Domingo de Ramos
Ciclo B

28 de marzo 2021
 

Siervo no, hijo: hijo de hombre, hijo de Dios

    Isaías habla de un personaje, el siervo de Yavhéh, que, sufriendo solidariamente salva a muchos. En algunos pasajes del evangelio el mismo Jesús se aplica a sí mismo alguno de esos textos. Pero él nos muestra que el valor salvador del sufrimiento no radica en el del dolor sino en del amor que en él se puede contener. Y así, aceptando todo el dolor del mundo para mantenerse fiel a su compromiso de amor a todo el mundo, a toda la humanidad, se revela no como siervo, sino como Hijo.
    Pero, en las lecturas de este Domingo de Ramos, oiremos decir -por boca de otros o del mismo Jesús- que él es Hijo de David, del Hombre y de Dios. Hijo de David, le llaman las multitudes que lo aclaman en Jerusalén, manifestando la falsa esperanza de ver restaurado en reino de David; [Hijo del] Hombre se llama a sí mismo Jesús, proponiéndose como modelo de ser humano y como el rostro humano con el que Dios se revela; Hijo de Dios le llamará el centurión que vigilaba su ejecución, el único que fue capaz de ver el amor de Dios en la sangre humana que aquel hombre vertía.


 

Siervo del Señor

    La primera lectura de hoy forma parte de una colección de poemas del libro de Isaías que hablan de un personaje, el Siervo de Yavhéh. Es difícil identificar el personaje histórico al que se refiere el profeta, pero los escritores del N.T. y después la Iglesia vieron que en Jesús, en su persona, en sus palabras y en su obra, en su vida y en su muerte y resurrección se realizaba plenamente lo que el libro de Isaías decía de ese personaje acerca de su extraordinaria misión de liberación y reconciliación, la entrega de sí mismo y la recompensa que se le promete.
    El mismo Dios presenta al siervo como su elegido (Is 42,1-4) para llevar a cabo una importante misión: establecer la justicia actuando solidariamente -con energía, pero con métodos no violentos- en favor de los débiles y oprimidos. El mismo siervo narra en un segundo poema (Is 49,1-9) su vocación y describe cuál es su servicio: el suyo es, a un tiempo, ministerio de la palabra y ministerio de la liberación; primero para Israel y, después, para todas las naciones. En un tercer poema, el que se lee en la liturgia de hoy, (50,4-11) sigue hablando el siervo de su misión: Dios, que está muy cerca de él, lo anima a realizarla y le ayuda a soportar las persecuciones y dificultades que encuentra al llevarla a cabo. Dificultades que no han minado la confianza y la seguridad que él tiene en el Señor; al contrario, cuando la persecución llega al colmo (52,13-53,12) con torturas, desprecios, sufrimientos y una muerte cruel e injusta, entonces se afirma la promesa de una recompensa que va más allá de toda esperanza: la vida es más fuerte y supera a la muerte violenta. Y finalmente, se comienza a entrever algo que difícilmente pudo comprenderse plenamente en la época del Antiguo Testamento: hay un sufrimiento que tiene un carácter redentor, que es causa de salvación y liberación.
    El resto de las lecturas de este domingo van mostrando cómo se cumplen en Jesús  muchas de las características del siervo, pero también cómo quedan cumplidamente superadas.

Hijo de David

    Eso es lo que creía la gente que gritaba «Bendito el reinado que llega, el de nuestro padre David». Pensaban que Jesús se presentaba como el descendiente de David, destinado, según entendían ellos los anuncios de los profetas, a restaurar el reino de su antepasado devolviéndole toda su grandeza. El evangelista considera y nos muestra cómo Jesús va a realizar esos anuncios, pero de un modo inesperado.
    Jesús se presenta en Jerusalén como rey... justo y victorioso; humilde y cabalgando un asno, cumpliendo lo anunciado en el profeta Zacarías (9,9-10); quiere de este modo explicar cuál es su realeza y cuál su mesianismo, en qué sentido puede ser considerado rey: el es un rey pacífico que no se apoyará en la violencia de las armas para mantenerse en el trono, ni para garantizar su orden; al contrario, su primera decisión de gobierno será el desarme total (destruirá carros, caballos y arcos guerreros) para así dictar la paz a las naciones y extender su dominio hasta los confines de la tierra.
     Jesús era, al menos desde el punto de vista legal, descendiente de David; pero, como el mismo Jesús aclara a los letrados (Mc 12,35-37), no era su misión restaurar ninguna dinastía particular, sino que él venía a instaurar el reinado universal de Dios. Por eso no debemos extrañarnos de que las masas, manipuladas por los dirigentes religiosos de Jerusalén, convirtieran su entusiasmo del domingo de ramos en el rechazo del viernes de pasión, cuando pidieron su muerte: aguardaban -era lo que les habían enseñado- a un guerrero valiente -y violento, como todos los guerreros valientes, según el sentir común- de quien no se esperaba ninguna aportación novedosa; su misión, suponían, era recuperar lo antiguo, volver a la vieja gloria; confiaban en que conseguiría expulsar de sus fronteras a los invasores para después cerrarlas a todos los extraños que no aceptaran su soberanía; estaban seguros de que engrandecería a su pueblo..., y también de que humillaría a sus enemigos y a todos los demás pueblos. Por eso Jesús les defraudó: no venía fortalecer fronteras ni a cerrar nada ni a humillar a nadie; venía a abrir cauces de entendimiento y a hacer hermanos a todos los seres humanos.
    No es este el descendiente de David que sus paisanos esperan. Por eso ni lo entienden ni lo aceptan. Proclaman a Jesús Mesías, pero en la línea de David, rey victorioso, sí, pero también rey guerrero y nacionalista. Esto explica que cuando, -ya detenido y aparentemente derrotado Jesús-, les proponen que elijan entre él y Barrabás, cedan a la presión de los dirigentes y pidan la libertad para el violento y la muerte para Jesús (Mc 15,6-15).

Hombre [Hijo de hombre]

    Así se llama Jesús a sí mismo: Hijo del Hombre.  Significa “hombre”, perteneciente a la raza humana, modelo de persona, de humanidad: «Porque el [Hijo del] Hombre se marcha, ... pero ¡ay del hombre ese que va a entregar al [Hijo del] Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido», dice Jesús en la última cena; y ante el Gran Consejo, cuando está siendo sometido a juicio y el sumo sacerdote le pregunta que si él es «el Mesías, el Hijo de Dios bendito», Jesús responde afirmativamente, pero llamándose a sí mismo [Hijo del] Hombre y reivindicando para el Hombre la condición divina: «Y veréis al Hombre sentado a la derecha de la potencia y llegar entre las nubes del cielo». Él es el hombre en quien se realiza el modelo de humanidad que Dios desea: la persona que, por amor, se entrega para lograr el bien, la libertad, la felicidad del resto de las personas, sus hermanas. Y, de este modo, es el Hombre en quien se hace presente, en carne de hombre, Dios, el Señor, que ahora se revela como Padre.
    Esta respuesta de Jesús al interrogatorio del sumo sacerdote fue considerada por el Consejo en pleno como una blasfemia, un insulto dirigido directamente contra el mismo Dios. ¿Cómo podía pretender aquel estrafalario individuo participar de la naturaleza divina? ¿Cómo se atrevía, al mismo tiempo que se llamaba Hombre, Hijo de Hombre, afirmar que era Dios, Hijo de Dios? Y -seguramente la cuestión que más les afectaba- ¿cómo es posible que el que se presentaba como enviado de Dios se hubiera declarado enemigo del Templo, el lugar en el que Dios reside (y que ellos controlaban)? Así lo habían declarado algunos testigos: «Nosotros le hemos oído decir: “Yo derribaré este santuario, obra de manos humanas, y en tres días edificaré otro, que no será obra de manos humanas”».
    El reino que Jesús viene a establecer, la sociedad que intenta crear, está abierta a todo hombre; él es el modelo de hombre nuevo de quien nace la nueva humanidad; y él es además, el lugar de la presencia de Dios en el mundo, el nuevo santuario y, así, el modelo de las nuevas relaciones del hombre con Dios.
    Ningún comentario mejor sobre la humanidad de Jesús que la segunda lectura, viejo himno cristiano que recoge la carta a los Filipenses: «Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como un simple hombre, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz».

Uno de tantos

    «Uno de tantos». Esta expresión que usamos para referirnos a alguien que no tiene relevancia ni categoría alguna -de acuerdo con nuestro modo de juzgar y valorar a las personas- es la que los primeros cristianos eligieron para cantar la alegría y la gratitud que en ellos suscitaba la misión de Jesús: «El, a pesar de su condición divina ... se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos».
    Entre nosotros se tiende a destacar la condición divina de Jesús y a deducir, en consecuencia, que su entrega, su amor, su pasión y muerte fueron posibles sólo porque era Hijo de Dios y, como tal, tenía una fuerza especial para el sufrimiento, contaba con el apoyo incondicional de su Padre y estaba seguro de que la muerte no acabaría con su vida. Pero no es cierto: aunque ciertamente tenía plena confianza en la fuerza vivificadora de su Padre, Dios, nada de lo que hizo Jesús le resultó más fácil que lo que le hubiera resultado a otra persona cualquiera. Esa es la maravillosa paradoja de nuestra fe: Dios nos ha querido salvar en un hombre, como hombre, como uno de tantos, sin privilegios, sin ventajas.
    Y tuvo que ser así porque la salvación de Dios, aunque Él nos la ofrece gratis, nos la tenemos que ganar. No, no se trata de una adivinanza. La salvación de Dios consiste en su propio amor, y no tenemos nada ni podemos hacer nada que valga lo suficiente como para pagarlo; pero Dios no pretende que se lo paguemos, sino que lo aceptemos y lo hagamos eficaz convirtiéndolo en amor a los hermanos, en amor al estilo de Jesús que refleja la «gloria -el amor- de Dios Padre». Por eso la muerte de Jesús, además de ser fuente de amor y de vida, tenía que servir de ejemplo.

Hijo de Dios

    Esta fue su manera de ser humano: realizando plenamente el proyecto de Dios, siendo fiel, hasta el final, a su compromiso de amor por la humanidad, compromiso que había asumido en el bautismo. Por eso en su muerte -¡no en su muerte por ser muerte, sino en el amor fiel que le llevó a mantener su compromiso hasta la muerte!- se reveló el amor de Dios a toda la humanidad y su peculiar modo de ser «Señor».
    Con la muerte de Jesús culmina el duro conflicto que enfrentó a Jesús con el orden este. Ahora se ve cómo se cumple lo que anunciaba el evangelio del domingo pasado, que es incompatible el proyecto de Jesús con los poderes de este mundo: en la condena y en la ejecución de Jesús han intervenido el poder religioso (los sumos sacerdotes), el poder económico (los senadores), el poder de la inteligencia servil (los letrados) y el imperial y militar (los romanos). Pero no sólo ellos, también sus víctimas sumisas (los transeúntes) o rebeldes (los que estaban crucificados con él) parecen considerar que está bien hecho lo que entre todos han hecho con Jesús. Todos los que hablan -los que pasaban por allí, es decir, el pueblo, los sumos sacerdotes y los letrados...- parecen estar de acuerdo en que todo lo que ha dicho Jesús queda desmentido por su situación presente: colgado de una cruz, indefenso ante sus enemigos, abandonado de todos, agonizando... y sin poder salvarse a sí mismo. Muchos de ellos seguro que habían leído y podían recitar de memoria los poemas del siervo de Yavhéh, pero ¿se los creían? Los sumos sacerdotes se estaban burlando de él -¿es que Dios iba a permitir ser derrotado? ¿No tenía Dios, según enseñaban ellos, mayor capacidad de violencia que cualquier ejército del mundo?-; unos pocos estaban obcecados por su propia ceguera, algunos estaban confundidos, otros aturdidos, muchos engañados.

    Sólo uno, el que quizá menos se podría esperar, reconoce que, en medio de toda aquella injusticia, venciendo por adelantado a la ya cercana muerte y al odio que la estaba provocando, se está revelando la gloria de Dios de la que nos hablaba el evangelio de Juan que leímos el domingo pasado, es decir, se está revelando el amor de Dios en la entrega de Jesús, en la fidelidad de Jesús a su compromiso en favor de la liberación de los hombres y del nacimiento de una humanidad nueva en la que todos puedan llegar a ser hijos de Dios; sólo él fue capaz de percibir allí el amor de un Padre y la fidelidad -el amor filial de Jesús- del Hijo de Dios. Un pagano, «el centurión que estaba allí presente frente a él, al ver que había expirado de aquel modo, ...» descubrió que aquella calidad de amor sólo podía proceder de la divinidad y «...dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Se estaba cumpliendo por primera vez lo que más tarde cantaría el himno de la carta a los Filipenses: «Por eso Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble ... y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre».

    Una última aclaración: el Padre no quería ni sufrimiento ni la muerte, sino la fidelidad al compromiso de solidaridad con los hermanos. Y una corrección de Jesús a Isaías: no es el sufrimiento el que salva, el que redime; es el amor el que libera y vivifica, aunque, eso, sí, nadie tiene mayor amor que quien da la vida por los amigos y hasta por los enemigos. Por eso el Salvador no es siervo de Dios, sino su Hijo.
    Y una triste constatación: los que lo querían rey, como hijo de David, no supieron descubrir su realeza -proclamada como acusación y sentencia sobre su cabeza- cuando pagó con su vida la osadía de pretender que en un hijo de hombre, uno de tantos, podría revelarse, como al fin descubrió un pagano, el amor de un Padre correspondido con la fidelidad de un hijo de Dios.

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