
2 de febrero de 2025 |
Integrados, no condicionados
Integrados en nuestro ámbito cultural, pero sin renunciar a una actitud crítica y autocrítica; solidarios con nuestro entorno social, pero abiertos a la universalidad, miembros de la que queremos que sea la única familia humana. Anunciando con entusiasmo la Buena Noticia de Jesús, pero sin imponerla y sin confundirla con nuestra cultura, convencidos y agradecidos porque el Padre ha puesto a disposición de todos los pueblos su salvación, su amor.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Malaquías 3,1-4 | Salmo 23[24],7-10 | Hebreos 2,14-18 | Lucas 2,22-40 |
Un Dios poderoso y terrible
Tanto la lectura de Malaquías como el salmo que se leen en la liturgia de hoy nos hablan de la entrada del Señor en el Santuario.
El Dios del Antiguo Testamento aparece con frecuencia como un Dios justiciero y terrible, como un Ser Supremo que triunfa sobre sus enemigos y que castiga tanto a estos como a sus fieles cuando lo traicionan.
Malaquías que el Señor se presenta como juez que acusa severamente a los israelitas y, especialmente, de sus dirigentes religiosos por su comportamiento contrario a la alianza: «¿No tenemos todos un solo padre?, ¿no nos creó un mismo Dios?, ¿por qué uno traiciona a su hermano profanando la alianza de nuestros antepasados?» (2,10).
Por eso van a ser juzgados. El juicio terminará en un castigo correctivo y sanador y en la posterior reconciliación de dirigentes y pueblo con el Señor (3,4.13).
El salmo 23/24 nos presenta otra imagen de Dios resaltando su grandeza, su fuerza, su gloria, su triunfo, haciendo su entrada en el templo.
Israel se siente un pueblo elegido por el Señor con el que les una alianza; pero los profetas, como Malaquías, ponen de manifiesto que ese pueblo ha sido muchas veces infiel, al contrario que el Señor que ha mantenido siempre su lealtad: «Yo, el Señor, no he cambiado y vosotros, hijos de Jacob, no habéis acabado. Desde los tiempos de vuestros antepasados os apartáis de mis preceptos y no los observáis». (Mal 3,6-7)
A pesar de todo, El Señor se mantiene fiel y no abandona a su pueblo.
Un recién nacido, pobre e indefenso
El evangelio nos habla de la primera entrada de un niño en el templo. El que entra ahora no es alguien fuerte, poderoso o triunfador: es un niño, miembro de una familia alejada de los centros del poder, una familia humilde y pobre.
Una de las ceremonias a que se refiere el evangelio, que debería celebrarse en el templo de Jerusalén, consistía en la consagración al Señor de un hijo primogénito, para introducirlo de este modo en la historia de la liberación de su pueblo, de Israel. Así instituye el libro del Éxodo este rito el mismo día de la salida de Egipto: «El Señor dijo a Moisés: Conságrame todos los primogénitos israelitas; el primer parto, lo mismo de hombres que de animales, me pertenece. Y Moisés dijo al pueblo: Acuérdate siempre de este día, en que habéis salido de Egipto, de la esclavitud, cuando el Señor con mano fuerte los sacó de allí.» (Ex 13,1-2. Ver también 13,11-12a.15-16).
El significado de este rito es insertar al recién nacido en la Historia de la Salvación que consiste en la serie de intervenciones liberadoras de Dios que comenzó mucho tiempo antes, cuando el Señor se fijó en un puñado de esclavos, descendientes de Abraham y les mostró su favor: de esa historia forma parte aquella familia y entra a formar parte el recién nacido. Pero en este caso no se trata de un simple recuerdo, sino de un paso -el paso más importante en toda esa historia- hacia adelante.
Una segunda ceremonia era la purificación de la madre (se consideraba impura desde el parto). La ofrenda que presenta María -dos tórtolas o dos pichones- nos revela que se trata de una familia pobre -los ricos debían ofrecer un cordero y un pichón o una tórtola (Lv 12,8); son los pobres quienes, en tiempo de Jesús -y en nuestro tiempo- están realmente necesitados de liberación.
En ese niño, Dios revela su fidelidad
Antes de que se celebre esas ceremonias, aparecen dos personas, Simeón y Ana, dos ancianos habitantes de Jerusalén, que descubren que en Jesús continúa la historia de la liberación. Ambos dan testimonio de que, a pesar de las infidelidades del pueblo, Dios se mantiene fiel. Y va a cumplir su palabra.
Simeón acude al templo, no a participar en ninguna ceremonia cultual, sino impulsado, dice Lucas, por el Espíritu Santo.
Con el niño en brazos, recita una oración que es, al mismo tiempo, una acción de gracias y un anuncio: acción de gracias porque las promesas de las que era depositario el pueblo de Israel se van a cumplir, se están cumpliendo ya, ahora.
También Ana espera que se cumplan esas promesas, pero mientras ella reduce esa esperanza a los límites de su pueblo -«hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén»-, las palabras de Simeón -de quien se dice tres veces que está inspirado por el Espíritu Santo-, traspasa esos límites y descubre que la acción liberadora de Dios avanzará y se ensanchará con aquel niño en beneficio de todos los pueblos, en favor de todas las naciones.
Ese niño será quien descubrirá en qué consiste la fuerza y cómo se manifiesta la fidelidad del Señor.
Integrado... pero no condicionado
Las ceremonias a las que se refiere este relato, que se celebran después del encuentro de con Simeón y Ana, por un lado, revelan que José y María cumplían las leyes religiosas y, por otra, informa de que Jesús es insertado en un contexto cultural y religioso determinado: la cultura y la religión del pueblo judío de aquella época.
Desde este punto de vista, Jesús no es un personaje celestial que se ha hecho presente en el mundo de los hombres, pero ajeno a ese mundo. No; Jesús es, como se llamará después él mismo, Hijo de Hombre, ser plenamente humano, miembro de una familia, perteneciente una comunidad humana, Nazaret, que, como dice Lucas, «crecía y se robustecía, llenándose de saber, y el favor de Dios descansaba sobre él», en esa comunidad y en esa familia, como todos los seres humanos.
Pero, como dejará claro en la siguiente escena (la última de los relatos de la infancia, que se leyó en la liturgia del domingo de la Sagrada Familia), su misión en el mundo no estará condicionada ni por sus lazos familiares, ni por la cultura o la religión en la que ha sido integrado pues él, en el templo, se sentará como un maestro y a los que se consideraban maestros los desconcertará con sus preguntas y sus respuestas; y cuando su madre le pide cuentas le hará saber que su lealtad incondicionada está con el designio de quien es su Padre: «¿No sabíais que yo tengo que estar en lo que es de mi Padre?»
¿Y, ahora, nosotros...?
A lo largo de la historia, los cristianos parece que no hemos tenido demasiado claras algunas de las conclusiones que deberíamos extraer de lo que acabamos de comentar.
En primer lugar, el anuncio de la Buena Noticia, de la oferta de liberación que Jesús proclamará cuando inicie su misión (lo que tradicionalmente se ha llamado si vida pública), no se puede hacer desde el poder, ni con la fuerza. No es un rey o un príncipe victorioso el que se presenta en el templo, sino un niño, miembro de una familia trabajadora, pobre y humilde.
En segundo lugar, ese mensaje es compatible con cualquier cultura, pero no se identifica con ninguna. Por eso, el anuncio del mismo debe evitar confundir el núcleo del mensaje con la mentalidad o las tradiciones de quien lo anuncia, para que pueda ser acogido e inculturado en el ámbito vital de quien lo escucha.
Finalmente, la Buena Noticia de Jesús, tendrá que ser siempre una instancia crítica en cualquier grupo o sociedad; porque los modos de vida que nos hemos dado los seres humanos tienen todos valores muy estimables, pero, al mismo tiempo, encierran actitudes, hábitos y prácticas incompatibles con la posibilidad de que el ser humano alcance su plenitud, objetivo al que nos orienta e impulsa la Buena Noticia de Jesús.