. Dicho con palabras de Juan: «Quien no practica la justicia, o sea, quien no ama a su hermano, no es de Dios.» (1ª Jn 3,10b ver también los versículos 16-18 de este capítulo, o mejor toda la sección 2,29-3,24).



Qué rezamos

     Lo primero que dice Jesús que hay que pedir al Padre es que sean muchos los que se dirijan a él usando ese nombre, los que lo acepten y lo llamen Padre, para que de esa manera los hombres se vayan haciendo hijos suyos y el mundo se convierta en un mundo de hermanos; o dicho de otra manera: que los hombres lo acepten como rey y la humanidad, en lugar de ser el reinado de los poderosos, de los ricos y de los soberbios, sea el reinado de Dios pues, gracias a su gobierno los pobres serán dichosos, los hambrientos se saciarán y podrán reír los que ahora lloran (Lc 6,20-21). Y la realización de ese proyecto de gozo y felicidad aquí en la tierra, la nueva humanidad que ha de nacer de la misión de Jesús revelará y provocará el reconocimiento de la santidad de Dios.
     Y, en segundo lugar, hay que pedir que la comunidad de los que ya se saben hijos de tal Padre realice plenamente ese proyecto de fraternidad universal. Hay que pedir que seamos capaces de vivir cada día con la alegría de una fiesta, de un banquete de bodas (véase Lc 5,35; 13,29) en el que participan todos los que han aceptado la invitación a trabajar en la construcción de un mundo nuevo (Lc 14,15); hay que pedir que seamos capaces de superar  las limitaciones propias de la condición humana mediante el perdón de las ofensas, con la confianza de saber que Dios perdona y con la convicción de que parecerse a Dios supone estar dispuestos a perdonar y, finalmente, hay que pedir que logremos vencer, con la ayuda del Padre, una tentación que siempre nos acechará: volver a aceptar los valores de este mundo viejo  -el poder, la riqueza, los honores... (Lc 4,1-13)- lo que supondría renegar de los valores que son propios de ese nuevo mundo que es el reinado de Dios. Pero pedir todo eso supone comprometerse en su realización.
     En resumen: todo lo que se debe pedir, según el Padre Nuestro, se reduce a dos cosas, eficacia en la misión y fidelidad en el compromiso de la comunidad, que los cristianos seamos de verdad cristianos, que cada vez haya más cristianos de verdad, que nos relacionemos con Dios como hijos con un padre bueno y que la humanidad sea, cada vez más, una fraternidad.




Cómo rezamos

     Y hay que pedir con la insistencia y la libertad con que se pide a un amigo y con la confianza de saber que seremos escuchados, pues si nosotros respondemos a las peticiones de nuestros seres queridos, mucho más segura será la respuesta positiva del Padre Dios, infinitamente más bueno que nosotros, si le pedimos para esta tierra un pedazo de cielo: su Espíritu, su vida, su presencia permanente en un mundo que, con Él, nosotros nos comprometemos a hacer a su medida.
     En buena lógica, ese compromiso es necesario que acompañe a la oración. No sería sincera una oración que no se prolongara en una acción orientada a la construcción de ese mundo justo, libre y fraterno que llamamos el reinado de Dios. En realidad la oración no es otra cosa que la explícita conciencia de que en ese compromiso está siempre presente el Padre, de que jamás caminaremos solos si nuestra meta es construir una fraternidad universal.
     Por eso, si nuestras oraciones no encuentran respuesta puede deberse a que o no nos dirigirnos al «Padre» o que pedimos demasiado poco porque nos da miedo, porque nos parece demasiado compromiso pedir que a esta Tierra baje el Cielo.

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