Domingo 21º del Tiempo Ordinario
Ciclo C

25 de agosto de 2019
 

¿Es esa la cuestión?

 

    ¿Son muchos los que se salvan? Si tenemos en cuenta que ser seguidor de Jesús y estar salvado son una misma cosa y si son auténticos cristianos todos los que dicen que lo son... no parece que la respuesta a esa pregunta sea demasiado difícil.
    Pero, ¿no debería ser muy distinto el mundo si fuéramos coherentes los que nos llamamos seguidores de Jesús? O, ¿no estaremos engañados -y engañando- acerca de lo que es ser cristiano? Además, ¿no estaremos planteando mal la pregunta?

 




¿Son pocos los que se salvan?


    Por culpa de equivocadas respuestas a esta pregunta, mu­chos creyentes han vivido angustiados en los últimos dos mil años, y esa angustia les ha impedido gozar de la alegría de la salvación: el miedo al castigo eterno y la imagen de un Dios justiciero y vengativo les han impedido gozar de la dicha de saber que Dios es un Padre bueno que no es capaz más que de hacer el bien a sus hijos.
    La salvación, como el reino de Dios, no es una realidad perteneciente a la otra vida, al más allá, que sólo se puede alcanzar después de la muerte; la salvación del hombre consiste en participar de la vida de Dios, por lo que, desde el momento en que una persona acepta la fe en Jesús y se incorpora a la comunidad cristiana, recibe el Espíritu y puede llamar a Dios «Padre», desde ese mismo momento puede decir que ya está salvado; así, Lucas, en la parábola del sembrador, hace coin­cidir el momento de llegar la fe y el de alcanzar la salvación -«Los de junto al camino son los que escuchan, pero luego llega el diablo y les quita el mensaje del corazón para que no crean y se salven» (8, 12)-; del mismo modo, en su segundo libro, los Hechos de los Apóstoles, refiriéndose a los nuevos miembros de la comunidad, dice: «El señor les iba agregando [a la comunidad] a los que día tras día se iban salvando» (Hch 2,47), y la carta a los Efesios se expresa así: «Estáis salvados por pura genero­sidad» (Ef 2,5.8; véase también 1 Cor 1,18; 2 Cor 2,15, y en especial, Lc 19,9).
    Por supuesto que la palabra salvación también se refiere en determinados contextos del Nuevo Testamento a la vida después de la muerte; pero eso no es algo que tengamos que conseguir, puesto que ya lo tenemos; Dios ya nos lo ha dado y Él no se va a volver atrás; si nosotros no nos suicidamos, la vida que hemos recibido de nuestro Padre Dios nadie nos la va a quitar.




Una puerta estrecha

    El proyecto de Jesús, construir un mundo de hermanos, es una empresa capaz de entusiasmar a cualquiera; pero el entusiasmo, por sí solo, no basta; es necesario el esfuerzo, el compromiso personal con el proyecto de Jesús y la voluntad firme de asumir los riesgos que supone ponerse en el camino para seguir sus pasos.
    Por otro lado, no hay ya ningún tipo de pase de favor. Lo hubo en una etapa de la historia de la salvación en la que el pueblo de Israel fue elegido para dar comienzo al proceso de liberación de toda la humanidad. Durante esa etapa los israelitas, aunque sabían y  esperaban que el Señor extendiera su reinado a todas las naciones del mundo (Is 2,1-4; 24,23; 33,22; Sal 44,5.8), se consideraban su propiedad particular entre todos los pueblos (Ex 19,5; Dt 29,12): sólo tenían que nacer para formar parte del pueblo de Dios.
    Pero, declara Jesús, esa etapa era provisional y está ya terminada; y a partir de ahora lo que franqueará el paso por la estrecha puerta que da a la salvación será el esfuerzo, el compromiso personal -por esa puerta sólo se puede pasar de uno en uno- con la apasionante pero dura y conflictiva tarea de convertir este mundo en un mundo de hermanos. La estrechez de la puerta no es un filtro para que sólo pasen algunos privilegiados. Es el símbo­lo, por un lado, de la necesidad de que el compromiso con el proyecto de Jesús sea absolutamente personal, sin que nadie lo pueda asumir en nombre de otro; y, por otro lado, representa las dificultades que en las circunstancias presentes ten­drá que superar cada uno de los que decidan dar la espalda al mundo este y esforzarse para que pueda nacer un mundo nuevo.



Son pocos, pero pueden ser todos

    Esa puerta, aunque sea estrecha, no cerrará el paso a nadie que sinceramente quiera atravesarla; al contrario: la puerta de la salvación se abre ahora -ya lo había anunciado muchos siglos antes el profeta Isaías- a los cuatro puntos cardinales, a toda la humanidad.
    Los israelitas podrán gozar de ella si cada uno, personalmente, decide incorporarse también a esta tarea. Pero, a partir de ahora, en las mismas condiciones que cualquier otro: Dios ofrece su vida, su salvación, a todo el que quiera aceptarla, a todo el que esté dispuesto a esforzarse para conquistarla él y para toda la humanidad. Dios quiere ser Padre de todos los que estén dispuestos a luchar para que todos se salven, es decir, para lograr, cueste lo que cueste, que todos podamos vivir como hermanos.
    El universalismo del profeta Isaías y el del salmo llegan en Jesús a su realización definitiva.



Y una condición irrenunciable

    Por eso, la puerta se mantendrá abierta a todos menos a los que practican la injusticia. La cuestión parece clara. Construir un mundo en el que todos seamos hermanos debe realizarse sobre una base previa: la práctica de la justicia. La fraternidad es la meta final; la implantación de justicia es una condición absolutamente necesaria, porque no puede haber salvación donde no hay justicia, no puede haber hermandad si la relaciones humanas no se fundan en el respeto a los derechos inalienables de las personas.
    No. No basta con pertenecer a una organización que se llame cristiana. En nuestra época, por ejemplo, se presentan como “cristianos” algunos gobernantes que promueven una política que da como resultado un orden mundial radicalmente injusto; y muchos de esos gobernantes no dejan de referirse a sus convicciones y prácticas religiosas.
    Algunos llegan, incluso, a la aberración de negarse a ser solidarios y con personas a las que cierran las puertas de la salvación más elemental -salvar la vida, en gravísimo peligro por la guerra, por el hambre, o por cualquier otra trágica circunstancia, para salvaguardar, dicen, nuestra cultura cristiana
    Pues no. Sin entrar a juzgar lo profundo de la conciencia de nadie, esos hechos, esas prácticas, esas decisiones que están condenando a muchos seres humanos a muerte, a padecer hambre y a sufrir unas condiciones inhumanas de vida, esas acciones injustas que, para los que las practican,  mantienen cerrada la puerta estrecha que da paso a la salvación. Los que cierran la puerta de la salvación a otros seres humanos se están cerrando la puerta de entrada al reino de Dios.

    Reflexionemos un momento sobre nuestra situación presente: ¿es realmente estrecha la puerta de acceso a la comunidad cristiana? ¿No somos cristianos simplemente porque nuestros padres lo son, porque nuestra sociedad, de nombre al menos, es mayoritariamente cristiana? ¿No será que estamos desvirtuando la salvación que Dios nos ofrece?
    ¿No estaremos renunciando a esa salvación en el presente al retrasarla hasta después de la otra vida?
    ¿No estaremos reduciendo el ser hijos de Dios a un papel oficial, a la inscripción de nuestro nombre en un registro, a un certificado de un bautismo que nunca hemos asumido personalmente?
    ¿Será quizá por eso por lo que la práctica de la injusticia no parece incompatible con el uso del apelativo “cristiano”?

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