11 de junio de 2023 |
Repartir el pan, compartir la vida
Celebrar la eucaristía no puede quedarse en un rito mágico ni en una ceremonia vacía; ni siquiera puede ser una devoción seria, pero individual, ajena a los problemas de la vida o el trabajo, del mundo o la sociedad; tampoco un momento de simple recogimiento, de experiencia meramente interior. Por supuesto que no puede ser una experiencia superficial; pero eso no significa que se agote en sí misma ni mucho menos en mí mismo. Ha de ser una experiencia abierta a la vida de Dios que como amor se recibe y que necesariamente se comunica como amor a los hermanos, como amor a la humanidad.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Dt 8,2-3.14b,16a | Sal 147 (147B),12-15.19-20 | 1ª Co 10,16-17 | Jn 6,51-59 |
No sólo pan
La fe de Israel estaba cimentada en la experiencia vivida por un grupo de esclavos que marchó por el desierto hacia la libertad. El camino de los israelitas hacia la tierra de Canaán, la tierra prometida, fue un periodo en el que Israel, que empezaba a gustar el sabor dulce de la libertad, tuvo que sentir también el gusto amargo de la escasez de alimento, de la falta de una tierra para vivir y de un techo bajo el que cobijarse. En medio de aquellas dificultades el pueblo de Israel vio la mano del Señor, que quiso que aquella experiencia no se borrara jamás de la memoria del pueblo para que éste se mantuviera fiel a la misión para la que había sido elegido y leal al Señor que los liberó de la esclavitud. Por eso -dice el autor del Deuteronomio, que escribe en época de abundancia-, esas dificultades no deben olvidarse, pues su recuerdo hará que se valore lo que ahora se tiene y, al mismo tiempo, que no se pierda de vista lo que todavía falta: «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto... Él te afligió haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná -que tú no conocías ni conocieron tus padres- para enseñarte que no sólo se vive de pan, sino que se vive de cuanto sale de la boca de Dios».
En aquellos años los israelitas recibieron un doble alimento: el maná, para la vida biológica, y la palabra de Dios, para la vida en su plena dimensión humana. El hambre de pan que sufrieron bajo el implacable sol del desierto debería haber servido para avivar el hambre de todo lo que sale de la boca de Dios, para dar firmeza a su compromiso con el proyecto de liberación del que habían sido hechos protagonistas, para ser así el germen de una humanidad de personas libres y solidarias. De ahí la exigencia primera: no marchar tras los ídolos, falsos dioses, en cuyo nombre unos hombres esclavizan a otros (ver salmo 81/82) y no olvidarse «del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud», no olvidarse de que sólo es Dios el Señor, el que se identifica como el autor de la liberación.
En el desierto pasaron hambre, pero sobrevivieron porque se dejaron llevar de la mano y de la Palabra de Dios; en la abundancia deberán mantenerse atentos a las exigencias de esa palabra y no olvidarse de que el pan que comen cada día es, como aquel maná del desierto, un don del Dios que los sacó de la esclavitud para que fueran su pueblo, para que fueran un pueblo de hombres solidariamente libres, para que fueran el modelo ve vida humana que El Señor quería para toda la humanidad.
Pero, primero el pan
La necesidad de constituir una comunidad solidaria es objetivo central de la misión y el mensaje de Jesús; pero antes de exponer esa exigencia Jesús ha resuelto el problema más urgente de la falta de pan. El fragmento del evangelio de este domingo forma parte de una unidad más amplia que empieza con el reparto (la multiplicación) de los panes y los peces (Jn 6,1-15), gesto mediante el que Jesús expresa que, para que el pan de cada día no sea un problema para nadie, sólo hay un camino: compartirlo solidariamente. La comunidad de los seguidores de Jesús debe tomar como responsabilidad propia el realizar el viejo proyecto de Dios, pero ahora para toda la humanidad, proponiendo a todos un nuevo estilo de vida basado en el respeto a la dignidad de todas y cada una de la personas y en el reparto igualitario de los bienes necesarios para la vida.
Pero ahí no termina la historia. Es verdad que el estómago vacío no deja pensar con claridad y puede confundir la inteligencia y aturdir el corazón; pero si nos quedamos satisfechos sólo por haber hartado el estómago el corazón acabará duro y seco. En el evangelio de Juan, la multiplicación y el reparto de los panes se pone en estrecha relación con la eucaristía: procurar alimento a los hombres, aun siendo lo primero que hay que hacer, no es una tarea completa si no va acompañada del don de sí mismo. Así lo hizo Jesús -«mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»-; y así están llamados a hacerlo los que le sigan: «Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él; como a mí me envió el Padre que vive y, así, yo vivo por el Padre, también aquel que me come vivirá por mí.» De este modo, contribuyendo a dar plenitud a la vida de todos, se podrá alcanzar el último peldaño en la escalera de la vida: «Si no coméis la carne del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida definitiva y yo lo resucitaré en el último día».
Otro pan... para más vida
La comunidad para la que escribe Juan sabe que estas palabras se refieren a la eucaristía. No se trata de un rito de antropofagia; tampoco de una ceremonia mágica en la que basta con pronunciar unas palabras prodigiosas para que se produzca el milagro; al celebrar la eucaristía los miembros de esta comunidad sentían que la vida de Jesús se fundía realmente con la vida de cada uno de ellos, experimentaban a Jesús como don en una entrega constantemente renovada; sentían que el Espíritu de Jesús los inundaba y percibían esa nueva calidad de vida que sólo es posible sentir en un ambiente de amor en el que todos comparten la misma vida porque se sienten todos hermanos, hijos de un mismo Padre: «Nosotros sabemos que ya hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14).
Más adelante, en un contexto también eucarístico, Jesús explicará en qué consiste seguir o permanecer con él: «Manteneos en ese amor mío. Si cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor, como yo vengo cumpliendo los mandamientos de mi Padre y me mantengo en su amor... Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros igual que yo os he amado» (Jn 15,9-11). Seguir con él es mantenerse en su amor, mantenerse en su amor significa cumplir sus mandamientos y sus mandamientos consisten en poner en práctica, en cualquier ocasión, el mandamiento del amor fraterno, el mandamiento nuevo.
Este es el significado de la comunión eucarística: en ella Jesús se nos vuelve a ofrecer, renovando su entrega, como alimento para una vida que, gracias a ese alimento, ya no es pasajera ni transitoria, pues es la misma vida de Dios que, desde ese momento, vive en nosotros. Pero, al comer consciente y libremente ese pan y al beber de esa copa estamos dejando entrar su vida en nosotros para que libremente corra por nuestras venas; es decir, estamos asumiendo un compromiso radical con Jesús: vivir como él vivió, tomarlo a él como modelo, dedicar esa vida -que él vigoriza y garantiza- a ofrecer vida para todos aquellos que, en nuestro mundo, la necesitan. Nos estamos comprometiendo a hacer lo mismo que él hizo: a gastar la vida en luchar por la libertad y la dignidad de las personas, amando para hacer posible el amor en una humanidad que está llamada a convertirse en una única familia.
Solidarios con su cuerpo
Comunión, una palabra que usamos sin ser plenamente conscientes de su significado y por tanto dando de lado, al menos en parte, a lo que nos compromete. La palabra actual que mejor expresa lo que comunión significa es solidaridad: estar sólidamente soldados al -según nos dice Pablo en la segunda lectura- cuerpo del Mesías. Con esta expresión Pablo nos envía un triple mensaje:
Por un lado se refiere a la necesidad de sentir como propia la muerte del Jesús, de compartir plenamente sus causas, los objetivos que lo impulsaron a entregar su vida y lo llevaron finalmente a la cruz: «esa “copa de bendición” que bendecimos, ¿no significa solidaridad con la sangre del Mesías?».
En segundo lugar, y como prolongación de la solidaridad con su muerte, solidaridad con los que están unidos en él por un compromiso de amor: «Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos y cada uno participamos de ese único pan».
Pero, finalmente, el amor de la comunidad no puede agotarse en sí mismo. Como el amor de Dios, tiende a difundirse y a comunicarse. Por eso ese amor debe convertirse en servicio a la humanidad, en compromiso con la construcción de una humanidad feliz, de un modelo de convivencia justa, libre, fraterna y solidaria.
De este modo, la Eucaristía convierte a los que participan en ella en anticipo de lo que Dios quiere para este mundo y en sujeto solidariamente activo para entregarse a la tarea de hacer posible que ese proyecto divino -convertir la humanidad en un mundo de hermanas y hermanos- se haga realidad.
Resumiendo: participar del pan eucarístico -o celebrar la fiesta del Cuerpo y Sangre del Señor- supone comprometerse en la construcción de un mundo en el que todos tengan asegurado el pan, necesario para vivir, y la libertad, indispensable para amar; supone además realizar en nuestra vida lo que celebramos, mostrando con ella que, si bien lo primero para la vida es el pan, la vida sólo llega a su plenitud en el amor sin límites al estilo de Jesús, que se entrega a sí mismo para dar más y más vida.
Y, como un extra añadido, experimentar que la vida que compartimos con el Mesías es vida divina y que, por ello, la vida y el amor acabarán venciendo definitivamente a la muerte y a todo lo que arruina y anula la vida verdaderamente humana.