Domingo 2º de Cuaresma
Ciclo A

8 de marzo de 2020
 

Hacia una humanidad transfigurada

    Hay mucha gente interesada en que nos creamos que ya hemos llegado al final: que ya no hay más historia y que, por tanto, no hay alternativa ante la situación presente. Sólo nos quedaría la tarea de consolidar lo que ya hemos conseguido.
    Pero la historia no ha terminado; las posibilidades de la humanidad no se han agotado. Y si creemos que Dios sigue queriendo ser Padre de todos los hombres y que Él quiere que todos vivamos como hermanos... todavía queda mucho camino por hacer. Y es Jesús el único que conoce todo el camino al final del cual veremos realizada -y que debemos mantener viva mientras la travesía dure- la esperanza de una humanidad transfigurada.

 




Sal de tu casa


    Al terminar de leer el capítulo 11 del libro del Génesis se tiene la impresión de que se ha llegado al final. El hombre ha alcanzado el grado máximo de enfrentamiento con Dios en el relato de la Torre de Babel, en el que el «seréis como dioses» del primer pecado llega a su culmen. Las relaciones con Dios han quedado, parece, definitivamente rotas; se ha hecho imposible la plena comunicación entre todos los miembros de la única raza humana, dispersa ahora por toda la tierra.  El capítulo termina centrando su atención sólo en los descendientes de Sem, uno de los hijos de Noé; y la lista de sus descendientes concluye en Abrán, casado con Saray, una mujer estéril (la primera mujer estéril). Todo parece haber acabado.
    Pero al pasar la página, al comenzar el capítulo siguiente, el horizonte de la historia humana vuelve a abrirse por iniciativa divina: a la maldición que el hombre parece haber atraído sobre sí, responde Dios con la llamada a Abrán y con la promesa de bendición que, a través de él, se ofrece a «todas las familias de la tierra».
    La llamada -la vocación- de Dios a  Abrán incluye la exigencia de que rompa con todo lo que queda atrás: su tierra, su herencia, su familia... con todos los lazos que le atan al pasado. Casado con una mujer estéril, la promesa que Dios le hace -«haré de ti un gran pueblo»- evoca una nueva creación; y en el fondo del horizonte empieza a brillar de nuevo la posibilidad de una humanidad nueva, renovada, reconciliada con su Creador y nuevamente unida: «El Señor dijo a Abraham: Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo... Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo».
    La meta que el Señor le señala será una experiencia de amor y de comunión con muchas otras personas: todo un pueblo a cambio de una sola familia; la humanidad entera como horizonte de aquel pueblo; y ser cauce de la bendición de Dios para toda la Tierra a cambio de abandonar un pequeño trozo de tierra. En aquel momento esa meta debió resultarle bastante lejana y difícil de alcanzar; no obstante su  respuesta fue inmediata: se levantó y se puso en camino, -«Abrán marchó, como le había dicho el Señor».



Camino duro y difícil... pero solidario


    Después de llamar a Abraham, Dios invitó a muchos otros hombres a dejar la casa de sus padres para ponerse a trabajar en un proyecto mucho más importante que el de conservar un patrimonio familiar y dar continuidad a una estirpe.
    También Jesús abandonó su casa para ponerse al servicio del proyecto de Dios.  Y su proyecto es el más ambicioso, pues integra, da cumplimiento y supera todos los anteriores. Éste consiste en construir un nuevo mundo del que están llamados a formar parte todos los hombres con los que Dios pretende establecer una nueva y muy especial relación: quiere ser Padre de los que lo acepten como tal y decidan incorporarse a esa nueva humanidad; y, por eso, en ese mundo se deberá llegar a la máxima calidad de amor: el amor que se tienen los buenos hermanos.
    Jesús no se llevó a su familia, pero tampoco él hizo el camino solo; desde el principio, llamó a otras personas, -a otros hermanos: ver comentario al domingo 3º de T. Ordinario- para que lo acompañaran y se incorporaran a su tarea. Pero, quizá porque la meta era más exigente, su camino fue aún más duro y más largo que el de Abraham y el de cualquiera de los que lo habían precedido. Y el cansancio hizo mella en los que había invitado a caminar con él.



Seis días después

    Jesús acababa de anunciar a sus discípulos que el Mesías tenía que «ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día»; y se había visto obligado a enfrentarse con dureza a la actitud de Pedro, que quiso torcer su camino (16, 21-22). Igualmente había anunciado que quienes quisieran seguirlo deberían estar dispuestos a correr una suerte similar: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (16,25). Este doble anuncio suponía para los discípulos de Jesús una gran desilusión. Ellos, apoyados en su ley y en sus profecías, esperaban que el día del Mesías sería glorioso para éste y para sus seguidores, a la vez que terrible para sus adversarios. Y Jesús les hablaba de padecer, de ser ejecutado, de perder la vida... Les estaba proponiendo que lo siguieran por un camino difícil y duro. Y no acababan de ver clara la meta.
    Porque, aunque el anuncio de Jesús terminaba con el anuncio de la resurrección, de la victoria final -«...y resucitar al tercer día»-, las palabras de Jesús no fueron suficientes. Por eso, «seis días después», Jesús escoge a tres de sus discípulos para ofrecerles una experiencia extraordinaria.
    La transfiguración anticipa la meta de Jesús y, en él, el destino último de la humanidad toda; al situarla el día sexto (el de la creación de la humanidad) Mateo nos indica que esa meta constituye la culminación del proyecto creador de Dios. Jesús es el hombre nuevo que, transfigurado -«su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz»-, anticipa cuál será su final y, en consecuencia, el de los que lo sigan en un compromiso como el suyo; ese final no será el sufrimiento y la muerte, sino una vida desbordante, en presencia y en compañía de Dios, sin sombra de dolor y sin causa alguna de tristeza. Para convencerlos -los presentes eran judíos observantes- les presenta el testimonio de su propia tradición: Moisés (que representa la Ley) y Elías (la tradición profética), indicando así que Jesús es la plenitud de todo el Antiguo Testamento.



Entusiasmo y... tentación

    La experiencia les entusiasmó hasta tal punto que se convirtió en una doble y peligrosa tentación para ellos, como reflejan las palabras de Pedro.  Por un lado pone  a la Ley y los profetas al mismo nivel de Jesús; por otro, propone convertir en definitivo lo que sólo era un anticipo: «Señor, viene muy bien que estemos aquí nosotros; si quieres, hago aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todo lo que él quería se encontraba en aquel momento allí presente: Moisés y Elías, su pasado, sus tradiciones, sus esperanzas, y Jesús, a quien había dado su adhesión, la realización definitiva de sus esperanzas. Juntos su pasado, su presente y su futuro. Y todo sin tener que romper con nada. Y todo sin tener que arriesgar nada. ¿Por qué no dar por terminada la historia?



Sólo a él

    La voz del cielo -de Dios- pone fin a la experiencia y restablece la jerarquía correcta, recordando que Jesús no es un profeta más, sino el Hijo amado de Dios, y dejando claro que es a Jesús, que se queda -él solo- con los tres discípulos,  al único que deben escuchar.
    A él solo. Cierto que Dios se había dirigido anteriormente a los hombres por medio de Moisés, Elías y muchos otros profetas, pero eso pertenece a una época ya superada de sus relaciones con la humanidad.
    Ahora la voz de Dios sólo se oye cuando habla Jesús, el Hijo de Dios, en el que reside y se manifiesta el amor del Padre. Todo lo demás es relativo. Todo. Todas las palabras y todas las voces: su valor depende de que coincidan, de que sean coherentes con la palabra y la voz de Jesús.



Levantaos

    Escuchar la voz de Dios les produce terror. Y eso también va a cambiar. Es la voz de Jesús la que los tranquiliza y los devuelve del todo a la realidad.
    No hay que tener miedo; pero el camino no se termina aquí, la historia no ha llegado a su fin. «Levantaos», les dice Jesús. Hay que bajar de las alturas, hay que seguir caminando. No es posible recorrer hacia atrás la propia historia. Y tampoco se puede detener el presente. El presente hay que arriesgarlo y así construir el futuro. Sin miedo.
    Y, con Jesús, bajan del monte para hacer el camino que lo llevará a la resurrección, después de la muerte.
    Porque Jesús acabará triunfando, glorioso, definitivamente transfigurado; pero después de terminar su camino, después de llevar a término por completo su compromiso. Todavía tenía que terminar de impartir una importante lección con su vida: cómo se ama a los demás hasta el don de sí mismo; y tenía que instruir a algunos para que enseñaran a los demás a hacer lo mismo.
    El sufrimiento y la muerte formaban parte de esa lección. No por su gusto, sino por la malicia de los falsos maestros. Y, por supuesto, no por voluntad de Dios: Dios no ofrece vida -su vida- a cambio de dolor. Lo que sucede es que para participar de la gloria de Dios hay que parecerse a él. Y Dios es amor. Y el amor es incompatible y, por eso, siempre perseguido por quienes son esclavos del egoísmo, del odio, de la ambición, del deseo de poder. O por quienes en el lugar del corazón tienen un código de piedra... o, simplemente, el billetero.
    Pero Jesús no intentó escapar a los inconvenientes de su magisterio; y su cercanía con Dios nunca le sirvió de evasión sino de estímulo para llegar hasta el fin en su compromiso. En esa lección se cumplieron y se superaron todas las enseñanzas anteriores y quedaron abiertos para toda la humanidad, el camino y la esperanza de una humanidad definitivamente transfigurada.

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