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Sagrada Familia
  31 de diciembre de 2017
 

 Semilla de una gran familia

     Dios quiso ser hijo en una pequeña y humilde familia de Galilea para, desde ella, empezar su tarea de proponer a la humanidad el ideal de una gran familia; quiso amar a sus padres para, siendo hijo, enseñarnos a todos a ser hermanos, hijos de un solo Padre; y por medio de esa familia se integró, como hombre, en la Historia de la Liberación para abrirle camino, por la justicia, al amor. La familia cristiana debe ser una pequeña comunidad cristiana, en la que los valores evangélicos encuentren el más fértil campo de cultivo: la experiencia del amor y el compromiso con la liberación de los pobres deben ser sus rasgos distintivos. Y la alegría de saber que, en el Padre de Jesús, todos, padres e hijos, somos hermanos.




Honrarás padre y madre


     La primera lectura es una reflexión o una explicación del mandamiento de la Ley mosaica que manda honrar padre y madre. El autor del libro del Eclesiástico, que pone de manifiesto un gran aprecio por la institución familiar, considera, en primer lugar, que los padres han recibido de Dios una autoridad que los hijos están obligados a respetar: Dios se sentirá honrado y respetado cuando los hijos honren y respeten a sus padres.
     Esta actitud de los hijos respecto a los padres debe mantenerse en cualquier circunstancia, pero hay una situación en la que es aún más necesaria: cuando los padres vean mermadas sus facultades y, afectados por los achaques de la vejez, ya no puedan valerse por sí mismos, cuando no puedan conseguir los medios necesarios para vivir con dignidad, cuando la edad se haya convertido en debilidad, entonces honrar a los padres significará no sólo el seguir respetándolos, sino también el no permitir que sufran necesidad alguna: «Hijo mío, se constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras viva; aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes... La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados». El apoyo a los más débiles es una norma de conducta que debe aplicarse ya en las relaciones internas de la familia.


Más allá de la familia

     El horizonte de la familia de Jesús, perspectiva que ya anticipan las lecturas de la liturgia de esta fiesta, trasciende en mucho los límites de la familia.
     Por un lado, la  carta a los Hebreos vuelve su mirada hacia Abraham. Cuando todo parecía perdido, cuando la humanidad estaba totalmente dividida, cuando su relación con Dios parecía definitivamente arruinada, Abraham fue elegido por Dios para poner en marcha un nuevo proyecto. Él era ya anciano; su esposa también. Y Dios les anuncia que van a ser padres de un hijo de cuya descendencia nacerá un gran pueblo que servirá de ensayo para la creación de una nueva humanidad (Gn 12,1-3).
     Por otro lado, la ceremonia a que se refiere el evangelio, celebrada en el templo de Jerusalén, la consagración al Señor del hijo primogénito, introduce al niño en la historia de la liberación de su pueblo, de Israel. Así explica el libro del Éxodo el significado de este rito: «Cuando mañana tu hijo te pregunte, "¿Qué significa esto?", le responderás: "Con mano fuerte nos sacó el Señor de Egipto, de la esclavitud..." Será para ti como señal en el brazo y signo en la frente, de que con mano fuerte te sacó el Señor de Egipto» (Ex 13,2.11-12a.11-16). Es de destacar, también, que la ofrenda que debe presentar la madre -dos tórtolas o dos pichones- nos revela que se trata de una familia pobre -los ricos debían ofrecer un cordero y un pichón o una tórtola (Lv 12,8); son los pobres quienes, en tiempo de Jesús -y en nuestro tiempo- están realmente necesitados de liberación.      El significado de este rito es insertar al recién nacido en la Historia de la Salvación que consiste en la serie de intervenciones liberadoras de Dios que comenzó mucho tiempo antes, cuando el Señor se fijó en un puñado de esclavos, descendientes de Abraham y les mostró su favor: de esa historia forma parte aquella familia y entra a formar parte el recién nacido. Pero en este caso no se trata de un simple recuerdo, sino de un paso -el paso más importante en toda esa historia- hacia adelante.
     Finalizada ya de la ceremonia, aparecen dos personas, Ana y Simeón, dos ancianos habitantes de Jerusalén, que descubren que en Jesús continúa la historia de la liberación. Pero mientras que Ana se queda dentro de los límites de su nación -«hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén»-, Simeón -de quien se dice tres veces que está inspirado por el Espíritu Santo-, los traspasa y descubre que la acción liberadora de Dios avanzará y se ensanchará con aquel niño en beneficio de todos los pueblos, en favor de todas las naciones.

Una gran familia

     A pesar del horizonte universalista que aparece ya en la vocación de Abraham (Gn 12,3), era creencia común entre todos los paisanos de Jesús que el Mesías vendría exclusivamente para su pueblo, para Israel. Cuando llegara, purificaría las instituciones, restablecería la justicia en las relaciones entre los israelitas y, sobre todo, engrandecería su nación hasta devolverle con creces el esplendor que había alcanzado en tiempos del rey David. Es cierto que, ya desde los tiempos más antiguos, estaba abierta la puerta para que todos los que quisieran incorpor
arse a la religión y al pueblo judíos pudieran hacerlo, aunque no fuesen israelitas de nacimiento. E incluso los antiguos profetas habían anunciado que un día todas las naciones acudirían a Jerusalén a dar culto al Dios de Israel (véase, por ejemplo, Is 49,6; 56,1-8; 66,18-23). Pero Israel siempre quedaba en el centro (véase Is 60,1-9; 66,20).
     El anciano Simeón, «que aguardaba el consuelo de Israel» y que aún mantiene la idea de que todo redundará en «gloria de tu pueblo, Israel», se coloca en el punto más avanzado de esta perspectiva: el Mesías, que él descubre en el hijo de aquella muchacha que se presentaba en el templo para cumplir sus deberes religiosos, ha sido «colocado ante todos los pueblos como luz para alumbrar a las naciones».

     Jesús ofrecerá a todos los hombres, por encima de las diferencias de nación, raza y religión, la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios; y el conjunto de esos hijos de Dios constituirá la verdadera familia de Jesús.
      Ese proyecto chocará una y otra vez con la mentalidad nacionalista y exclusivista de sus paisanos que esperaban de Dios la liberación, pero sólo -o por lo menos en primer lugar- para Jerusalén, para Israel.  Ni siquiera María, la madre de Jesús, se va a librar de este conflicto: ella participa de la mentalidad de sus paisanos y tendrá que dejar que el mensaje de su hijo separe, también en ella, lo que aún es válido de lo que ya se ha cumplido y es, por tanto, caduco; por eso el conflicto en el que se desarrollará la misión de su hijo le afectará de un modo especial pues la muerte de su hijo será, además, el fracaso de la salvación de su pueblo, tal y como ese pueblo la esperaba: «y a ti, tus anhelos te los truncará una espada (literalmente: mientras que a ti una espada te traspasará el corazón)». Quizá uno de los momentos en que este discernimiento resultará más doloroso será cuando Jesús tenga que dejar claro que, para él, la familia que realmente importa es la que tiene a Dios por Padre y a todos los hombres que quieran serlo por hermanos: «Madre y hermanos míos son los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen por obra» (Lc 8,21).

La familia de Jesús

     De la Sagrada Familia, la formada históricamente por José, María y Jesús, el evangelio nos dice muy poco, casi nada. Algunos evangelistas ni siquiera se refieren al período de tiempo en el que Jesús vivió en Nazaret con María y José. Lo que sí sabemos es que el conflicto que provocó Jesús al romper con todo lo que impedía la transformación de la humanidad en un mundo de hermanos, ese conflicto afectó en primer lugar a su familia de Nazaret. Recordemos lo que pasó cuando Jesús se quedó en el templo: cuando lo encontraron, su madre le regañó y Jesús respondió: «¿No sabíais que yo tengo que estar en lo que es de mi Padre?» (Lc 2,49). Y así, tanto José como María se vieron en la necesidad de romper con su tierra y su pasado para defender a Jesús y ponerse de su parte. De José sabemos poco. Mateo nos dice que tuvo que abandonar su tierra para defender a Jesús, recién nacido, de la crueldad de Herodes (Mt 2,13-14); de María sabemos algo más, aunque no mucho. Desde que aceptó el anuncio del ángel (Lc 1,26-38) hasta que se integró en la comunidad cristiana después de la resurrección de su hijo (Hch 1,14) debió sentir cómo aquella espada, de la que le habló el anciano Simeón, cortaba y separaba, una y otra vez, todo lo que podría haberle impedido colaborar con su hijo en la lucha por convertir el mundo entero en una gran familia. Así, la importancia de la Sagrada Familia de Jesús, José y María consiste, sobre todo, en haber sido el comienzo de la gran familia de Jesús. Por eso es la primera y el modelo de las familias cristianas.

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