Domingo 29º del Tiempo Ordinario
Ciclo C

20 de octubre de 2019
 

 

Oración: confianza en Dios
y compromiso con la justicia

     La oración es esperanza, fe y amor. Y compromiso con la justicia.
    La oración y los gestos de la liturgia podrían interpretarse como pura magia si no están respaldados por la fe en un Dios absolutamente libre que no se deja manipular por nada ni por nadie; y por la conciencia de que lo que hay que pedir en la oración es que la justicia de Dios se implante en este mundo; y, finalmente, la oración debe estar respaldada por un compromiso con eso que se pide, esto es: sólo tiene sentido si se corresponde con una vida comprometida con la justicia.

 




¿Cosa de magia?


     Leyendo la primera lectura podría parecer que, para conseguir algo de Dios, es necesario dominar las artes mágicas. Moisés, «en la cima del monte, con el bastón maravilloso de Dios en la mano», conseguía la victoria de Israel frente a sus enemigos. El relato del libro del Éxodo, leído superficialmente, puede parecer un relato de milagros de cualquier mago de la antigüedad: lo verdaderamente importante, parece ser, era que el bastón maravilloso se mantuviera en alto: «Y como le pesaban las manos, ellos cogieron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; mientras, Aarón y Jur, uno a cada lado, le sostenían los brazos».
     El bastón que sostiene Moisés es el mismo que abrió a los Israelitas el camino de la libertad separando las aguas del Mar Rojo y permitiéndoles pasar sanos y salvos: «Tú alza el bastón y extiende la mano sobre el mar y se abrirá en dos, de modo que los israelitas puedan atravesarlo como por tierra firme ... Moisés extendió la mano sobre el mar, el Señor hizo retirarse el mar...» (Ex 14,16.21). No es magia, sin embargo: el bastón es signo visible de la presencia y de la acción del Señor: «El Señor respondió a Moisés: ... empuña el bastón... y camina; yo estaré frente a ti junto al Horeb...»; el bastón no sirve para manejar al Señor -la magia consistiría en dominar, en ciertas circunstancias, las fuerzas de espíritus y dioses- sino para hacer visible, para que entre por los ojos, la presencia liberadora, libre y gratuita, del Señor.
     El libro del Éxodo nos explica con toda claridad que la iniciativa de intervenir para acabar con la opresión que sufrían los esclavos en Egipto corresponde al Señor. Dios no necesitó que nadie la dijera nada: «Pasaron muchos años, murió el rey de Egipto, y los israelitas se quejaron de la esclavitud y clamaron; los gritos de auxilio de los esclavos llegaron a Dios; Dios escuchó sus quejas...» (Ex 2,23). En este texto, no se dice que los esclavos dirigieran sus quejas a Dios; de qué quejas se trata lo sabemos por las palabras que dice el Señor a Moisés cuando se le aparece para encargarle la tarea de conducir el pueblo a la libertad: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios a sacarlos de esa tierra...»  (Ex 3,7-8).     La acción salvadora de Dios es, pues, iniciativa suya; no necesita ningún estímulo. Él, porque nos quiere, está atento a las carencias y a los sufrimientos de los hombres; y por eso decidió intervenir en primera persona en el mundo de los hombres para dejar claro que no está con los de arriba, como estos siempre pretendieron, sino con los de abajo, y que no transige con la injusticia sino que su designio es que los hombres sean justos en sus relaciones y construyan un mundo justo, solidario y, de esa manera, en paz.



¿Es necesario rezar?

     Jesús, en el evangelio de Lucas, deja claro que Dios conoce las necesidades de los hombres y se preocupa de que sean satisfechas: «No estéis con el alma en un hilo, buscando qué comer o qué beber. Son los paganos del mundo entero quienes ponen su afán en esas cosas, pero ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de ellas». Pero entonces, si Dios nos quiere y sabe lo que necesitamos y asegura que nos lo va a dar, ¿para qué sirve la oración?, ¿para qué tanto rezar? ¿qué sentido tiene entonces la oración?
     Jesús, sin embargo, según podemos saber al leer ese mismo evangelio, insiste en que hay que rezar -y él mismo oraba a menudo (Lc 3,21; 5,16; 6,12; 9,18.28s; 11,1; 22,32; 22,39-46)- y que hay que hacerlo sin desanimarse. ¿Entonces...?
     Jesús dio a sus discípulos un modelo de oración, el Padre Nuestro (Lc 11,1-13), según el cual lo que hay que pedir a Dios es que se realice su proyecto de humanidad: «llegue tu reinado», pedir que baje el cielo a la tierra. Ese es el objeto de la verdadera oración cristiana. No obstante, la pregunta que hacíamos antes sigue sin respuesta: ¿para qué pedirle a Dios que haga lo que Él ya quiere hacer?



Pedía justicia

     No basta con pedirle a Dios que reine sobre esta tierra: debemos comprometernos en que ese proyecto se realice: «buscad que Él reine, y eso se os dará por añadidura» (Lc 12,31), y en la medida en que se vaya realizando, irán encontrando respuesta nuestras justas aspiraciones; todo lo demás, la añadidura, será fruto de la justicia que se establezca cuando los hombres acepten que Dios reine sobre ellos, es decir, cuando las relaciones humanas se organicen de acuerdo con la voluntad de Dios.

     Las viudas eran las personas más desamparadas de Israel y representan en el evangelio a todos los pobres y desamparados; los jueces, por otro lado, realizaban una tarea propia de Dios: hacer justicia. Por eso el Antiguo Testamento considera justo al juez que, como hace Dios, se pone del lado de los débiles para compensar la fuerza que a ellos les falta en la defensa de sus derechos (Ex 23,1-3.6-9; Is 1,21-27; 11,3; Jer 5,28; Am 5,12.15; Sal [71]72). Injusto, por tanto, es el juez corrupto que vuelve la espalda al débil y apoya a los poderosos, haciendo causa común con ellos contra los pequeños; no respetar la justicia y pisotear los derechos de los pobres es siempre una falta de respeto a Dios. Este es el tipo de juez del evangelio de hoy: «En una ciudad había un juez que ni temía a Dios ni respetaba a hombre».
     Dios se dio a conocer a Israel haciendo justicia («Bendito el Señor, que los libró del poder ... del Faraón; ahora sé que el Señor es el más grande de todos los dioses, pues cuando los trataban con arrogancia, los libró del dominio egipcio». Éx 18,10-11); y la justicia es una exigencia permanente en la predicación de los profetas. El proyecto de Dios era -y es- un mundo en el que reine la justicia; pero algunos, como el juez injusto, ni temían a Dios, ni respetaban a los hombres. Como consecuencia, muchos hombres sufrían la injusticia y soportaban la opresión por culpa de aquel juez. La viuda representa a los oprimidos que han tomado conciencia de su situación, que saben que la misma es responsabilidad de los poderosos -del juez-, y que no cesan de pedir que se haga justicia.



Dios... los reivindicará sin tardar

     El evangelio destaca la insistencia de aquella mujer, pobre y desamparada, que se enfrenta una y otra vez al juez corrupto. Su constancia revela que está convencida de su derecho y de que éste acabará prevaleciendo por encima de la injusticia del juez.
     El párrafo anterior a éste trata de la llegada del reino de Dios. Casi siempre, cuando se habla del reino de Dios, se piensa en el cielo, en la otra vida; pero no es así. El reino de Dios está allí en donde hay un grupo de personas en el que se ha implantado la justicia de Dios.
     En este mundo. Es una obviedad decir que así será en la otra vida; pero de lo que se trata es de adelantar ese reinado a este mundo y a esta historia. Y eso significa cambiarlo todo de arriba abajo; y para ello es necesario que los hombres derrumben las columnas que mantienen en pie el mundo -el orden, la organización- actual: la riqueza, el poder, la “categoría", la "clase"..., son los valores que hacen funcionar este mundo; en su lugar hay que construir un mundo nuevo -un orden verdaderamente nuevo- basado en la justicia, el amor, la igualdad, la solidaridad... en la justicia de Dios.
     Pero ese mundo no lo podemos edificar solos; es un trabajo tan difícil que necesitamos que Dios nos preste los medios y la fuerza necesarios para construirlo.
     ¿Por qué, entonces, no llega el reino de Dios a esta tierra? La parábola del evangelio de hoy afirma con toda claridad que Dios está dispuesto a escuchar a los que ya conocen su proyecto y desean que se realice: «...pues Dios, ¿no reivindicará a sus elegidos, si ellos le gritan día y noche, o les dará largas? Os digo que los reivindicará sin tardar».
     Pero Dios no impondrá su justicia, sino que se la dará a los que la desean de verdad. Y la verdad del deseo se demuestra rompiendo con los valores del mundo viejo y comprometiéndose activamente con los valores y con la construcción del Reino de Dios.



¿Va a encontrar esa fe?

     La atención de la parábola que Jesús propone a sus discípulos no está centrada en el juez injusto, que, por supuesto, no es figura de Dios. Dios, al contrario que el juez, está impaciente por hacer justicia a sus elegidos: Él es el primero que quiere que se sacie el hambre de los pobres y se apague la sed de justicia de los perseguidos, que recobren la libertad los oprimidos y alcancen el éxito los que trabajan por la paz. Él es el primero que quiere ver a los hombres -varones y mujeres, por supuesto- felices y, como Padre que es, desea más que nadie que los hombres sean sus hijos y vivan como hermanos. Y con Él, el Hombre Jesús, su Hijo, presente en la tierra para hacer saber a la humanidad entera que a Dios le urge poner su vida a disposición de todo el que quiera aceptarla, pero que... sólo puede reinar sobre los que libremente lo aceptan como rey, sólo puede ser Padre de los que quieran vivir como hijos suyos y que, por tanto, toda su urgencia está en nuestras manos: que su proyecto se realice depende de que nosotros lo aceptemos, de que nosotros nos lo creamos y de que, confiando en Él, nos comprometamos en su realización.
     La parábola se centra en la fe de aquella viuda, que confiaba firmemente en alcanzar la justicia a la que tenía derecho. Y en su actitud se revela el sentido de la oración: la oración no busca recordarle a Dios lo que Él ya sabe y quiere, sino confirmar nuestra fe en su proyecto y nuestra esperanza en que el mismo se realice. Y rezamos no para que Dios se acuerde de nosotros, sino para que nosotros no nos olvidemos de que Él quiere ser Padre nuestro. Rezar, pues, no es simplemente pedir.
     Rezar es creer. Creer que la justicia de Dios es la verdadera justicia y la única solución definitiva a los problemas del hombre, y creer que es posible esa justicia. Rezar es confesar y confirmar nuestra fe.
     Rezar es esperar. Con confianza, pero no con los brazos cruzados, sino empujando con toda nuestra fuerza para que se abrevie la espera. Rezar es decirle al Padre que nos ha contagiado su urgencia por la justicia.
     Rezar es amar. Agradecer a Dios la vida que nos ofrece y el amor que nos muestra, decirle que aceptamos esa vida y que queremos corresponder a su amor trabajando por la felicidad de toda la humanidad. Y que lo sentimos cerca, que experimentamos su cariño y que queremos ser cauce para que ese amor llegue a muchos hermanos.
     La oración no es una invocación mágica; es respuesta de amor y de solidaridad a la iniciativa de un Dios solidario de la humanidad. «Pero cuando llegue el Hombre, ¿qué?, ¿va a encontrar esa fe en la tierra?».

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