Domingo 2º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

19 de enero de 2020
 


¿Qué pecado? ¿Qué mundo?

    El mensaje de las lecturas de este domingo coincide casi en su totalidad con las del domingo pasado (universalidad de la misión del Siervo de Yahvéh, bautismo y compromiso de Jesús y su manifestación como Hijo de Dios y portador del Espíritu). Pero hay un dato nuevo: Jesús es presentado como «el Cordero de Dios, el que va a quitar el pecado del mundo»: ¿a qué pecado y a qué mundo se refiere? Porque, según lo que nos dice el evangelio de este domingo, la misión de Jesús de Nazaret consiste en luchar contra ese mundo, contra ese pecado. Y contra ese mundo y ese pecado nos toca luchar a nosotros ahora, si es que queremos ser fieles a nuestra condición de llamados y consagrados por el Mesías Jesús.



El mundo y su pecado

    Si buscamos en un diccionario griego la palabra kosmos quizá nos desconcierte encontrar que su primer significado es: orden; decoro, decencia; buen orden; disciplina; organización; construcción.  Sólo después de todos estos significados encontramos los que quizá esperaríamos antes: orden del universo; mundo; universo. Los griegos sentían tanta admiración por el perfecto funcionamiento del Universo que le dieron el nombre de “orden”, aunque, en la lengua griega, la palabra kosmos nunca perdió su significado original. En español, sin embargo, ese significado se pierde, por lo que la traducción mecánica de kosmos por mundo, puede modificar totalmente el significado de los textos originales (En los últimos años, sin embargo, el significado original el término “mundo” se ha vuelto a usar en un sentido prácticamente idéntico al que tiene en el evangelio, en la frase “Otro mundo es posible” en la que, sin duda, “mundo” se puede considerar sinónimo de “orden”).
    Esto es muy importante para interpretar correctamente el sentido del evangelio de Juan cuando usa la palabra “mundo” en sentido negativo. No se refiere ni al mundo físico, ni al planeta Tierra, ni a la humanidad en general; habla del orden de este mundo, del mundo de los hombres tal y como lo tenemos organizado: un mundo en el que unos pocos lo tienen todo y la mayoría no tiene casi nada; un mundo en el que la diversión y la comodidad de unos pocos se hace a costa del hambre de muchos; un orden en el que la libertad, la igualdad, la justicia... son sólo palabras que encubren una realidad de esclavitud, de injusticia, de opresión...; un mundo en el que es más fácil odiar que amar, codiciar que compartir, herir que sanar, ordenar que dialogar; un mundo en el que, para la mayoría, son más abundantes las razones objetivas para la tristeza que para la felicidad.



Una sola letra, pero muy importante

    Las palabras del Bautista presentando a Jesús -«Mirad el Cordero de Dios, el que va a quitar el pecado del mundo»- se han leído mal durante mucho tiempo pues con sólo añadirle una simple “s” a pecado se le ha dado un sentido totalmente distinto.
    Si leemos “pecados” nos estamos refiriendo a faltas cometidas por personas particulares, y reducimos la misión de Jesús a la tarea de sanar las conciencias de los individuos y reparar sus relaciones con Dios. Si, por el contrario, leemos lo que dice el evangelio “pecado”, en singular, la frase adquiere un significado mucho más comprometido: decir que existe un pecado del mundo  supone afirmar que existe un orden de pecado, que el eje alrededor del cual está organizado el mundo es pecado, es decir, es contrario al designio de Dios.
    Así, correctamente entendido, el evangelio nos está diciendo que lo que pudre el corazón de los hombres es una organización social injusta, contraria al plan de Dios, que convierte al hombre en lobo para el hombre y que hace que la existencia de muchos hombres en la Tierra sea un verdadero infierno. Y a ese desorden -que nos empeñamos en llamar orden- es a lo que el evangelio llama pecado. Se refiere el evangelio a ese modo de entender la organización social y de concebir las relaciones humanas que se ha impuesto a las personas y a los pueblos a lo largo de la historia y que considera que el crimen y la mentira, el homicidio, la violencia y el abuso del poder del dinero son medios legítimos para el gobierno de las naciones, para organizar la convivencia entre los hombres, para regular las relaciones entre los pueblos. Ese es el pecado que viene a eliminar Jesús.



Una interpretación más exigente

    Para nosotros es más cómoda la primera interpretación porque el pecado es más fácil de aislar y porque, además,  podemos ponerle nombre y apellidos al pecador (el político corrupto que ha usado su cargo para enriquecerse, el financiero que ha mandado al paro a miles de personas por haber colocado sus capitales en un paraíso fiscal, el violento que ha acabado con la vida de alguno de sus semejantes); y así podemos distanciarnos hipócrita o ingenuamente de esos pecados más graves: si no tenemos ocasión ni necesidad de robar, si nuestra violencia no llega a ser merecedora de la atención de los medios de comunicación, si somos fieles, al menos en lo esencial, a nuestros compromisos... nos resulta fácil mirar desde lejos, como algo ajeno a nosotros, los muchos pecados que se cometen en el mundo.
    Por el contrario, es más difícil descubrir el pecado del mundo, escondido en las raíces mismas de nuestro orden social. Convivimos con él como algo normal, como algo tan natural que ya no nos produce ninguna emoción, ninguna conmoción. Porque, ¿no aceptamos como algo normal el que los poderosos se corrompan? ¿No nos parece lógico que los sinvergüenzas prosperen con más facilidad que los hombres honestos? ¿No se admira y se condecora a los violentos con regularidad sin que nos resulte escandaloso?
    El pecado del mundo consiste precisamente en eso: no es el pecado personal de cualquiera de los dirigentes mundiales, (que respecto a su fuero interno sólo a Dios corresponde juzgar), sino el que las decisiones homicidas de muchos de estos resulten coherentes (aceptadas por decenas de otros dirigentes y por millones de ciudadanos de sus países e, incluso, del mundo entero) con este orden social que, al mismo tiempo, y precisamente porque es así, es causa de que millones de seres humanos sufran y mueran de hambre, se explote a los niños como esclavos o que se les prostituya; un desorden -¿habrá quien siga llamándole orden?- en el que el gasto militar, inversión para la muerte, impide el desarrollo y la vida de los países pobres y en el que los intereses que los pobres deben pagar a los ricos les cierran toda posibilidad de un desarrollo verdaderamente humano.



Nuestra responsabilidad

    Lo más incómodo de esta interpretación es que difícilmente nos podemos librar de un cierto grado de complicidad con ese pecado; y eso es, una vez que tomamos conciencia de ello, lo que hace que esta interpretación sea mucho más exigente: todos somos todos culpables de este pecado del mundo, en tanto que aceptamos y/o nos beneficiamos de la situación presente, en la medida en que asumimos sus valores y organizamos nuestra vida de acuerdo con ellos, en la medida en que nos cruzamos cómoda o cobardemente de brazos sin querer meternos en líos, para no complicarnos la vida.
    Pero, sin duda, son mucho más culpables los que tienen en sus manos la posibilidad de modificar ahora mismo este estado de cosas, los que más beneficios obtienen gracias a la situación presente, los que, siendo más conscientes que la mayoría de que esta organización social es demoníaca, se quedan tan tranquilos sin comprometerse en su transformación; y especialmente culpables son aquellos que echan a Dios la culpa de que las cosas estén como están y predican la resignación ante la injusticia, liberando de culpa a los verdaderos responsables y adormeciendo la conciencia de los que sufren las consecuencias del pecado del mundo.



El Cordero de Dios

    Juan Bautista presenta a Jesús como «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Al llamarlo así recuerda el primer cordero pascual (Ex 12,1-14), que marcó el comienzo del primer éxodo, el proceso de liberación de aquel grupo de esclavos que sería el pueblo de Israel. Este nuevo Cordero pone en marcha un nuevo proceso de liberación cuya meta consiste en eliminar el pecado del mundo y, por tanto, construir un orden, un mundo nuevo en el que gobiernen la justicia y el amor leal. Las armas que utilizará en su lucha serán radicalmente nuevas, pues sólo usará el Espíritu de Dios -la fuerza de la vida y del amor de Dios- con el que se propone empapar a todo el que quiera unirse a su proyecto: «... va a bautizar con Espíritu Santo». Con la fuerza de ese Espíritu, él será el primero que recorra el camino que conduce a la eliminación del pecado del mundo: la entrega personal en favor de los demás como medio de lucha contra el crimen y la mentira; la entrega sin límite, hasta la muerte, como fuente de vida y manifestación de un amor sin medida, alternativa al odio homicida que caracteriza al pecado del mundo.



Hombre nuevo

    La señal que, según este evangelio, permitió al Bautista reconocer a Jesús como el Hijo de Dios, fue esta: “He contemplado al Espíritu bajar como paloma desde el cielo y quedarse sobre él”. Estas palabras del evangelio recuerdan las del primer libro de la Biblia, cuando dice que en el momento de la creación “el aliento -el espíritu- de Dios se cernía sobre las aguas”. La actividad creadora de Dios no había terminado; se completa ahora con la creación de un hombre nuevo en el que su Espíritu, su vida, se queda, reside permanentemente en él. Un hombre que es el proyecto de Dios hecho carne, y en el que se manifiestan la lealtad de un Dios que nunca quiso ser amo sino Padre de amor, y la fidelidad de un Hijo que responde a su Padre con la misma calidad de amor: Creación y Éxodo, vida y liberación se funden en el hombre nuevo, Jesús de Nazaret. El Espíritu Santo que «baja y se queda» convierte a Jesús en el primer hombre nuevo, inicio de una nueva humanidad en la que la relación entre los hombres se funda en el amor fraterno. Jesús, el Cordero de Dios, es signo y anuncio de un nuevo proceso de liberación del que está naciendo un mundo nuevo de personas libres que se relacionan fraternalmente, sororalmente.
    No basta con cambiar las estructuras de la sociedad, por supuesto. Esa transformación es necesaria -un Hijo de Dios no puede ser esclavo; un esclavo sí que puede ser aceptado por Dios como hijo suyo, pero no se realizará plenamente como tal hasta alcanzar la plena liberación-; pero Jesús de Nazaret, el primer Hombre nuevo, nos invita a cambiar por dentro, a alejar de nosotros la tiniebla y dejarnos iluminar por la luz, a abandonar la mentira y a acoger la verdad, a dar la espalda a la muerte para encarar con decisión la vida, a dejar de ser sólo hijos de hombre para, llenos del Espíritu de Jesús, llegar a ser hijos de Dios y, así, convertirnos en comunidad, en semilla de una nueva humanidad que, eliminando la injusticia, edifique un mundo nuevo lleno de vida y de solidaridad.
    En eso estamos; en eso debemos estar.

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