Domingo 16º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

19 de julio de 2020
 

Ni intolerancia, ni triunfalismo, ni indiferencia

      Ni intolerancia ante la diferencia, ni triunfalismo en relación con lo nuestro, ni indiferencia ante el mal que se ha instalado en el mundo. Ninguna de estas actitudes es propia de los seguidores de Jesús, de quienes se van incorporando al Reino de Dios: firmeza, sí, pero respetuosa, honda satisfacción, pero no altiva soberbia; y un horizonte utópico esperado y empujado con los pies sobre la tierra.

 




La parábola de la cizaña

    En esta parábola, la tierra no es el hombre, sino el reino de Dios; los hombres son la hierba, buena o mala. Y la perspectiva desde la que se juzga su bondad o maldad es su comportamiento, según sea conforme o contrario a los valores del evangelio.
    La comunidad cristiana no va a estar fuera del mundo; los problemas, las contradicciones, las servidumbres de la sociedad humana le afectarán, porque será parte de ella. Por eso será imposible evitar que las malas hierbas - sembradas por quienes siguen oponiéndose a que la humanidad se convierta en un mundo de hermanos-  aparezcan en la parcela de tierra en la que quienes han optado por el reino de Dios intentan dar el fruto que corresponde a su adhesión al proyecto de Jesús.
Detalle de la parábola de la cizaña.    El enemigo es siempre el mismo: la ideología que justifica el sometimiento de unos hombres a otros, la divinización de la soberbia, el creerse dioses por encima, incluso, del mismo Dios: es la mentalidad que aparece en el relato de las tentaciones (Mt 4,1-10).
    La mala hierba acompañará durante mucho tiempo al buen trigo; y el intento de arrancarla, sin más, por las bravas, pondrá en peligro al trigo. Primero porque, durante todo el período de su crecimiento, el trigo y la cizaña pueden confundirse: sólo se puede decir que la hierba es definitivamente mala si, cuando llega la hora de la madurez, se agosta sin dar fruto. Y en segundo lugar, porque no nos corresponde a nosotros decidir qué se debe hacer con la hierba mala.
    Con esta parábola Jesús previene a sus discípulos para que eviten un excesivo celo, para que no tengan demasiada prisa en condenar a «los malos», para que no pretendan convertirse en jueces de sus semejantes. Lamentablemente, no todos los que se llamen cristianos serán -seremos- coherentes y fieles a los compromisos que exige la adhesión a Jesús y a su proyecto. Será necesaria una labor de discernimiento; a veces no habrá más remedio que denunciar determinados comportamientos claramente contrarios al evangelio. Pero sin mandar a nadie a la hoguera, sin negarle a ninguna persona una oportunidad más. Porque, además, la hierba de la que aquí se trata, el ser humano, puede cambiar, dejar de ser hierba mala y convertirse en buena.

El grano de mostaza

    Tampoco está justificado el triunfalismo. El ideal de la comunidad cristiana es ser una gran familia, cuanto más grande mejor; pero nunca un imperio.
    Jesús contradice con esta parábola las esperanzas triunfalistas de sus paisanos, de sus propios discípulos; ellos esperaban que se cumpliera al pie de la letra una profecía de Ezequiel (17, 22-24), que anuncia que Israel, a quien compara con un cedro frondoso plantado en un monte encumbrado y señero, volverá a ser una nación fuerte y poderosa, que dominará sobre todas las demás.
    No. El reino de Dios, tal y como Jesús lo presenta, ni será una prolongación de Israel (nace de una semilla nueva, no de un esqueje del viejo árbol) ni sufre delirios de grandeza; le bastará con ser un árbol grande, más ancho que alto (sólo más alto que las hortalizas), para poder acoger a cuantos, procedentes de cualquier lugar, busquen la hospitalidad de su sombra. Ésa es la grandeza que quiere Jesús para el grupo de sus seguidores: unos brazos grandes permanentemente abiertos, ofreciendo siempre un abrazo, una inagotable capacidad de acogida para poder ser el lugar de encuentro de todos los hombres que busquen compañía, comprensión, amor, solidaridad... fraternidad.

La levadura

    Todo lo anterior no significa que la comunidad cristiana, la Iglesia, se cierre en sí misma y renuncie a intervenir en la marcha de la historia humana. Esa es precisamente la misión de la Iglesia: intervenir en la marcha de la historia, empujando para que esa historia marche en la dirección que señala el proyecto de Dios. Pero no de cualquier forma.
    Lo que Jesús crea no es un movimiento político (quede esto claro: ni una democracia cristiana, ni un socialismo cristiano, ni mucho menos un nacionalismo o un fascismo cristiano). Pero, repitámoslo, eso no significa que los problemas, las necesidades, los sufrimientos, las angustias y las justas esperanzas de los hombres y de los pueblos deban quedar fuera del interés y de la actividad de los cristianos.
    El asunto es saber cómo lo tenemos que hacer. Por un lado, el evangelio no se puede imponer por la fuerza; y, por otro lado, el mensaje de Jesús no se puede reducir a una alternativa política más. La comunidad cristiana debe influir en la transformación de la sociedad humana con su palabra y, sobre todo,  con su vida: viviendo los valores del reino, esto es, poniendo en práctica las bienaventuranzas, y mostrando que es posible una manera alternativa de vivir, de tal modo que quienes, en contacto con la comunidad o con alguno de sus miembros, lleguen a conocer este estilo de vida se convenzan de que en él - en el modo de vida que propone el evangelio-  está la solución definitiva a los más hondos problemas de la humanidad, y de que, por tanto, esa manera de vivir es lo que realmente interesa a los hombres. Si lo hacemos -y lo hacemos bien-  poco a poco, pero con perseverancia, irá aumentando el número de quienes adoptan el modelo de vida y de convivencia que propone Jesús y los valores de su reino. Y el mundo -los seres humanos- irá fermentando hasta convertirse en pan tierno y sabroso, en una nueva humanidad.
    Cuestión aparte es el compromiso político de cada uno de los cristianos, o las mediaciones sociopolíticas que pueda necesitar el creyente para hacer eficaz su compromiso cristiano con la justicia. Este compromiso es necesario y estas mediaciones son indispensables si no queremos que nuestra vida cristiana se convierta en una evasión de los problemas y necesidades de nuestros semejantes. Pero en esta cuestión no entramos -no la prejuzgamos, por tanto- en este comentario.

    En resumidas cuentas, tres parábolas, tres propuestas, tres exigencias que nos sirvan para empujar el proyecto de Jesús de Nazaret: el trabajo oculto de la levadura que va haciendo fermentar a toda la masa: el compromiso firme y sereno de colaborar en el nacimiento de una nueva humanidad en la que reine la justicia. Y los brazos abiertos para acoger fraternalmente a cuantos quieran incorporarse al proyecto de convertir el mundo en un mundo de hermanos.

   

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