Domingo 18º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

2 de agosto de 2020
 

 

Aprendamos a hacer milagros

    En el comentario correspondiente al domingo pasado, decíamos que la opción por el reino de Dios y la necesaria renuncia a todo lo que es incompatible con él deben ser causa y efecto de alegría por haber encontrado una mejor manera de vivir. El evangelio de este domingo concreta y explicita cómo la renuncia puede ser causa de felicidad: hay que renunciar a la riqueza no porque sea bueno pasar hambre, sino para que nadie la sufra. El evangelio de hoy es una lección para que aprendamos a realizar este milagro.




Panes y peces
   
    El evangelio de hoy es el relato conocido como «la multiplicación de los panes y los peces», aunque, como veremos, es más acertado el título «El reparto de los panes...».
    Al poner fin al discurso en parábolas, Jesús se entera de que alguien le ha dicho a Herodes que él es Juan Bautista -a quien el rey había mandado asesinar-  que ha resucitado. El evangelio no explica por qué, pero al conocer esta noticia Jesús se marcha en la barca hacia un lugar despoblado.
    La gente no había aceptado todavía el contenido de su predicación pero, quizá por curiosidad, quizá porque había empezado a despertarse en ellos un cierto interés, averiguan el lugar al que se dirige Jesús, se ponen en camino y, cuando él llega, se encuentra con que ya está esperándolo «una gran multitud».
    Como habían rechazado su mensaje (véase Mt 13,53-58), Jesús no insiste, no sigue enseñando; pero no deja de manifestar su amor ofreciendo vida a quienes están faltos de ella: «le dio lástima de ellos y se puso a curar enfermos».
    Estaban en lugar despoblado y se hace tarde. Los discípulos se dan cuenta de que aquellas gentes no habían traído nada para comer y proponen a Jesús que los despida para que «compren» provisiones con las que sustentarse. Pero Jesús les da una respuesta sorprendente: «No necesitan ir; dadles vosotros de comer». Los discípulos, asombrados, le dicen: «¡Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces!» Jesús pide que se lo lleven todo, los cinco panes y los dos peces; manda sentar a la gente, «y tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció una bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos, a su vez, se los dieron a las multitudes. Comieron todos hasta quedar saciados y recogieron los trozos sobrantes: doce cestos. Los que comieron eran hombres adultos, unos cinco mil, sin mujeres ni niños».
    No se trata de un milagro. Es una lección que da Jesús a sus discípulos para que aprendan a hacer este “milagro” y que se puede resumir así: si renuncian a apropiarse para ellos solos de aquellos alimentos que según los criterios de este mundo les pertenecen y, reconociendo que son un don de Dios, los ponen a disposición de todos y los comparten con quienes lo necesiten, su renuncia no les causará hambre; al contrario, saciará el hambre de todos.

 

El nuevo éxodo

    La misión de Jesús incluye la realización de un nuevo éxodo, de un nuevo proceso de liberación abierto esta vez a todos los que estén faltos de libertad.
    La primera de todas las esclavitudes -¡todavía la sufren cientos de millones de seres humanos, avanzado ya el tercer milenio!- es el hambre. Y este episodio muestra el modelo del proceso de liberación que promueve Jesús para salir de esa esclavitud y llagar a una plena liberación.
    La tierra de esclavitud son las ciudades y aldeas de las que procede la gente; allí rige la ley de lo mío y lo tuyo; y siempre hay alguien a quien le pertenece lo que a otros les falta. Allí, quien no puede comprar  tiene que pasar hambre o, lo que es peor, tiene que renunciar a su libertad y a su dignidad para conseguir lo mínimo necesario para seguir viviendo. También allí hay una religión que distrae la atención de los pobres con minucias sin importancia y los mantiene ciegos y quietos ante la injusticia de su situación, atribuyendo a Dios el injusto reparto de los bienes de la Tierra y atemorizándolos con la amenaza de un duro castigo divino a los que se muestren rebeldes, olvidándose de sus orígenes, la formidable intervención liberadora del Señor en favor de un insignificante puñado de esclavos.
    Salir de esa tierra de esclavos, romper con ese sistema social y religioso es dar comienzo al nuevo éxodo, es emprender de nuevo el camino hacia la libertad, ahora definitiva.
    En el primer éxodo Dios, tuvo que alimentar a los israelitas que caminaban por el desierto enviándoles el maná; ahora Dios no va a hacer ningún prodigio. En este nuevo camino la intervención de Dios ya se ha producido: la lección que da Jesús con el reparto de panes y peces (cuando se comparte con generosidad y amor, hay para todos y sobra) garantiza el alimento para todo el camino.
    La meta del primer éxodo fue la tierra de Canaán, la tierra prometida; ahora toda la Tierra se convierte en tierra prometida: ese éxodo, que comienza con la misión de Jesús, se sigue desarrollando allí donde hay un grupo que ha comprendido su mensaje, ha confiado en su palabra, ha descubierto que ese mensaje es el más valioso de todos los tesoros y se ha puesto en marcha, camino de la justicia y la libertad.
    Y, al mismo tiempo que caminan, a medida que van conquistando parcelas de libertad en las  que sea posible el amor y la solidaridad entre los hombres, van tomando posesión de la tierra prometida, van convirtiendo la tierra de esclavitud en tierra liberada, país de gentes libres y solidarias.

 


Dichosos los pobres

    A la luz de este relato podemos entender mucho mejor la primera bienaventuranza, «dichosos los que eligen ser pobres» (Mt 5,3). No se trata de buscar la pobreza porque ésta sea una virtud. Se trata de luchar contra ella de la manera más eficaz: renunciando a la riqueza, negándose a aceptar que pueda ser «mío» lo que el otro necesita para vivir, sustituyendo el insaciable deseo de tener por la alegría de compartir.
    Y ahora se entiende también mucho mejor la respuesta de Jesús a la primera tentación («Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan... Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino también de todo lo que Dios vaya diciendo»: Mt 4,3-5). Y lo que Dios está diciendo por medio de Jesús es que el hambre no se vencerá más que de un modo: mediante la justicia, mediante la solidaridad, mediante la práctica fraterna del amor, mediante la participación de todos en los bienes que la Tierra ofrece.
    Robert Turgot,  economista francés de la época de la ilustración, ministro de Luis XVI, afirmó que el progreso de la ciencia y de la técnica acabarían liberando a la humanidad de la miseria. Hoy, ya en el siglo XXI, la ciencia y la técnica han sido capaces de producir lo necesario para acabar con el hambre y la miseria. En mundo contemporáneo se producen recursos suficientes -y sobrados- para asegurar a todos la satisfacción de las necesidades básicas y los medios necesarios para llevar una vida digna. Pero el hambre y la miseria siguen siendo la causa de la muerte de decenas de millones de personas cada año. En España y en los países del sur de Europa, a pesar de ser países desarrollados, la pobreza no deja de crecer; el hambre, que parecía que había sido vencida, ha vuelto; cada vez más niños están infralimentados y miles de personas se quedan en la calle, sin un techo bajo el que cobijarse; millones de personas no tienen trabajo ni, por tanto, ingresos para llevar una vida digna..
    Esto es así porque seguimos empeñados -porque unos pocos, muy poderosos, siguen empeñados- en que esta Tierra nuestra sea una tierra de esclavitud.

 

A dos niveles

    El hambre no desaparecerá aunque la riqueza del mundo siga aumentando: no será la excesiva abundancia de pan lo que acabe con la miseria, sino la abundancia de justicia. El hambre no desaparecerá como consecuencia de milagros espectaculares y portentosos; sino con el no menos portentoso milagro de la solidaridad entre las personas que habitan este planeta.
    Este milagro, ya nos lo demuestra la historia, será mucho más difícil de lo que se podría deducir de una lectura superficial del relato evangélico. Se abrirá camino lentamente y en medio de permanentes conflictos -persecuciones-, contradicciones e incoherencias.
    Esta lucha se libra en dos niveles distintos (distintos, pero que no tienen por qué realizarse separadamente, en tiempos distintos): el personal y el colectivo; o, si se quiere, en un nivel comunitario, en el que las relaciones son fundamentalmente interpersonales y en un nivel político, en el que priman las relaciones sociales.
    En el primero supone la conversión personal, la ruptura con el sistema y el establecimiento de relaciones de solidaridad dentro de lo que debe ser la comunidad cristiana. Y cuando la comunidad alcance y practica este estilo de vida actuará como la levadura en la masa (ver evangelio de hace dos domingos).
    El segundo es el político. El evangelio no es una alternativa política; los cristianos, en cuanto tales, sólo ofrecemos una dirección: el progreso de la sociedad humana debe orientarse hacia la meta de una fraternidad universal en la que la solidaridad -es decir, el amor en su aspecto político, social y económico- sea la norma suprema de la convivencia y la persona sea el valor supremo al que todos los demás valores de este mundo deben subordinarse. Respetando este principio, manteniendo firme esta dirección los cristianos elegiremos la opción concreta que nuestra razón no asegure que será la más eficaz.
    Luchar contra la pobreza exige, por supuesto, estudio, investigación, progreso científico; pero el conocimiento solo no basta: hay que querer, hay que tener sincera voluntad -también política- de que así sea; y hay que querer, es decir, hay que amar, porque sólo el amor -expresado y vivido personal y políticamente- puede multiplicar para todos el pan y los peces.
    Cuando lo hagamos, a medida que lo vayamos haciendo, se estará cumpliendo la profecía de Isaías: «escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad el oído, venid a mi; escuchadme y viviréis».

 

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