7 de enero de 2024 |
Su bautismo, nuestro bautismo
Juan proclama que tras él llega quien va a bautizar con Espíritu Santo. En qué consiste ese nuevo bautismo y a qué compromete queda explicado en el propio bautismo de Jesús. Es la culminación de la creación pues hace al hombre hijo de Dios. Y es también compromiso: a no ahorrarse nada, ni la propia vida siquiera, en la lucha por construir un mundo de hermanos.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Isaías 42,1-4.6-7 | Salmo 28,1a.2.3ac-4.3b.9b-10 | Hechos 10,34-38 | Marcos 1,7-11 |
Éste es mi siervo
La primera lectura habla del siervo del Yawéh, el siervo del Señor. Lo que la primera lectura de hoy nos dice de éste personaje es que es siervo, esto es, que realiza su tarea para su Señor, que su misión procede de Dios; que ha sido el mismo Dios quien lo ha elegido entre cualesquiera otros -«mi elegido, a quien prefiero»-; y que se trata de alguien que mantiene una estrecha relación con Dios: «sobre él he puesto mi espíritu...».
La misión a la que Dios lo destina consiste en establecer la justicia en el mundo, actuando con misericordia y compasión en favor de los débiles y oprimidos para los que deberá conseguir la liberación: «Yo, el Señor, te he llamado para la justicia... Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas». Misión que, además, se caracteriza por dos importantes rasgos: su universalismo, pues está destinada a la humanidad entera, a todos los pueblos, a todas las naciones; y sus métodos, ya que el siervo del Señor actuará con firmeza, pero con respeto a la libertad de los que lo escuchen y usando medios no violentos: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles, la caña cascada no la quebrará... no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas».
Del siervo del Señor también se dice que su misión consiste en renovar la alianza de Dios con el pueblo: «...te he hecho alianza de un pueblo...». Israel había recibido del Señor el encargo de ser luz de las naciones, es decir, ejemplo para el resto del mundo de lo que Dios quería para todos. Con ese fin, Dios había acordado con el pueblo una alianza: «Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo». Naturalmente que este hecho constituía un magnífico privilegio para aquel pueblo, pero implicaba también unos serios compromisos: realizar la justicia, eliminar la opresión de los pobres y la manipulación de los sencillos, mostrar a todos los pueblos que los hombres podemos organizarnos de acuerdo con los valores de la solidaridad y la justicia e instaurar la paz.
Ese proyecto divino, fracasó: Israel pronto se olvidó de su compromiso; y la alegría de la elección, manipulada por unos dirigentes endiosados y corruptos, se tradujo en orgullosa ceguera que les impedía ver la luz de la que ellos mismos debían ser portadores y en soberbia y desprecio de los otros pueblos, ocultando así la luz que debía iluminar a éstos.
La ceguera afectó incluso a los discípulos que eligió Jesús, entre ellos, y no en menor grado que a otros, a Pedro, que necesitó una intervención especial de Dios (Hch 10,9-22) para que se diera cuenta de que no se puede «llamar profano o impuro a ningún hombre», y para que empezara a comprender que «Dios no discrimina a nadie, sino que acepta al que lo respeta y obra rectamente, sea de la nación que sea» (2ª lectura).
Tú eres mi hijo
Lo que en la primera lectura se dice del siervo de Yawéh, alcanza su pleno significado en Jesús de Nazaret a quien el evangelista refiere algunas de las expresiones con las que el libro de Isaías describe al Siervo del Señor. Esto no significa que el profeta estuviera pensando en Jesús cuando escribió estas palabras, sino que el evangelista Marcos vio que en Jesús, en su persona, en sus palabras y en su obra, en su vida y en su muerte y resurrección se realizaba plenamente, más y mejor que en ningún otro personaje del pasado, lo que el profeta dice del Siervo del Señor.
Jesús, quien en su bautismo se compromete a ser fiel hasta la muerte en el cumplimiento de la misión que Dios le encomienda, posee la plenitud del Espíritu. El Espíritu de Dios está presente en el A.T. en dos tipos de textos que podemos relacionar con el relato del Bautismo de Jesús. Por un lado, en el momento de la creación, en el que se dice que el Espíritu de Dios revoloteaba sobre las aguas (Génesis 1,2); en Jesús, por tanto, culmina la obra creadora de Dios pues él es, como lo presenta después una voz que procede del cielo, -es decir, el mismo Dios-, el Hijo de Dios. Por otro lado, el Espíritu está también presente en otros textos (Isaías 11,1-9; 42,1-4 -la primera lectura de hoy-; 61,1-21) que los escritores del Nuevo Testamento utilizan para describir la misión del Mesías como una tarea que consiste en promover la construcción de una nueva sociedad de la que se eliminen la explotación, la violencia, la marginación, la injusticia..., una sociedad que se caracterice por el respeto a los derechos y a la libertad de todos pero, especialmente, de los más débiles, una sociedad en la que la paz sea el fruto de una justicia madura. En estos textos el Espíritu es fuerza, impulso y energía para llevar a cabo esta tarea. En términos teológicos, lo que revela esta identificación de Jesús con el Siervo y la plenitud del Espíritu presente en él es que viene a realizar la sustitución de la antigua alianza por una nueva, como indican las palabras del Bautista y que ya hemos comentado en domingos anteriores (2º de adviento): «Llega detrás de mí el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para agacharme y desatarle la correa de las sandalias.»
El bautismo de Jesús
El que llega es Jesús. Viene de Nazaret, donde había vivido desde niño. Y se dirige a Juan para someterse al bautismo que estaban recibiendo los que, después de escuchar al Bautista, decidían enmendarse para escoger adecuadamente al enviado del Señor.
El bautismo de Jesús no es exactamente igual que el de sus paisanos.
Todos, al bautizarse, confesaban sus pecados. Era como si quisieran abandonar bajo el agua (el bautismo se hacía sumergiéndose totalmente en un río, el Jordán) toda su mala vida anterior, para nacer a un nuevo modo de vida en amistad con el Señor; el sumergirse representaba simbólicamente el morir a toda práctica injusta, al egoísmo, al abuso de los demás, a todo lo que los profetas habían denunciado una y otra vez, a aquel modo de actuar que hacía a muchos personalmente responsables de que estuviera cerrado el cielo, de que se hubieran interrumpido las relaciones de Dios con su pueblo.
Jesús es el único que al bautizarse no confiesa sus pecados, pues no los tenía. Él no tenía que dar muerte a ningún aspecto de su vida anterior ni que arrepentirse de ningunos pecados personales.
Ahora bien, Jesús se siente solidario de sus hermanos los hombres. Muchos de ellos son más víctimas que culpables de la injusticia y de la violencia, aunque algunas veces tengan actitudes injustas o comportamientos violentos. Y él viene a decir a todos, incluso a los verdaderamente culpables, que hay un camino distinto para el hombre. El camino consiste en sustituir la injusticia, el odio, el egoísmo, la ambición, la violencia, etc., por la práctica del amor. Por el amor hasta la muerte. Y, por amor, asume el compromiso de luchar para que se instauren definitivamente entre los hombres la justicia, la libertad, el amor, la paz, la felicidad... Y se compromete a dar la vida en esa lucha. De este modo, su muerte queda anticipada en el bautismo (Mc 10,38). Así demostrará que es posible para el hombre amar a la humanidad hasta dar la vida por ella. Este es el significado de su bautismo.
Y se abrió el cielo
La relación entre Dios y su pueblo estaba interrumpida, pero no por decisión de Dios. Era la falta de solidaridad entre los hombres lo que había roto y hecho imposible esa relación. Por eso, cuando el hombre Jesús acepta el compromiso de entregar su vida por la felicidad de sus semejantes, el cielo se abre, el Espíritu baja hasta Jesús y se restablece la posibilidad de comunicación de los hombres con Dios. Desde ese momento queda claro que esa comunicación tendrá que pasar necesariamente por el hombre, pues en un hombre reside en plenitud el Espíritu de Dios, se hace presente Dios en el mundo. Y el hombre que ha decidido dar su vida por los demás seres humanos es, en ese instante, proclamado Hijo de Dios: «E inmediatamente, mientras subía del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu, como una paloma, que bajaba hasta él. Y hubo una voz del cielo: Tú eres mi hijo, a quien yo quiero, mi predilecto». Como tal será reconocido por el centurión que lo custodiaba -«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», (Mc 15,40)- cuando culmine su entrega, dando su vida en la cruz.
Y nuestro bautismo...
El bautismo de Jesús es el primer bautismo con Espíritu, anunciado por Juan Bautista (Mc 1,8), modelo de todos los que seguirán después; si el Espíritu es el mismo, el compromiso al que dicho bautismo debe llevar debe coincidir también. En nosotros, los bautizados con el Espíritu de Jesús, se debe seguir completando la actividad creadora de Dios y, en íntima unión con él, debemos asumir los compromisos del bautismo de Jesús, esto es, dedicar la vida a la construcción de una sociedad en la que reine la justicia y la vida llegue a su plenitud y a su manifestación más importante: el amor que procede de Dios que es Padre de todos y que convierte a la humanidad en una fraternidad.
Las crisis que hemos sufrido estos últimos años y las consecuencias de la injustas guerras han acentuado la desigualdad en muchos países debido al carácter perverso de un sistema que condena a los inocentes a expiar las fechorías de los culpables y que sitúa en los ámbitos de decisión y de poder a quienes hacen prevalecer su interés egoísta sobre el bien común. La riqueza se ha acumulado en manos cada vez de menos personas y la masa de los desheredados, de los excluidos, de los hambrientos -sí, de los hambrientos, también en los países ricos- aumenta cada vez más.
Nuestro bautismo nos exige no sólo desligarnos de este sistema, no sólo romper con él; nos exige romperlo, destruirlo -por supuesto, con métodos y medios no violentos, como los que se atribuyen al Siervo del Señor en Isaías- y abrir el camino para una verdadera alternativa; pues la alternativa que nace del compromiso bautismal, la humanidad fraterna que propone la Buena Noticia de Jesús es incompatible, absolutamente incompatible, con la injusticia que estructura este sistema.
1. «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros, la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor...»