Domingo 3º de Adviento
Ciclo C

15 de diciembre de 2024
 

Enmienda, liberación, alegría


    Juan Bautista anuncia una alianza universal, una nueva manera de relacionarse con Dios, fundada en la libertad de los seres humanos y que empieza por transformar las relaciones entre las personas; relaciones que deberán construirse sobre el cimiento de la justicia, del respeto mutuo y la solidaridad. Así se alcanzará la alegría.

 




Dios liberador


    «El Señor será el rey de Israel, en medio de ti y ya no temerás... El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva...». Palabras semejantes a estas se encuentran repetidamente en el Antiguo Testamento expresando una experiencia frecuente de Israel que siente cómo el Señor libera a su pueblo. Y, cuando los profetas se refieren a esta experiencia, suelen repetir el mismo esquema:
    .- Parten de una experiencia negativa que  interpretan como consecuencia del pecado: el pueblo ha roto sus relaciones con Dios, le ha dado la espalda al Señor que lo liberó de la esclavitud y se ha alejado de Él; y a la lejanía de Dios corresponde siempre el dolor, la opresión, la esclavitud y la muerte.
    .- Muerte que sería definitiva si no fuera porque Dios nunca abandona a su pueblo -«Decía Sion: "Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado". ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,14-15); la fidelidad y el amor nunca se rompen por su lado. Israel sabe por experiencia que siempre hay una nueva oferta de perdón, una segunda oportunidad de salvación: «El Señor ha cancelado tu condena...».
    .- Esa oferta de salvación casi siempre llega acompañada, por un lado, de amenazas contra los que oprimieron al pueblo: «...he decidido reunir a las gentes, congregar a las naciones para derramar sobre ellos mi cólera, el incendio de mi ira; pues en el fuego de mi celo se consumirá la tierra entera» (Sof 3,8); y, por otro lado, de la exigencia de un cambio de vida: «Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos» (Sof 3,12-13).

 

 

El final del Antiguo Testamento

    Juan Bautista es el último de los profetas de la Antigua Alianza. En él se personaliza el papel de Israel en tanto que precursor del Mesías. Por eso el esquema de los anuncios de salvación del Antiguo Testamento se repite en el evangelio de hoy, en el que se nos cuenta su misión: exigencia de un cambio de vida, anuncio de salvación y amenaza de un juicio severo. Las exigencias de Juan y sus anuncios serán superados por la predicación de Jesús; pero esas que Juan plantea a quienes se acercan a él siguen siendo las exigencias mínimas para que sea posible un encuentro fructífero con Jesús de Nazaret.
    En primer lugar, en esta ocasión, la palabra de Dios no se oye en la tierra de opresión sino en el desierto. Dios no manda a Juan a la tierra de la esclavitud para sacar de allí a los esclavos y llevarlos a través del desierto a la tierra de la libertad. El Bautista aparece directamente en el desierto y, desde allí,  convoca a la gente: los que acogen su llamada deben poner de su parte para salir del lugar de opresión.
    En segundo lugar, los antiguos profetas habían exigido siempre un cambio tanto a nivel personal, como colectivo centrado unas veces en aspectos religiosos -«...daré a los pueblos labios puros para que invoquen todos el nombre del Señor...» (Sof 3,9), y a veces en el establecimiento de la justicia, sin la cual la religiosidad se convierte en despreciable hipocresía (Is 1,10-20). En esa misma línea de la solidaridad y la justicia van las exigencias que plantea el Bautista; pero ahora Juan acentúa la necesidad de que ese compromiso sea personal, que se empiece por cambiar el comportamiento de cada uno.
    Finalmente, la relación con Dios no está ausente de la predicación del Bautista: pero él, que para anunciar la liberación se ha situado lejos de Jerusalén que es ahora la tierra de esclavitud, no habla de prácticas o ritos de carácter religioso, sino de la promesa de un bautismo con Espíritu Santo y de una alianza nueva simbolizada en la alusión a un viejo rito matrimonial «llega el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para desatarle la correa de las sandalias». Veamos con algo más de detalle algunos de estos aspectos.

 

 

Valores humanos

    En el evangelio del domingo pasado, al presentar a Juan Bautista se mencionaban los tres grupos que se repartían el poder en Palestina, culpables de que la tierra de Israel se hubiera convertido en tierra de opresión; en el de este domingo otros tres grupos de personas van a servir para presentar a los que se interesan por la liberación que Juan anuncia. Todos ellos son víctimas del sistema de poder dominante en Palestina y en todo el imperio; por eso, porque son víctimas de la injusticia, se acercan a Juan buscando la libertad que éste proclama. Pero ellos, que son parcialmente responsables de su propia opresión pues la aceptan sin rebelarse, son también cómplices del sufrimiento de quienes, con su colaboración, son aún más marginados y explotados y sometidos a una mayor servidumbre; por eso deben empezar por enmendarse.

    El primero de estos grupos, las multitudes está formado por gente sencilla, dueños de «dos túnicas» o de algo «que comer». A estos, que se habían acercado a recibir su bautismo, Juan los recibe con palabras muy duras: «¡Camada de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Este grupo representa al pueblo de Israel, a los israelitas observantes, -hijos de Abraham, se llamaban a sí mismos, según las frases inmediatamente anteriores del evangelio (Lc 3,8); éstos, dominados por la ideología religiosa, manipulada por los sumos sacerdotes (Lc 3,2), marginan y desprecian a los que no pertenecen a su raza y a su religión. Se trata, pues, de gente religiosa. Sin embargo, cuando después de esta regañina le preguntan a Juan que qué es lo que deben hacer, éste les exige frutos de pura humanidad, no de carácter religioso: deben ser solidarios y compartir con los que tengan más necesidades que ellos lo poco que puedan tener, «El que tenga dos túnicas, que las comparta con el que no tiene, y el que tenga que comer, que haga lo mismo».

    El segundo grupo está formado por recaudadores de impuestos, israelitas de raza, pero mal considerados, marginados en la sociedad israelita, utilizados por el poder y despreciados por la gente, colaboraban con los opresores en la explotación del pueblo cobrando -como lo hacían a gran escala los reyezuelos como Herodes, Filipo y Lisanio (Lc 3,1)- los impuestos para los romanos y, además, robando lo que podían para sí mismos. Van con la intención de bautizarse. A ellos Juan les exige el mínimo que podía: que no roben y que se conformen con la comisión que legalmente les corresponde.

 

    Finalmente se presenta un grupo de soldados romanos, que recibían órdenes directamente del gobernador, Pilato (Lc 3,1), personas pertenecientes a las clases populares de Roma y que, quizá dominados por una ideología patriotera y necesitados de un sueldo seguro, se dejaban matar y mataban lejos de los suyos, aceptando ser instrumentos para la dominación de otros pueblos en favor del imperio. No son, pues, israelitas y no muestran intención de bautizarse; pero también ellos se han sentido atraídos por la predicación de Juan; y se acercan y le hacen la misma pregunta que los otros grupos: «Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer?». En línea con sus respuestas anteriores, les exige sólo un mínimo cambio: «no extorsionéis dinero a nadie con amenazas; conformaos con vuestra paga».

    Estos son, con sus contradicciones a la espalda, los que responden a la predicación de Juan, y a ellos se dirigen las primeras indicaciones sobre lo que hay que hacer para prepararse a participar en el proceso de liberación que, según el anuncio de Juan, está para comenzar. La respuesta de Juan a la pregunta «qué tenemos que hacer» es semejante para todos ellos: hay que ser solidarios, hay que ser honrados, no se debe aprovechar la injusticia establecida en beneficio propio; los oprimidos deben dejar de ser ellos mismos opresores de sus hermanos. Este podría ser el resumen de las respuestas del Bautista. No les exige práctica religiosa alguna; sus exigencias se refieren a la convivencia, al reconocimiento de la dignidad y al respeto de los derechos de los demás: compartir vestido y comida, no robar más a los que ya son robados, no extorsionar, más aún, a los sometidos.
    Hay que destacar la ausencia de personas pertenecientes a las clases dirigentes que no estaban interesados en que se produjera ningún cambio en una situación que les beneficiaba.
    Puede parecer que Juan es poco exigente; pero su misión no es iniciar el proceso de liberación, sino solamente preparar el camino al liberador que llega; el Bautista no viene a cambiar el mundo, sólo a prepararlo para el que sí que pretende un cambio radical. Él mismo era consciente de que su tarea era algo provisional: "Yo os bautizo con agua, pero llega el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para desatarle la correa de las sandalias".

 

 

Una nueva alianza

     Estas palabras que el evangelio de Lucas pone en boca de Juan Bautista constituyen el anuncio de una nueva alianza. Las imágenes que emplea el evangelista, conocidas por la mayoría de sus lectores, hacen referencia al matrimonio, símbolo del amor de Dios a su pueblo en los escritos de los profetas. La alusión a las sandalias recuerda una costumbre muy antigua, conocida como la ley del levirato, que regulaba el derecho a contraer matrimonio en determinadas circunstancias (en concreto se refiere al segundo matrimonio de una viuda sin hijos, que debía casarse con algún pariente de su esposo difunto para que quedara descendencia de éste y se pudiera conservar así el apellido del varón); según dicha ley, cuando ese derecho pasaba de un pariente a otro, el que lo adquiría desataba la sandalia del que lo cedía (Rut 4,5-11). Por otra parte, es bien sabido que el matrimonio había sido usado en la predicación y en los escritos de los profetas como símbolo de las relaciones de amor de Dios -el esposo- con su pueblo -la esposa- (véase, por ejemplo, Os 1,1-3.5; Jer 2,2; 3,1-5). El Bautista, con esta frase está presentando a Jesús como el Nuevo Esposo, como el que va a instaurar la nueva alianza, una renovada relación de amor entre Dios y la humanidad.
    Así declara el Bautista que Dios no está satisfecho con la respuesta de su pueblo al amor que él le profesa y quiere cambiar el modelo de su relación con él. Pero esa no es ya la tarea de Juan; él sólo tiene que preparar el camino para que el encuentro con el que viene, con el que es más fuerte que él, sea lo más fructífero que sea posible y, así, los hombres puedan gozar del nuevo modelo relación con Dios.

 

 

Un bautismo nuevo

    Tan nuevo era lo que iba a ofrecer el personaje anunciado por Juan que éste se equivoca al proclamar que el que viene mantendrá el mismo estilo que los enviados de la antigua alianza: Él os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego. Trae el bieldo en la mano para aventar su parva y reunir el trigo en su granero; la paja, en cambio, la quemará en un fuego inextinguible.
    Las exigencias que plantea el Bautista son semejantes a las de los antiguos profetas de Israel, pero Jesús no es un profeta más. Él asumirá las exigencias de justicia de los profetas de la antigua alianza; pero él pretende poner en práctica una propuesta mucho más ambiciosa: realizar de manera definitiva el proyecto de amor sin medida de Dios con la humanidad. Eso, sin embargo, no será posible más que con quienes estén dispuestos a establecer unas relaciones de amor entre sus semejantes. Por supuesto que ese amor pasa por la superación, y no por el disimulo, de todas las injustas causas de división entre los seres humanos.
    Pero el Bautista no alcanzó a comprender la profunda radicalidad del nuevo bautismo; como también queda claro, por la convicción con la que amenaza con el fuego, que no comprendía la bondad de un Dios que, en lugar de Señor, muy pronto se haría llamar Padre, dando a todas las personas la posibilidad de llegar a ser sus hijas, de vivir como hermanos y hermanas y, de este modo, alcanzar la  felicidad: «Estad siempre alegres con el Señor, os lo repito, estad alegres».

 

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