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Domingo 27º del Tiempo Ordinario
8 de octubre de 2017
 

  Un pueblo que produzca esos frutos



     Los dirigentes de Israel, orientando mal al pueblo, hicieron que se frustrara el plan de Dios. Jesús denuncia enérgica y claramente la culpa de los dirigentes, pero no exime de responsabilidad  a un pueblo que aceptó sin demasiadas protestas el yugo que éstos le impusieron. Por eso Jesús anuncia que el Reino de Dios pasará, no a otros dirigentes, sino a otro pueblo que deberá asumir el compromiso de dar los frutos que Dios espera: derecho, justicia, libertad, amor, felicidad. Esa es nuestra responsabilidad.

 



Los lamentos de un poeta

                        
     El proyecto que Dios comenzó a realizar cuando liberó a los israelitas de la esclavitud se fijaba como objetivo la constitución de una sociedad organizada de tal modo que las relaciones entre sus miembros se rigieran por la justicia y el derecho. Dios puso de su parte todo lo necesario; en el poema de Isaías, el pueblo, representado en la viña, es objeto de los cuidados y del amor de Dios: «La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas, construyó en medio una atalaya y cavó un lagar».
     Todos estos trabajos simbolizan las acciones de Dios en favor de su pueblo, especialmente la comunicación de su proyecto, el diálogo que mantuvo con él por medio de la Ley y los Profetas. El objetivo de la actividad divina consiste, tal y como expresan los versos de este poema, en que Israel sea un pueblo, una sociedad regida por los principios del derecho y la justicia: «Esperó de ellos derecho..., esperó justicia...». Ese es el fruto que buscaban los trabajos de Dios: que entre los hombres haya más derecho, más justicia y más amor (pues el vino, fruto último de la viña, simboliza en los profetas y en otros libros bíblicos, especialmente en el  Cantar de los Cantares, el amor. Ver 1,2;7,10;8,2).
     No pasemos por alto este dato: el fruto que Dios esperaba y quería encontrar en su viña no es nada que se refiera directamente a Él mismo; que nosotros le obedezcamos o no, que acojamos y vivamos su palabra, que nos relacionemos con él y le demos culto... todo eso a Dios no le aporta nada que él pudiera necesitar. Dios habla a la humanidad y se preocupa por ella por una sola razón: por amor; y por amor le indica qué debe hacer para instalar el Cielo en la Tierra, para que los hombres encuentren el camino de la convivencia armónica y de la felicidad.  La elección de Israel era el primer paso, pero... el proyecto de Dios se frustró porque el pueblo no supo o no quiso o no lo dejaron ponerlo en práctica.
     Isaías era un poeta que aceptó el encargo de hablar en nombre de Dios al pueblo de Israel. Con el poema que se lee como primera lectura de este domingo, el profeta describe la desesperación del apasionado amor de Dios que se ve rechazado una y otra vez. En sus palabras resuena el dolor del amor de Dios que no ha sido correspondido y, al mismo tiempo, el dolor de quiénes sufren la injusticia y ven sus derechos violados.
     Dios está, pues, decepcionado con «su viña»: el pueblo que había elegido para que sirviera de  ejemplo del modelo de convivencia que Él quiere para toda la humanidad, aunque no dejaba de rezar con la boca, aunque celebraba muchos ritos y ceremonias religiosas, aunque había llenado su vida de leyes de carácter religioso..., no correspondía al amor de Dios dando los frutos de justicia que Dios quería; al contrario, la violencia de los poderosos había implantado la injusticia en el pueblo; y al pueblo sólo le quedaron dos posibilidades: o la complicidad, o los lamentos.

Los perdió la ambición

     Jesús, en la parábola del evangelio de hoy, para que no caigamos en el mismo error, trata de explicarnos las razones que llevaron a Israel a defraudar las expectativas que Dios había puesto en ellos. En el poema de Isaías, al final, se deja entrever que en el pueblo hay, al mismo tiempo, responsables y víctimas de esta situación; Jesús señala directamente a los dirigentes religiosos de Israel como los máximos responsables de esta carencia de fruto; y éstos se dan perfecta cuenta de que es a ellos a quiénes acusa Jesús: «Al oír sus parábolas, los sumos sacerdotes y los fariseos se dieron cuenta de que iban por ellos.» (Mt 21,45).
     Y, además, explica las razones que les llevaron a consumar su traición: fue la ambición lo que los perdió. Y no sólo la codicia -también, por supuesto-, sino, sobre todo, el deseo de poder que los llevó a intentar ocupar el lugar de Dios: el dominio sobre el pueblo, sobre las vidas y las conciencias de sus fieles, el poder y el prestigio que eso les proporcionaba, ese era su último objetivo. Y para conseguirlo estaban dispuestos a pasar por encima de la voluntad de Dios y de la vida de su Hijo: «Los labradores, al ver el hijo, se dijeron:  -Este es el heredero: venga, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Lo agarraron, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron». Con otras palabras: lo que ellos pretendían era que el pueblo de Dios fuera el pueblo de los sumos sacerdotes, de los dirigentes, de los fariseos, el pueblo propiedad de los poderosos. Sus errores no se deben, por tanto, a equivocaciones involuntarias, sino al propósito, totalmente consciente, de defender intereses muy concretos: ellos no creen lo que predican, no creen en el Dios al que invocan y cuyo culto y adoración promueven en sus ceremonias; sólo creen en sí mismos, sólo pretenden asegurar la permanencia de sus privilegios. En realidad ellos habían elegido como su dios al poder que da el dinero; y a ese dios, y no al Señor, era a quien de verdad servían. Y sirviendo a tal señor no es de extrañar que se opusieran al plan de Dios con todos los medios, incluida la violencia, persiguiendo hasta la muerte a quienes se atrevieran a hablar en nombre del Dios de la liberación; y en esa violencia se incluía -ya lo hemos dicho- el asesinato del Hijo.
     Al pueblo, más víctima que verdugo, también le corresponde su parte de responsabilidad, como se pondrá de manifiesto cuando, manipulado por los dirigentes, pida al gobernador romano la muerte de Jesús (Mt 27,20). Jesús está de acuerdo con el profeta Isaías en una cosa: Dios no ha recibido de su pueblo más fruto que violencia y muerte. La muerte de Jesús, la muerte de su hijo, será el último y más amargo de todos estos frutos.

La viña será otro pueblo

     Isaías anunciaba un duro castigo de parte de Dios: «Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña:... La dejaré arrasada, no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos, prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella». Las palabras de Isaías tienen un acento amenazador: Dios va a castigar a su pueblo permitiendo que caigan sobre él todos los desastres; la destrucción y la ruina más absoluta serán el resultado de haber vuelto la espalda al plan de Dios. Es como si Dios renunciara definitivamente a su proyecto.
     Jesús, que conoce al Padre mucho mejor que Isaías, anuncia un desenlace distinto; el proyecto sigue en pie, modificado, mejorado, aumentado: Dios quiere que los hombres no sólo practiquen el derecho y la justicia, sino que se quieran y vivan como hermanos; Dios no se conforma con un mundo justo, quiere un mundo fraterno. Pero serán otros quienes lleven ese proyecto a la práctica. Israel, con sus dirigentes a la cabeza, se encamina a la ruina; otros tomarán el relevo: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos».
     Ese pueblo -nacido precisamente de la sangre del Mesías, de la sangre derramada por la violencia del imperio estimulada por los dirigentes de Israel -  somos nosotros, los que nos llamamos cristianos, todos los que hemos dado nuestra adhesión a Jesús y nos hemos puesto de su parte en el conflicto que lo sigue enfrentando con los poderes de este mundo. Pero ser el pueblo de Dios no es un título que una vez conseguido ya nadie nos puede discutir;  son los frutos los que mostrarán que somos el pueblo de Dios. Y los frutos que el Padre espera son todo aquello -acciones, valores, actitudes, compromisos- que contribuye a ir transformando este mundo hasta convertirlo en un mundo de hermanos: la justicia, la libertad y la liberación de los hombres y de los pueblos, la igualdad, la paz, la vida, el amor y la fraternidad...
     Ese pueblo es la Iglesia, la comunidad cristiana. Y cuando pensamos en ella, eso es lo que nos debe preocupar: no su prestigio humano, ni sus éxitos políticos, ni sus privilegios en la sociedad civil. Sólo debe preocuparnos de verdad si el fruto que estamos dando es el que el Padre espera: ser para los hombres un espacio en el que todos puedan vivir como hijos de Dios y hermanos unos de otros. Sin convertir jamás a la Iglesia en fin en sí misma, porque eso seria volver a traicionar al dueño de la viña.

Esa es nuestra responsabilidad

     Esa es nuestra responsabilidad: no tanto asegurar la permanencia o la grandeza de nuestra institución, sino vivir como Dios quiere y mostrar a los hombres, con nuestra vida, que viviendo de esa manera triunfa la libertad y, mediante la práctica del amor, los hombres van consiguiendo solidariamente la verdadera felicidad.
     La palabra de Dios constituye, una vez más, un juicio crítico de nuestro comportamiento. ¿Cuáles son los frutos que nosotros, la viña nueva del Señor, podemos presentar? ¿Derecho, justicia, amor? ¿Libertad, vida? ¿Fraternidad?
     Si no podemos presentar ninguno de estos frutos, si son más bien escasos, aunque no sea nuestra toda la culpa, ¿qué parte de responsabilidad nos corresponde a nosotros? ¿Cuál es nuestra actitud? ¿El silencio cómplice? ¿La cómoda cobardía? ¿Acabaremos también nosotros pidiendo la cabeza de los que intentan comportarse con la libertad de los que se sienten hijos sólo del Padre de Dios y pretenden vivir como hermanos de todos los hombres?

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