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Domingo 2º del Tiempo Ordinario

Ciclo B

14 de enero de 2018
 

¿Donde encontrarlo? ¿Dónde vive?

         ¿Dónde podemos encontrarnos con Jesús? ¿Dónde podemos experimentar su presencia? ¿dónde encontrar realizado su proyecto? La fe es, fundamentalmente experiencia del amor de Dios, experiencia de su acción liberadora, experiencia de su presencia vivificadora: experiencia de libertad y amor, de vida compartida con Jesús de Nazaret... Pero hoy, ¿dónde podemos encontrarlo? ¿dónde vive?


   

 
    
Un Espíritu con él

    
          Bautizados con Espíritu. El bautismo con Espíritu, decíamos el domingo pasado, es la culminación de la creación pues hace al hombre hijo de Dios y le compromete a no ahorrarse nada, ni la propia vida siquiera, en la lucha por construir un mundo de hermanos. Al recibir el Espíritu, por tanto, el así bautizado se convierte en un hombre nuevo, en una nueva creatura que comparte con Jesús la vida misma de Dios: «Estar unido al Señor es ser un Espíritu con él».
          El espíritu es la vida en su dimensión dinámica, fuente de actividad, energía que crea, mantiene, conserva y trasmite más y más vida; el espíritu es el hombre entero visto desde su lado fuerte, activo y creador, cima de la creación. El ser humano ya es "espíritu" antes de encontrarse con Jesús; pero después de su encuentro con él, es un espíritu con Jesús; y Jesús posee en plenitud el Espíritu de Dios. Ser un Espíritu con Jesús significa, pues, participar de su misma vida y de su misma actividad, dejarse guiar por la misma fuerza, compartir la misma energía vital, tener capacidad para dar vida de la misma calidad y estar comprometido en su defensa. Ser un espíritu con Jesús significa, por tanto, participar con él de la energía creadora, libre y liberadora, vital y vivificadora del mismo Dios.
    
Templos del Espíritu
    
          Esta participación lleva al hombre a un dignidad hasta el momento insospechada: el cuerpo humano, es decir, el hombre visto desde su lado débil -dice Pablo- es templo del Espíritu Santo. De este modo el apóstol reconoce que la persona humana posee la mayor dignidad posible, dignidad absolutamente inviolable; pero, además, este reconocimiento constituye la afirmación de algo que, a los ojos humanos, según las escalas de valores vigentes en este mundo, resulta ser un verdadero disparate: en la debilidad del ser humano ha querido habitar la fuerza inconmensurable de Dios y, así, el cuerpo humano resulta ser espacio sagrado, el único espacio verdaderamente sagrado, el lugar en el que la vida de Dios -¡Dios mismo!- se hace presente.
          Pablo saca una consecuencia de esta afirmación: el cristiano debe respetar su propio cuerpo; su actividad sexual no puede nunca ofender su dignidad de templo del Espíritu Santo. Sin olvidar ésta de Pablo, nosotros podemos, -debemos- seguir sacando consecuencias de la enseñanza que él nos transmite: cualquier persona, por el hecho de serlo es imagen de Dios y es o está llamada a ser templo de Dios; su dignidad, por tanto, es inviolable. Despreciarla o pisotearla es profanar lo más sagrado que existe. La dignidad humana, que, por supuesto, debe ser afirmada y defendida independientemente de cualquier tipo de creencia religiosa, queda para el creyente reafirmada -consagrada- por la luz que le presta la fe en la presencia de Dios en el corazón del hombre.
    
    
Mirad el Cordero de Dios
    
          Juan Bautista no era más que un precursor, su misión consistía en preparar el camino al Señor, en preparar el pueblo para la llegada del Mesías. Una vez que éste se presenta, su tarea se reduce a señalar al que viene con más derecho que él a ofrecer a los hombres un nuevo proyecto de liberación de parte de Dios; «Mirad el Cordero de Dios».
          Para los israelitas, la imagen del cordero recordaba siempre la experiencia fundamental de su pueblo: la liberación de sus antepasados que vivieron esclavos en Egipto.
          Según cuenta el libro del Éxodo (12,1-14), una noche de primavera, en todas las casas de los esclavos israelitas de Egipto se sacrificó un cordero y, con su sangre, pintaron los dinteles de las puertas;  aquella señal libró de la muerte al primogénito de cada familia. Después asaron aquel cordero y lo comieron de pie, preparados para emprender un largo viaje: el camino de la liberación. Aquélla fue la última noche de esclavitud o, mejor, la primera de libertad pues, aunque todavía estaban en la tierra de opresión, Dios ya había decidido que a la mañana siguiente los esclavos saldrían de Egipto para formar un pueblo de hombres libres. Desde entonces, todos los años, al comenzar la primavera, los israelitas celebraban una fiesta en la que toda la familia se reunía para conmemorar la libertad que habían alcanzado por la fuerza del amor de Dios. En aquella fiesta volvían a sacrificar y a comer un cordero: el cordero pascual, que recordaba el paso y la presencia del Dios liberador entre su pueblo.
    
    
El pecado del mundo
    
          Al señalar a Jesús como «El Cordero de Dios», Juan Bautista está anunciando que Dios ha decidido intervenir otra vez en la historia humana para poner en marcha un nuevo proceso de liberación, a punto ya de comenzar. Y en ese nuevo camino hacia la libertad, en este nuevo éxodo, Jesús, «El Cordero de Dios», jugará un papel decisivo: como en el caso del cordero pascual, su vida y su sangre derramada serán origen de vida y liberación.
          Ésta es la segunda vez que Juan señala a Jesús usando esta expresión; la primera vez había añadido "el que va a quitar el pecado del mundo". Juan hace saber a sus oyentes que desde ahora deben dirigir sus miradas al Mesías, cuya misión consiste en liberar a los hombres de la esclavitud del pecado. Pero ahora no se trata sólo de los pecados personales, (esos debieron quedar perdonados con el bautismo de Juan, ver Marcos 1,4), sino de "el pecado del mundo".
          El mundo
es la humanidad, objeto del amor de Dios y víctima de un orden injusto; el mundo es el entramado de relaciones entre los miembros de cada sociedad y entre los distintos pueblos y que, según el evangelio, está contaminado por el pecado, por la injusticia. El proceso de liberación que va a iniciar el Cordero de Dios tiene, pues, este objetivo: mostrar a la humanidad el camino para salir del orden injusto que pudre sus relaciones, el camino para liberarse del pecado alojado en lo más íntimo de la organización de la vida colectiva. El Mesías viene a ofrecer a los hombres un modo alternativo de vivir y de convivir, libre de pecado, de injusticia, de mentira y de muerte; y por eso libre de angustia, de tristeza, de desconfianza, de llanto y de luto.
    
Maestro ¿dónde vives?
    
          Los primeros que siguen a Jesús son dos discípulos del Bautista; eran hombres que habían captado el mensaje que desde el desierto proclamó Juan y habían descubierto que estaban viviendo en tinieblas y comenzaban a sentir la necesidad de dejarse iluminar por la luz de la que Juan daba testimonio; personas, en definitiva, que habían tomado conciencia de que ellos tenían que cambiar y de que era urgente que los hombres cambiaran la manera de relacionarse, que era necesario un nuevo modo de vivir.
          Pero un modo alternativo de vivir sólo se aprende si se experimenta. Por eso cuando, después de empezar a caminar tras Jesús, éste se vuelve y les dice que qué es lo que buscan, no le preguntan por su enseñanza, aunque lo llaman «maestro», sino que se muestran interesados en conocer su vida: «Rabbí (que equivale a “Maestro"), ¿dónde vives?». Y sólo después de vivir con él ( «Llegaron, vieron dónde vivía y aquel mismo día se quedaron a vivir con él»), sólo después de experimentar el nuevo modo de vida que él propone, salen en busca de otros para compartir con ellos su experiencia: «Hemos visto al Mesías». A la experiencia y a la adhesión personal con Jesús sigue el compromiso con su proyecto, la puesta en práctica del mismo y el anuncio de su mensaje, para invitar a muchos más a que conozcan primero y se comprometan después con Jesús y su proceso de liberación.    

Y ahora, ¿dónde vive?
    
          En nuestro mundo sigue reinando la tiniebla. La violencia contra los pobres, la injusticia elevada a la categoría de ley, el abuso de la fuerza en contra de los débiles, la corrupción y el cinismo en la política doméstica e internacional, el hambre y la miseria que sufre la mayor parte de la humanidad mientras que  los pueblos ricos derrochan los recursos y destruyen los que les sobran para que no bajen los precios, la hipocresía de los que hablan de paz mientras se enriquecen con el tráfico -legal o ilegal, eso poco cambia la valoración ética del asunto- de armas...,  el pecado del mundo.
          Porque, por ejemplo: ¿no es pecado del mundo lo que está sucediendo con los pueblos de África, empobrecidos primero por la codicia de los europeos y rechazados después cuando vienen a participar de la riqueza que se amasó con los recursos que se les robaron? ¿No es  pecado del mundo que nadie acuda de manera efectiva a atender a los millones de africanos que enfermos de SIDA y a los que nadie ofrece los medicamentos que les podrían garantizar, si no la salud, sí al menos una vida digna? ¿Y no es  pecado del mundo -es decir, consecuencia de un mundo en el que los valores que más se aprecian son contrarios al plan de Dios- que todo eso suceda porque se le da más valor al dinero, al beneficio, al capital que a la persona? ¿No se muestra también el pecado del mundo en las violaciones de los derechos humanos que se producen en todos los rincones del mundo, incluidos países considerados “civilizados” y de “cultura cristiana”? En nuestro mundo, la imagen de Dios está siendo constantemente pisoteada, sus templos profanados.
          En estas circunstancias, el Cordero de Dios sigue ofreciendo a todos su propuesta de liberación, su modo alterativo de vivir. Pero ya no está el Bautista para señalar el paso de quien ya no pisa con sus pies de carne los caminos de este mundo. Sigue viviendo aquí de otro modo... Pero, ¿dónde?
          En su nombre se sigue predicando y se siguen denunciando las injusticias y los pecados del mundo éste, pero, ¿y su vida? Sin duda que hay algunas, quizá muchas, comunidades de seguidores de Jesús -en las selvas del Amazonas o en los campos de Nicaragua, entre los campesinos bolivianos o en las comunidades perdidas en lo más profundo de las sabanas de África o en los suburbios más pobres de sus ciudades...- en las que se practica y se puede experimentar su manera de vivir; pero entre nosotros, en el llamado “Occidente cristiano”, en  nuestras lujosas parroquias, en nuestra poderosa Iglesia, ¿se viven los valores evangélicos, -la libertad, la justicia, el respeto de los derechos humanos, el amor-, de modo que cualquiera que viva con nosotros, observando como vivimos, pueda decir «he encontrado al Mesías»?
          Pues, de acuerdo con lo que dice el evangelio de Juan, Jesús vendrá a vivir con los que asuman su estilo de vida: «Uno que me ama cumplirá mi mensaje y mi Padre le demostrará su amor: vendremos a él y nos quedaremos a vivir con él» (Jn 14,23). Dios Padre, Hijo y Espíritu, está presente en quien vive al estilo de Jesús, en quien camina  con él por los caminos de la liberación y, liberado, se hace liberador, en quien, solidario con él, con él se hace cordero de Dios. Y ahí, donde él vive, es donde se puede experimentar el modo de vida que propone Jesús.

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