1 de enero 2021 |
Madre de Dios y de la Liberación
«De modo que ya no eres esclavo, sino hijo». Con estas palabras afirma Pablo en la carta a los Gálatas que lo que Dios quiere para el hombre es que sea plenamente libre y, en su Hijo, afirma la posibilidad y el derecho a ser libres pues nos llama a ser hijos e hijas suyas, hermanas y hermanos del hijo de Dios. Por eso, porque él quiso ser hermano nuestro en María y porque ella siempre fue fiel al Dios de la liberación, podemos llamarla también “Madre de la Liberación”.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Números 6,22-27 | Salmo 66,2-3.5-6.8 | Gálatas 4,4-7 | Lucas 2, 16-21 |
El señor se fije en ti
En medio de una serie de instrucciones para los sacerdotes, el libro de los Números, que sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún reciente la experiencia de la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, te muestre su rostro radiante y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz». La paz es la situación que se alcanza cuando se poseen todos los bienes que puede desear un hombre, el conjunto de todos los beneficios que puede el hombre recibir de Dios, la meta última de todo lo que Dios está haciendo por su pueblo: un hombre en armonía consigo mismo, con la naturaleza y con sus semejantes; un pueblo en el que reina la concordia entre sus miembros y que mantiene relaciones de respeto y lealtad con sus vecinos. Un hombre y un pueblo en paz que se logra del todo en la amistad con Dios y en la realización de su proyecto para el género humano.
El pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso que empezó con la salida de Egipto y la liberación de la esclavitud; y cuando llegue a la tierra que Dios le va a entregar, deberá organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y tendrá que establecer relaciones de amistad con sus vecinos. La paz es, por tanto, la meta. Pero en nombre de la paz no se puede eludir el proceso: para llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino (eso fue el éxodo, el periodo en el que los israelitas debieron aprender a vivir de acuerdo con la voluntad del Dios de la liberación para hacer realidad ese modo de vida en la tierra prometida). El fin último no es la liberación, sino la paz, pero la no es posible sin la justicia, es incompatible con la opresión.
Pedimos a Dios que nos conceda la paz. Pero, dado que este mundo y su organización los ha dejado Dios en manos de los hombres, la paz se revela, al mismo tiempo, como un don de Dios y como una conquista, un compromiso y una tarea del hombre.
Hijo, no esclavo
Esta bendición tiene al menos dos mil cuatrocientos años de antigüedad y sigue siendo una aspiración presente en el corazón de todos los hombres de buena voluntad, una aspiración tristemente frustrada en tantas y tantas ocasiones. Su fracaso empezó a fraguarse cuando lo que Dios había querido que fuera una garantía de libertad y justicia se convirtió en instrumento de opresión y de esclavitud: la Ley. Los mandamientos de Dios habían sido dados para que sirvieran al hombre (Lc 6,5; véase Mc 2,27); pero los funcionarios de la religión, traicionando su función y su fe, habían puesto al hombre al servicio de las normas para que, así, estuvieran al servicio de ellos y al servicio de los intereses de los poderosos; de ahí el rechazo de Jesús a la ley como medio de relación entre Dios y los hombres: a través de Jesús, Dios nos dice que, para los que quieran ser sus hijos, ya no hay leyes, sino sólo su Espíritu, que es energía de vida y amor: «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior al Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!».
En la organización patriarcal de la familia, vigente en la Palestina de los tiempos de Jesús, convivían en la misma casa, en la casa del padre, tanto los hijos como los siervos. Todos estaban sometidos a la autoridad del padre, pero mientras unos, los hijos, eran considerados hombres libres, otros, los siervos, tenían un grado de libertad prácticamente inexistente. A estos últimos, a los siervos, compara Pablo los hombres sometidos a la Ley -se refiere a la Ley de Moisés, a los “diez mandamientos”-, y a los hijos, los que ya no están sometidos a ella; el paso de una situación a otra, de siervos a hombres libres, se produce cuando el hombre da su adhesión a Jesús y a su mensaje, con el don del Espíritu, con el ser recibidos como hijos en la casa del Padre Dios: el Espíritu, recibido y aceptado libremente, convierte al hombre en hijo de Dios, llevando así a término la tarea de Jesús: «rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que recibiéramos la condición de hijos».
La expresión “cuando se cumplió el plazo” revela el sentido del Antiguo Testamento: la elección de Israel tenía fecha de caducidad: sólo era el primer paso de un proceso mucho más ambicioso. Tanto el modelo de religiosidad, centrado en el cumplimiento de la Ley, como el papel privilegiado de Israel representan una situación provisional, experimental, que habría de desembocar en un hombre plenamente autónomo y libre y en una humanidad global y fraternalmente reconciliada.
Mujer
Para realizar esta misión, dice Pablo, «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción». Pablo quiere subrayar que esta tarea quiso realizarla el Padre desde abajo, haciéndose presente, en un hombre, en el mundo de los hombres. Jesús no fue un dios disfrazado de hombre. Su carne no era una máscara: la suya era carne nacida de una mujer, de una mujer pobre y sencilla en la que se fijó de manera especial la mirada de Dios (Lc 1,48), centrando en ella el cumplimiento de todas las promesas del Señor a su pueblo.
Es posible que, acostumbrados a ver a María disfrazada de reina barroca, nos cueste trabajo imaginarla como mujer y como madre; una mujer joven, muy joven -no mucho más de quince años podría tener cuando nació Jesús-, insegura, como cualquier otra primeriza en los días anteriores y durante el parto mismo, inexperta al poner sus primeros pañales al niño recién nacido, con la mirada dulce y tierna al contemplarlo por primera vez, temblorosa, quizá, al tomarlo en sus brazos... Una mujer de pueblo, sencilla, sorprendida por todo lo que estaba pasando, sin entender demasiado bien cómo el que había sido anunciado como el Mesías de Dios, el liberador de Israel, el que daría cumplimiento definitivo a las promesas del Señor, venía al mundo de aquella manera, nacía de ella, en aquel ambiente, entre aquella gente... Una mujer que, sin embargo, porque mantenía su confianza en Dios, era capaz de escuchar y creer, capaz de creer y de poner por obra aquello que creía. Por eso su sorpresa se transforma en escucha atenta del mensaje que le ofrecen los hechos que esta viviendo, hechos que quedan en su memoria para el recuerdo y que provocan la contemplación y la meditación: «María, por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto meditándolo en su interior.»
Ella fue una mujer que, como todos los seres humanos, tuvo que someterse a un proceso, a veces difícil, con momentos de especial dureza, para ir alcanzando con la plenitud de la fe su propia liberación, para ir incorporando a su papel de madre su vocación de hermana. Seguro que le resultó difícil tener que dar a luz en un establo y acostar a su hijo en un pesebre; sin duda que se sintió sorprendida al ver a los pastores que llegaban buscando a su hijo recién nacido...
Una mujer que, en el evangelio de Lucas asume las funciones que en la cultura hebrea del tiempo correspondían al varón: es ella la que deberá poner nombre a su hijo (Lc 26,31; en Mateo 1,21 esta función se le encarga a José); a ella se dirige el anciano Simeón en el Templo (2,34) y es ella la que se dirige a Jesús para reprocharle su conducta, cuando se quedó sin que sus padres lo supieran en el Templo de Jerusalén (2,48). Y ella es, como hemos visto, la que guarda, recuerda y medita las experiencias que la colocan en primera línea en la Historia de la Liberación.
Madre de Dios
La afirmación de que María es Madre de Dios no es sólo un problema para que los teólogos demuestren su talento resolviendo cuestiones difíciles (¿Cómo Dios puede ser hijo de una mujer? ¿Cómo una mujer puede ser Madre de Dios?); esa afirmación, cualquiera que sea la explicación que den los sesudos teólogos, tiene un significado muy importante para nosotros: si María es Madre de Dios es porque Dios ha querido tener cara de hombre, rostro humano. Y, desde ese momento, porque así lo ha querido Él, sólo el rostro del Hombre1 -del ser humano, varón y mujer- lleva a conocer el rostro de Dios.
Este es el que llamamos «misterio de la encarnación», el hecho que estamos celebrando estos días: que Dios se ha querido manifestar en la carne humana. Si hasta este momento alguien pensaba que existía alguna competencia entre Dios y la humanidad, si algún grupo de hombres o alguna religión habían visto a Dios como enemigo del hombre, a partir de este hecho esa pretendida enemistad, esa competencia, se muestra vacía de sentido: los intereses de Dios ni son incompatibles ni entran en competencia con los de la humanidad, puesto que lo que Dios quiere es el bien del hombre. Y, además, si alguien quiere acercarse a Dios no podrá alejarse de los hombres; al contrario: es en el Hombre en donde Dios primero se manifiesta, es el Hombre el camino más corto para llegar a Dios.
Mujer, no diosa
Aunque no podemos dar a los relatos de la infancia un carácter histórico, en sentido estricto, está claro lo que este cuadro que pinta el evangelio nos quiere revelar: María era una mujer fuerte, porque estaba llena de la fuerza del Espíritu, pero de carne y hueso frágiles y humanos.
Por eso, si dejamos de ver a María como una mujer para considerarla una especie de diosa el misterio de la encarnación no tendría ningún sentido. Jesús seguiría siendo hijo de los dioses, pero no sería «el Hombre». No seria para nosotros el guía de nuestra propia especie que nos va indicando el camino, el hermano que nos enseña a vivir como hermanos. Una vez más, las cosas se habrían arreglado desde arriba y Dios seguiría lejano e inaccesible para los hombres.
Esta no es una falsa preocupación. Durante mucho tiempo se ha considerado a Dios como un ser terrible, implacable en la aplicación de la justicia, amenazando siempre con un duro castigo... Y se ha sentido la necesidad de colocar, entre un Dios tan temible y los hombres, una figura amable y tierna que, revestida también de un gran poder, amortiguase la violencia del encuentro entre el hombre irremediablemente pecador y un Dios justiciero, absolutamente inflexible: éste es el papel que se le puede haber adjudicado a María en muchas ocasiones. Pero, si ha sido así -y algunas manifestaciones de la religiosidad llamada popular y algunos títulos como «Reina» o «Mediadora» mal entendidos podrían interpretarse en ese sentido-, se estaría ocultando algo verdaderamente importante: que precisamente por ser mujer y no diosa, proporciona a Dios el rostro humano a través del cual el mismo Dios quiere ser conocido.
Madre de la liberación...
Si somos hijos, somos también hermanos de todos los hijos de Dios. Llamar a María “madre” supone llamar a Jesús hermano y, en él, a todos los que hayan aceptado el la propuesta de llegar a ser hijos de Dios, hombres libres, solidarios, comprometidos en la construcción de un mundo fraterno. Y si María es madre de un Dios que así se manifiesta, es que Dios no es terrible y amenazador, sino tierno y cariñoso.
Por supuesto que nuestro agradecimiento por todo esto debe dirigirse en primer lugar al Padre, Dios; pero también debemos agradecérselo a María: la aceptación de la tarea que Dios le propuso abrió para todos el camino del encuentro con un Dios que quiere ser Padre de todos los que acepten ser sus hijos.
Por eso, puesto que ser hijos equivale a ser libres, con toda justicia podemos llamar a María, María de la liberación. Y, además, porque la fe en la liberación resuena con total claridad en el cántico de María (Lc 1,46-55).
Y de la paz...
No es posible dejar pasar este día, dedicado a reflexionar sobre la paz, sin denunciar con toda energía las injustas guerras que nos ocultan, más que informarnos sobre ellas, los medios de comunicación.
Y el tráfico de armas que alimenta esas guerras. Marean las cifras que se refieren al tráfico de armas: 1.917.000.000.000 (un billón novecientos diecisiete mil millones de dólares), según el Instituto Internacional de Estocolmo de Investigación para la Paz (SIPRI) fue el montante total del comercio de armamento en el año 2016): «Se calcula que el gasto militar mundial en 2020 fue de 1.917 billones de dólares, cifra equivalente al 2,2% del PIB mundial o 249 dólares por persona»2. En ese mismo informe se nos dice que «en 2019, se registraron conflictos armados activos en al menos 32 estados: 2 en América, 7 en Asia y Oceanía, 1 en Europa, 7 en Oriente Medio y África del Norte y 15 en África subsahariana» en los que, además de las personas que han perdido la vida, has elevado el número de refugiados y desplazados a más de 70 millones de personas.
Para eso, para vender armas, se crean artificialmente conflictos, especialmente en África, que además sirven para enmascarar el expolio de las riquezas que contiene su suelo, expolio que se está llevando a cabo por las multinacionales de los países ricos.
...y paz, ya, para las mujeres
Hoy, día que celebramos a María como madre de Jesús y al mismo tiempo el “día mundial por la paz” debemos fijar también nuestra atención en una violencia que cercena la paz dentro y fuera de la familia, que rompe la armonía de la pareja en las relaciones que deberían ser exclusivamente amorosas y que afecta de manera muy especial a las mujeres. Como cualquier otra violencia, es consecuencia del poder que algunos se atribuyen sobre los demás; pero en el caso de esa violencia su especificidad radica en que el que se atribuye este dominio es el varón y la víctima es siempre la mujer por el hecho de ser mujer.
Desde que se contabilizan las muertes de mujeres a a causa de la violencia machista, su número supera ya a las víctimas del terrorismo de ETA y se acerca a 1.100 mujeres asesinadas en 18 años3 y parece que nos preocupa mucho menos de lo que nos preocupó aquella violencia. Tal vez sea porque tenemos muy integrado en nuestra mentalidad el machismo, es decir, la convicción de que el poder y el dominio -buscarlo y ejercerlo- es algo que nos realiza como personas y, además, que ese dominio y poder corresponde por derecho propio al varón.
Jesús, el hijo de María, nos propuso en su mensaje la construcción de un mundo de iguales: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “Rabbí”, pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y no os llamaréis «padre» unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; ... El más grande de vosotros será servidor vuestro. A quien se encumbra, lo abajarán, y a quien se abaja, lo encumbrarán.» (Mt 23,8-12). Un mundo, sí, de iguales en los que la igualdad sea causa de armonía y enriquecimiento mutuo, ambas cosas imposibles en una relación de dominio y sometimiento. Ese mundo que María esperaba como resultado de la misión de su hijo: «...derriba de sus tronos a los poderosos y encumbra a los humillados...» (Lc 1,52).
La paz -la de la bendición de la primera lectura y la que llega con Jesús, según el anuncio de los pastores- no puede quedarse en una bella frase escrita en una tarjeta con la que felicitamos a los amigos una vez al año. Esa paz debe ser el resultado de un mundo justo y fraterno. Sin dominadores ni humillados; en las relaciones sociales y en las afectivas, en la sociedad y en la pareja.
Necesitamos mirar a María, pero no para repetir como papagayos oraciones aprendidas de memoria, sino para que nos ayude a ver lo que sucede en el mundo y en nuestras mismas casas con los ojos de Dios y a asumir las consecuencias de ser hijos adultos de un Padre que nos exige que asumamos nuestras responsabilidades de hermanos, que nos comprometamos en un mundo de justicia, de igualdad, de libertad y de paz.
1. Considero que “Hombre” es un término que incluye a todo el género humano y creo que debe recuperarse ese uso, usando “varón” para el género masculino y “mujer” para el género femenino. Se trata de usar hombre y persona como términos sinónimos, ambos de género “epiceno” y, de esta forma, eliminar el machismo del lenguaje sin forzarlo.
2. SIPRI, YEARBOOK 2020. ARMAMENTS, DISARMAMENT AND INTERNATIONAL SECURITY: https://www.sipri.org/sites/default/files/2020-06/yb20_summary_en_v2.pdf
3. Datos del Ministerio se Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad de España: https://violenciagenero.igualdad.gob.es/violenciaEnCifras/victimasMortales/fichaMujeres/pdf/Vmortales__03_12_2020.pdf