Domingo 1º de Cuaresma
Ciclo C

10 de marzo 2019
 

Desierto: aprender a ser libres

    Tal y como lo cuenta el evangelio, Jesús llega ya al desiertoto  «lleno del Espíritu Santo»; y es el Espíritu el que «lo fue llevando por el desierto durante cuarenta días». El evangelista quiere dejar claro, y por adelantado,  que Jesús poseía capacidad sobrada para superar cualquier tentación. No, no había peligro; pero tenía que enseñarnos -¡y cuánto cuesta que lo aprendamos!- que la conquista de la libertad pasa por la ruptura con los enemigos del ser humano. Volvamos de nuevo al desierto, descubramos las tentaciones que  nos acechan, y renovemos el proceso y el compromiso que nos ha de llevar a la verdadera libertad.

 




La fe es historia


    Cuando Israel se convirtió en una sociedad agrícola, celebraba cada año la cosecha dando gracias a Dios por los frutos de la tierra y ofreciéndole las primicias, los primeros de estos frutos. El rito era habitual en los pueblos de su entorno; pero, mientras que en estos durante la ceremonia se recitaba un mito que expresaba la fe en que su dios era el que hacía fértil la tierra, en Israel se proclamaba la fe en la presencia -activa y liberadora- de Dios en su historia.
    La fe de Israel es su propia historia: siendo un pueblo pequeño, poco más que una familia,  tuvo que emigrar a otra tierra en donde se instaló y fue creciendo hasta hacerse un pueblo grande, fuerte y numeroso; pero no lo suficientemente fuerte, pues fueron dominados y hechos esclavos.
    Todo comenzó, de verdad, entonces: cuando los israelitas consiguieron la libertad de la esclavitud a la que estaban sometidos en la tierra de Egipto y, con los ojos de la fe, comprendieron que Dios, el Señor, no había sido ajeno a aquel acontecimiento: «Gritamos al Señor... y el Señor escuchó nuestra voz... El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte...» (primera lectura). Su fe les aseguraba que de aquella esclavitud salieron gracias a la intervención del Señor que se manifestó como un Dios solidario con aquel pueblo, al que sacó de la tierra de opresión y lo llevó a «una tierra que mana leche y miel». Esa tierra era la que daba ahora sus frutos y, por eso, en el momento de la cosecha, agradecían a Dios la libertad conseguida en el pasado que hacía posible la vida del presente.
    Entre aquel pasado y este presente, entre la esclavitud y la construcción de un nuevo modo de vida en la tierra que Dios puso a disposición del pueblo, trascurrió un periodo de suma importancia: los cuarenta años de camino por el desierto.
    Los israelitas que salieron de Egipto no conocían otro modo de vida más que la esclavitud; y necesitaron aprender a vivir como hombres libres y a construir una sociedad en la que se respetara la dignidad del ser humano, hecho a la imagen del Señor. Fue un proceso largo, un largo camino que duró cuarenta años. Durante aquel tiempo los israelitas pasaron por momentos difíciles y por experiencias que ya no serían olvidadas ni por quienes las vivieron personalmente ni por sus descendientes. En aquel camino hacia la libertad hubo un momento de especial importancia: fue cuando Dios quiso, en el monte Sinaí, dejar clara su participación en aquella aventura e hizo experimentar su presencia a los esclavos recién liberados, a los que ofreció las normas mínimas que, si las respetaban, garantizarían para siempre la libertad para los miembros de aquel pueblo (Ex 19-20). En aquellos días, las relaciones del Dios liberador con el pueblo que él había liberado fueron mejores que nunca (Is 63,7-14; Jr 2,1-3; Os 2,17).
    Pero también hubo tentaciones: hubo momentos en que algunos, asustados por las dificultades propias de la lucha para conquistar en plenitud la libertad, sintieron nostalgia por las ollas siempre llenas de Egipto, alimento seguro, aunque amargo, del tiempo de la esclavitud (Ex 16,1-3; Nm 11,4-7).
    Y hubo también traiciones. Sobre todo estando ya en la tierra de Canaán, en la que crearon una nación que, por volver una y otra vez la espalda a su Liberador, no estuvo constituida prácticamente nunca por un pueblo de personas verdaderamente libres (Is 1,2-8; Am 2,4-16).    A la época del desierto se remontan, según el redactor del Deuteronomio, las normas que determinaban cómo celebrar la fiesta cuyo ritual nos trasmite este libro. Se trata de una visión teológica de la historia: el deuteronomista trata de conectar la fe del presente con la época del desierto y lo hace mediante este relato que sintetiza en un credo que es el centro de la celebración.



Liberación para todos

    El Nuevo Testamento nos revela que la experiencia de Israel tenía que servir  de preparación para un proyecto mucho más ambicioso: convertir la humanidad toda en una única familia: «Ya no hay distinción entre judío y griego, porque uno mismo es el Señor de todos». Pero para que este nuevo proyecto sea posible y no fracase como el antiguo es necesario evitar una serie de tentaciones a las que, de una u otra manera, sucumbió Israel.
    Las tentaciones de Jesús constituyen, en negativo, el compromiso de Jesús en el bautismo. En aquel relato se podía descubrir a qué y con qué se comprometía Jesús; en éste se manifiesta con qué rompe.
    Los cuarenta días del desierto recuerdan los cuarenta años del primer éxodo, el tiempo en el que Israel aprendió a ser libre y representa la vida entera de Jesús, durante la cual él, impulsado por el Espíritu, se dedicará a enseñar qué dificultades hay que superar para que sea posible realizar el proyecto de Dios para la humanidad, el reinado de Dios: la tentación de usar en nuestro exclusivo beneficio las capacidades que Dios ha puesto en nosotros; la tentación de sustituir al Dios liberador por la riqueza y el poder, creyendo o haciendo creer que el poder -que procede del diablo, que es el enemigo del hombre- puede mejorar el mundo; y, finalmente, la tentación de intentar controlar a Dios y ponerlo al servicio de nuestro proyecto particular, en lugar de ponernos nosotros al servicio del proyecto de Dios. Veámoslo más detenidamente.



Yo, primero; sólo yo

    Esta es la primera tentación: «Si eres Hijo de Dios, dile a esa piedra que se convierta en un pan». Si eres Hijo de Dios, si tienes fuerza, capacidad u ocasión para ello, resuelve primero tus problemas personales; y ya tendrás tiempo después de ayudar a resolver los de los demás.
    Pero la vida del hombre está llena de dificultades precisamente por culpa del individualismo egoísta; usamos nuestras capacidades en nuestro propio beneficio; dejamos para después el preocuparnos por los demás y cuando parece que ya hemos encontrado solución a nuestros problemas personales nos surgen otros nuevos... y aquel después nunca llega: el individualismo hace totalmente imposible la solidaridad.
    El pan solo -sólo el tener resueltos algunos problemas materiales- no es suficiente para considerar humana la vida: «no sólo de pan vivirá el hombre». También hace falta para vivir -también alimenta- la lucha por un mundo nuevo, especialmente cuando sabemos que en esa lucha está presente el mismo Dios que nos dice que no hay vida sin justicia, sin ternura, sin solidaridad, sin amor...
    La primera tentación es, por tanto, la del yo primero que, al final, termina siendo yo solo.



Yo, el primero

    La segunda tentación es esta: la de ser el primero entre todos: la de buscar el poder -a veces mintiéndonos a nosotros mismos, diciéndonos que lo buscamos para ayudar a los demás desde arriba, para usarlo en favor del bien común. Pero en lo más alto...  sólo yo.
    Pero del poder no procede nada bueno, porque no procede de nadie bueno: el poder es asunto del diablo: «Te daré toda esa autoridad y su gloria, porque me la han dado a mí y yo la doy a quien quiero; si tú me rindes homenaje, será toda tuya».
    Esta tentación, siempre de plena actualidad, es una de las que más cuesta vencer. Si sólo miramos hacia arriba, el poder aparece como algo muy apetecible: mandar y ser obedecido, poder organizar nuestra vida y la de los demás a nuestro antojo... También la ambición de poder se puede revestir de altísimos valores morales: espíritu de sacrificio, servicio a los demás, a la comunidad... Pero si se mira hacia abajo y se ve los que los poderosos hacen para llegar al poder y para mantenerse en él, entonces se revela su carácter demoníaco (el demonio aparece en la Biblia, antes que nada, como el enemigo del hombre). Miremos a la historia, al pasado y al presente; recordemos, observemos el comportamiento de los hombres que son considerados como los más poderosos: se creen dioses con autoridad para decidir sobre la vida y la muerte de miles de inocentes; y algunos llaman a esas muertes efectos colaterales, no deseados, pero inevitables. Mienten cínicamente y pretenden imponernos sus mentiras como la única verdad; se les llena la boca de palabras altisonantes, como justicia, orden, libertad y democracia; pero ante sus desmanes -¿por qué no llamar crímenes a la muerte injusta de miles de inocentes?- pretenden que la actitud de sus súbditos -ahora, en público, ellos nos llaman ciudadanos o, tal vez, fieles- sea ver, oír, obedecer y callar. Ellos, los profesionales del poder, sólo ellos son -quieren ser- los primeros. El resultado es un mundo con muchos que -dentro de su mal llamado orden- no son nada, son los últimos.



Yo, el mejor

    La última tentación consiste en pretender que todos, incluido Dios, giren a nuestro alrededor, el intento de esclavizar al Dios de la verdadera libertad, la pretensión de poner al servicio de nuestros intereses egoístas el proyecto de Dios; es también la tentación de buscar la solución fácil a los problemas por la vía del milagro, por la vía del espectáculo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: "Dará órdenes a sus ángeles para que te guarden", y también "Te llevarán en volandas, para que tu pie no tropiece con piedras"
    A Dios le podemos rezar y poner ante Él nuestras inquietudes y nuestras necesidades; de esa manera expresaremos nuestra certeza y nuestra gratitud porque él es solidario con nosotros. Pero sin intentar manipularlo, sin tratar de manejarlo a nuestro capricho, sin pretender usarlo para aumentar nuestro prestigio y dar satisfacción a nuestro narcisismo: «no tentarás al Señor tu Dios».



Por puro amor

    Las respuestas de Jesús a las tentaciones (Dt 8,3: 6,13; 6,16) pertenecen a una sección del libro del Deuteronomio que contiene un párrafo que muestra que las exigencias de Dios a su pueblo se fundamentan, una y otra vez, en el hecho de la liberación y este hecho en el amor de Dios: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás -porque sois el pueblo más pequeño. Por puro amor a vosotros, ... os rescató de la esclavitud, del poder del Faraón» (Dt 7,7-8). El amor de Dios salvó a Israel y lo convirtió en un pueblo de hombres libres. Pero la lucha sigue frente a falsos valores que se presentan como más fuertes que el amor: el egoísmo, la soberbia, el narcicismo.
    Jesús se dirige ahora a toda la humanidad para decirle que el amor del Dios de la liberación no se ha extinguido, que sigue oyendo los gritos de los que sufren por culpa de un mundo injustamente organizado y que, como Padre que quiere ser de todas las personas, hace, ahora a toda la humanidad, esta propuesta: cambiad el mundo, que falta le hace, pero hacedlo sólo por medio del amor, incluso a los enemigos, y así os pareceréis a Dios y llegaréis a ser hijos suyos: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; así tendréis una gran recompensa y seréis hijos del Altísimo...» (Lc 6,35).



Volvamos

    Hoy sigue siendo una necesidad volver al desierto. Pero no entendamos esa vuelta al desierto como un aislamiento intimista. El desierto significa aislarse de -es decir, romper con- los valores que articulan el orden de este mundo injusto; el desierto significa iniciar un proceso de liberación entender nuestra vida como conquista solidaria de la libertad. Pero la libertad tal y como la entiende el evangelio, libertad de las personas, no del dinero, libertad que precisa como condición previa la justicia y que es ella misma condición para que sea posible el servicio que nace del amor, la libertad que es condición indispensable para que lleguemos a ser y se revele en nosotros lo que significa ser hijos de Dios. Esa libertad que no existe en nuestro mundo, por mucho que se les llene la boca a los políticos y se les desboque la pluma a sus periodistas tratando de ella. Jamás se ha hablado tanto de libertad y quizá nunca el hombre ha estado tan en peligro de aceptar dócil e inconscientemente la esclavitud.
    Por eso urge que seamos capaces de descubrir las tentaciones que nos salen a cada paso al encuentro y que están estorbando la realización del reinado de Dios. He aquí, en forma de pregunta,  algunas -que por supuesto no son todas y quizá no sean las más peligrosas:

    ¿Creemos que hay libertad sólo porque se puede hacer con el dinero lo que quienes lo poseen quieran?
    ¿Creemos que libertad y justicia son incompatibles?
    ¿Creemos que la solución de los problemas del mundo vendrá de los que se han adueñado del dinero y del poder?
    ¿Es posible ser libres en un mundo en el que las cadenas se aceptan de buen grado si vienen bañadas de plata y oro?

    Necesitamos volver de nuevo al desierto, tomar distancia de nuestra realidad y analizar en qué tentaciones hemos caído a lo largo de la historia y cuáles son las que nos acechan en el presente con más peligro.
    La comunidad de los seguidores de Jesús no puede apoyarse sin más en la riqueza de los que, satisfechos, se niegan a compartir sus bienes y a comprometerse en la lucha por un mundo en el que desaparezcan el hambre, la pobreza y sus causas («Está escrito que “no sólo de pan vivirá el hombre”»); ni puede estar organizada como estructura de poder ni establecer entre sus miembros diferencias en cuanto a dignidad ni rendir homenaje a alguien distinto al Padre que nos hace hermanos («Está escrito: “Al Señor tu Dios rendirás homenaje y a él sólo prestarás servicio”»); la comunidad de Jesús no debe permitir que se piense que ese Padre es algo así como un mago que puede resolver cualquier problema, pero que, caprichoso, soluciona sólo los que arbitrariamente decide o los que le pueden proporcionar una gloria mayor («Está mandado: «”No tentarás al Señor tu Dios”»). Aunque se pierdan adeptos, aunque se sienta más intensamente la incomodidad del camino...
    Volvamos al desierto; hagámoslo, como Jesús, empujados por el Espíritu -el que dice San Pablo que no puede estar donde no hay libertad- (2 Cor 3,17), y con la fuerza de ese Espíritu venzamos las tentaciones que nos puedan desviar –o que nos hayan desviado, si ése es el caso- del proyecto liberador de Dios.

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