Domingo 13º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

30 de junio de 2024
 

¿Institución o vida?

    Jesús había roto con la institución judía. La sinagoga lo había declarado aliado del diablo, poseído por Belcebú e investido con el poder de Satanás.s.
    Pero los que sintieron que caminaban hacia la muerte por culpa de aquella institución fueron a buscar y se acercaron a Jesús.
    Él les devolvió la vida.
    Y salió de aquel lugar. (Mc 6,1)

 





Dios no hizo la muerte

    Según el libro del Génesis, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; pero éste, creado libre, sucumbió a una tentación: «seréis como dioses». Y así entró el mal en el mundo: Dios «creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser»; pero al hombre le pareció poco eso de ser “imagen” y quiso ser dios. La consecuencia fue que algunos hombres se enseñorearon de otros hombres y así creyeron alcanzar su objetivo: ser señores. Ese es el pecado original por el que, según dice Pablo, «entró la muerte en el mundo», la muerte, el sufrimiento, la esclavitud, la opresión..., todo ello en contra del plan y del designio de Dios.
    Porque «Dios no hizo la muerte», según dice el libro de la Sabiduría (1ª lectura). La muerte, o es consecuencia de nuestra misma naturaleza -la muerte física-, o, en el sentido en el que se habla de la muerte en el evangelio de este domingo, es el fruto podrido de alguna ideología que, aunque puede presentarse como religiosa, impide al hombre realizarse como imagen de Dios, ejercer como señor de la creación y gozar la vida y comunicarla. Así sucedió en Israel, donde los dirigentes religiosos traicionaron la misión que el Dios de la liberación les había encomendado y, en lugar de favorecer la libertad y la vida del pueblo, lo hicieron esclavo de sus leyes y sus miedos y estorbaron e impidieron la relación armónica del pueblo con su Dios.

    Esa situación de muerte del pueblo, provocada por la institución religiosa judía está representada en las dos mujeres que aparecen en el evangelio de hoy: una, que llevaba doce años en los que toda actividad sexual le estaba prohibida por la ley y que, además, por su enfermedad, era estéril: no podía ser madre, no podía dar vida. La otra, una muchacha en edad de tomar marido, estaba a punto de morir, también ella, infecunda. La institución religiosa a la que pertenecían no les daba esperanza alguna: a una la declaraba «impura»; a la otra... es posible que le predicara resignación ante la inapelable voluntad de Dios. Dios no hizo la muerte; ¡pero siempre ha habido quienes la provocaron en su nombre!
    ¿El resultado? Esterilidad, enfermedad, empobrecimiento, lo que siempre sucede cuando lo importante no es la persona, sino la institución. Esta fue y es la peor opresión, porque acaba siendo aceptada como algo bueno por las víctimas que -aunque sufren ¡y mucho!- están totalmente desorientadas sobre la causa de su sufrimiento.

 

Un jefe de sinagoga

    El jefe de la sinagoga era algo así como un sacristán. No era un maestro de la Ley, pero se ocupaba del resto de los asuntos sinagogales. Era un representante de la institución y, a un nivel no muy alto, miembro de la jerarquía religiosa judía. Jairo era un hombre de buena voluntad que quizá todavía se mantenía fiel al Dios liberador que sacó a sus antepasados de Egipto. Es consciente de los problemas del pueblo y se da cuenta de que la institución que él representa, no sólo no los resuelve, sino que es la causa de los mismos. Y puesto que la institución a la que él pertenece no le ofrece solución a su problema, decide Ir a buscarla fuera de ella.
    Jesús había roto públicamente con la institución religiosa judía (Mc 3,13-19.22-30). Pero aquel hombre, jefe de sinagoga, se acerca a Jesús para ver si en él encuentra la vida que su sinagoga no puede ofrecer a su hija. Traduciendo la metáfora: Jairo representa al responsable de una comunidad de creyentes que es consciente de que su institución ha perdido toda su vigencia y busca en Jesús la energía necesaria para revitalizarla. Su hija representa a ese pueblo del que Jairo, como jefe de la sinagoga, se siente responsable.

    A lo largo del relato se muestra como el jefe de la sinagoga tiene que ir haciendo cada vez más profunda la ruptura con la institución que él mismo representa: llega él solo y se presenta ante Jesús, fuera del ámbito de la institución religiosa judía; en su presencia, Jesús devuelve la salud a una mujer, quien, para conseguirla, viola la ley de Moisés (la que el jefe de la sinagoga enseñaba y que decía que cualquier mujer con flujo de sangre que tocara a otra persona cometía incurría en impureza: Lv 15,19-31). Y antes de llegar a su casa recibe la noticia de la muerte de su hija. Pero sigue con Jesús hasta su casa.
    En paralelo, se va dando un proceso de liberación de la muchacha, que, poco a poco, se va soltando del sometimiento a su padre, es decir, del dominio de la sinagoga. Esto lo expresa el evangelista usando distintas palabras para nombrarla: al principio son palabras que indican dependencia y minoría de edad («mi hijita», «hijita»), para pasar a «chiquilla», que ya no indica dependencia, aunque sí minoría de edad, y terminar con «muchacha», que se refiere a una joven casadera y, por tanto, a punto de abandonar la tutela de su padre. Ese es el momento en el que recupera la vida.

 

Una mujer marginada

    La mujer que se acerca a Jesús buscando salud y vida y toda esa multitud que se apretuja alrededor de él representa a los israelitas marginados y excluidos de la comunidad en aplicación de la Ley.
 Ella, por su enfermedad, era considerada impura, por lo que no podía entrar en contacto con el resto de las personas, para no contagiarles su impureza. Pero se libera del sometimiento irracional a la Ley a que la pretendían obligarla los dirigentes de su religión, se acerca a Jesús, se mete en medio de la multitud que lo seguía porque había visto en él una esperanza de vida, y lo toca; haciendo todo eso violaba los preceptos legales y convertía en personas impuras a todas las que iba tocando. Pero sucede, una vez más, lo contrario de lo que decía la Ley: «Inmediatamente se secó la fuente de su hemorragia, y notó en su cuerpo que estaba curada de aquel tormento».
    El gesto de la mujer supone romper definitivamente con la institución. Jesús provoca que, al identificarse, haga pública su ruptura.

 

Testigos de la vida

    Al oír la noticia de la muerte de la niña, Jesús asume la iniciativa; selecciona a tres de sus discípulos (a los que les resultaba muy difícil romper con la institución judía), niega que la muerte sea real, no hace caso de las risas de los que hacían duelo y acompañado de los tres discípulos a los que más difícil resulta romper con las instituciones y del padre (ya no se nombra como jefe de la sinagoga) y de la madre (la presencia de ambos progenitores elimina la dimensión de autoridad y destaca que son las personas que le dieron la vida) se dirige a la chiquilla y le dice: «Muchacha, a ti te digo, levántate».
    Levántate. Es la muchacha la que debe levantarse: la vida no se impone; se ofrece y hay que acogerla y cuidarla («encargó que se le diera de comer»: esa es la tarea de los presentes, los padres y los discípulos) y dejar que madure hasta que sea capaz de entregarse para dar más vida. Es necesario que el Israel que ha estado voluntariamente sometido a la institución se fortalezca, crezca y se desarrolle para que tenga fuerzas para asumir públicamente las consecuencias de su ruptura con el sistema; y será en nuevo Israel, la nueva humanidad que está naciendo quien deberá acompañarla -darle de comer, alimentarla- en este proceso de maduración. Eso explica esa paradójica orden de Jesús de no hacer pública la vuelta a la vida de la muchacha cuando su muerte era ya públicamente conocida.

 

Tras la ruptura, la fe

    Jairo y su hija y también la mujer con flujo de sangre representan dos aspectos de la misma realidad: el conjunto de personas que son unas veces víctimas y otras cómplices de un sistema religioso que, en lugar de contribuir a la felicidad del ser humano, tiene como único objetivo el perpetuarse a sí mismo y, pervirtiendo su función, acaba por impedir la relación de la criatura con su Creador, del viviente con la fuente de la vida, del hombre libre con el Dios liberador, del hijo con el Padre...
    La institución religiosa y la ley, convertidas en absolutos, en fin en sí mismas, habían condenado a estas dos mujeres a la infecundidad y la muerte. Tuvieron que romper con la Ley y abandonar la institución para poder encontrarse con Jesús, para quien el hombre, el bien de la persona, está por encima de toda ley y de toda institución.
    Ese encuentro les devolvió salud y vida, dignidad y esperanza. Porque el encuentro implica la fe: «Tu fe te ha salvado», le dice Jesús a la mujer ya curada; «no temas; basta que tengas fe», le dice a Jairo cuando le comunican la muerte de su hija. La ruptura sólo es el paso previo a la fe, esto es, la plena adhesión a la persona y al mensaje de Jesús.

 

«Y salió de aquel lugar».

    Jesús no se queda a reformar una institución que se había aliado con la muerte, que ya no tenía arreglo; pero antes... Jesús ha expresado su propuesta: Levántate, muchacha; levántate, pueblo: acepta la vida y construye tu libertad.

    Nosotros, que decimos que formamos parte de esa nueva humanidad y que hemos escuchado y acogido la llamada a la libertad (ver Gal 5,13) debemos situarnos siempre frente a todo dominio, frente a toda opresión que sufran los hombres -mujeres y varones- y ser solidarios con la gente, no con las instituciones, con las personas, no con las organizaciones si éstas entran en conflicto con el bien de aquellas; comprometidos con los oprimidos, jamás con la opresión. Y -las protagonistas de la lectura evangélica así nos lo exigen- entre los oprimidos, solidaridad con la mujer, dos veces oprimida en un mundo al que le está costando tanto, tanto, dejar de ser machista.

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