Domingo 32º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

10 de noviembre de 2024
 

No es el capital, es la vida

    Los fuertes, los poderosos, siempre han intentado alejar a los pobres y a los sencillos del Dios de la liberación. Lo hicieron ya algunos de los reyes de Israel. Lo hicieron los dirigentes religiosos y los intelectuales del sistema. Los métodos fueron variados: desde la violencia más cruel a los métodos más refinados, desde el descaro de los sumos sacerdotes a la sutil hipocresía de los letrados. Pero Dios siempre estuvo de parte de los pobres y de los débiles. Porque a los a los pequeños siempre les resultó más fácil compartir lo único valioso que tuvieron, la vida, mostrando así cuál es, a los ojos de Dios, la verdadera, la generosidad más grande.

 




El Dios de la vida


    Elías huye de Israel. Allí reina Ajab, que ha contraído matrimonio con Jezabel, hija del rey de Fenicia y, bajo su influencia, los israelitas están empezando a abandonar al Dios que los liberó de la esclavitud y los hizo un pueblo libre. En medio de una gran sequía, sentida como un castigo de Dios, por indicación del Señor, el profeta marcha precisamente a Fenicia, en donde va a realizar una serie de prodigios que demostrarán que sólo el Señor es Dios. El primero de estos prodigios es el que nos cuenta la primera lectura de hoy.
    Sarepta es una pequeña población de Fenicia. La viuda a la que Elías pide algo de comer y beber es una persona desamparada, sin ningún tipo de seguridad para el futuro; al contrario, su situación es verdaderamente desesperada: sólo le queda alimento para una comida para ella y para su hijo; después no tendrá otra cosa que hacer más que esperar la muerte. Pero la presencia de un profeta extranjero y su propia generosidad, van a cambiar su futuro y a despejar su desesperada perspectiva.
    A la viuda, que se encuentra buscando leña, Elías le pide un gesto de extrema solidaridad y de plena confianza en su palabra: que le prepare un pan con la poca harina que le queda. La respuesta de la viuda -le prepara y le dan el pan que le quedaba para ella y su hijo- indica que ésta reconoce a Elías como profeta del Señor, a quien antes había reconocido como el Dios vivo («¡Vive el Señor tu Dios»), que ahora se revela como el Dios vivificador, el Dios de la vida: la solidaridad de la pobre mujer, que comparte el poco pan que le queda con el profeta, provoca, por decirlo de alguna manera, la intervención de Dios que garantiza que no le faltarán los medios de vida a quien estuvo dispuesta a compartirlos: «El cántaro de harina no se vació, la alcuza de aceite no se agotó, como lo había dicho el Señor por Elías».
    La enseñanza de este pasaje es clara: el Dios que liberó a Israel de la esclavitud sigue mostrando su preferencia por los débiles -viudas y huérfanos- incluso más allá de las fronteras de Israel. Y la generosidad que estos practican (el don de sí mismos) es el valor que más aprecia el Señor.


¡Cuidado con los letrados!

    ¿Por qué el evangelio habla tanto y tan mal de los letrados y de los fariseos? ¿Qué tenía Jesús contra ellos?
    A sus propios ojos y a los de muchas otras personas, los letrados, casi todos ellos del partido fariseo,  eran buenas personas, religiosas, observantes de la ley y, por todo ello, merecedores del reconocimiento presente y del premio futuro.
    Pero, sin embargo, tenían algunas ideas y un modo de comportarse que resultaban incompatibles con el proyecto de Jesús.
    En primer lugar, la relación del hombre con Dios, la Alianza que los profetas habían presentado como una relación de amor, ellos la entendían como una transacción comercial, según la cual Dios estaba obligado a darles el premio al que ellos tenían derecho gracias a sus buenas obras.
    En segundo lugar, las buenas obras consistían en el cumplimiento estricto de las normas legales, llevadas por ellos en algunos casos hasta la exageración y la ridiculez.
    En tercer lugar, puesto que las leyes las interpretaban y las desarrollaban ellos, acabaron haciendo una religión a su medida, y con esa medida se juzgaban a sí mismos: ellos eran los buenos, los santos, los que estaban bien con Dios. Por eso se consideraban con derecho a que su virtud se reconociera públicamente haciéndoles reverencias y cediéndoles los primeros puestos.

    Finalmente, con esa misma medida juzgaban, condenaban y despreciaban a los demás (Lc 18,9), a los que consideraban culpables, por sus muchos pecados, de la ausencia de Dios, que parecía haberse olvidado de su pueblo.
    Pero lo peor de todo era que habían conseguido hacerse con un sólido prestigio ante el pueblo, al que mantenían reducido a un infantilismo crónico, dependiente de sus opiniones y sometido a sus tradiciones, a sus leyes, a sus normas, impidiéndole mantener una relación adulta de amor con el Dios de la liberación.
    Por eso Jesús se enfrenta a ellos y los pone en evidencia: era necesario que quedara al descubierto su falsedad para que sus mentiras no siguieran embaucando al pueblo. Jesús no critica por criticar. Jesús critica para liberar a los pobres y a los sencillos de la opresión y a todos del dominio de una ideología disfrazada de fe que impedía crecer y llegar a ser personas adultas a quienes se adherían a ella. Jesús no podía permitir que se hiciera tal cosa con los seres humanos y, menos aún, en nombre de su propio Padre.
    Además: los evangelios están escrito mirando al futuro, a la construcción de la comunidad cristiana. La insistencia en el conflicto con los fariseos lo que busca es que su modo de entender la relación con Dios y su modo de concebir el reinado de Dios no se reproduzcan entre los cristianos, entre los seguidores de Jesús de Nazaret.


De lo que les sobraba

    En realidad la religiosidad farisea supone la perversión del proyecto de Dios para Israel. Porque la religión de Israel, que nació como proceso de liberación para todos, se había convertido en el negocio de unos pocos y en el instrumento con el que esos pocos mantenían infantilizada y sometida a la mayoría. Los fariseos y los letrados eran los ideólogos del sistema; pero los que disfrutaban de la mayoría de los beneficios eran los sumos sacerdotes, que controlaban la gran empresa: el templo de Jerusalén. Había allí -y ésta no era su mayor fuente de ingresos- un cepillo, una especie de buzón, en el que todos los que entraban depositaban su limosna. Cuenta el evangelio que los ricos dejaban grandes limosnas «de lo que les sobraba». Y seguro que se sentían satisfechos. No les debía resultar demasiado difícil ser generosos. Primero, porque les sobraba el dinero; después, porque no les costaba mucho trabajo ganarlo: el sudor lo derramaban los jornaleros, a quienes, según el testimonio del apóstol Santiago, los ricos defraudaban el jornal (Sant 5,1-6). Además, porque aquella religión les convenía, pues domesticaba a los pobres y les evitaba conflictos a ellos, los ricos, haciendo creer a la gente que la solución a los problemas que tenían bajaría del cielo, sin que ellos pudieran hacer nada más que rezar y ser individualmente buenos; y finalmente porque, algunos al menos, estarían convencidos de que con sus limosnas al templo estaban comprando la amistad con Dios y la vida eterna.

    Por otro lado, los responsables de todo aquel tinglado no tenían ningún interés en que las cosas fueran de otra manera: su negocio era muy rentable.
    Jesús quiere que sus discípulos tengan las ideas claras: hacía poco que había denunciado que los sumos sacerdotes habían convertido el templo en un negocio: «en una cueva de bandidos» (Mc 11,17). Ahora quiere dejar claro qué es lo que agrada a Dios, qué es lo que tiene verdadero valor: no el dinero, por mucho que éste sea, sino el don de sí mismo; lo que Dios valora no es la «generosidad» de los explotadores, de los ricos, de los que dan lo que les sobra, sino la propia entrega que, además, es señal de confianza plena en Dios. Ni siquiera alaba Jesús el hecho de que el dinero se dé para el templo: no tardará mucho en poner de manifiesto que la entrega que Dios quiere deberá ser no para un templo de piedra que ya ha dejado de ser el lugar de la presencia de Dios y que muy pronto será destruido, sino en favor de la humanidad, por quien Jesús entregará hasta la última gota de su sangre (véase Mc 13).


Sacándolo de su falta

    El Padre de Jesús era aquel Dios que se había revelado siempre del lado de los pobres y oprimidos y a ese Dios, como a cualquier otro, los ricos y los poderosos lo intentaban manipular y monopolizar. Tuvieran o no fe en el Dios de Israel, -lo que, en verdad, no es demasiado seguro- lo que sí está claro es que les interesaba que el pueblo creyera que sí la tenían. Y nada mejor para ello que entregar grandes sumas al templo con el dinero que les sobraba y que robaban a los pobres, procurando, naturalmente, que todos conocieran la cuantía de sus limosnas. No nos equivocaremos si pensamos que en Jerusalén se debía conocer a muchos potentados como benefactores de la religión por la generosidad de sus contribuciones al sostenimiento del templo. Pero, sin embargo, el Padre de Jesús tenía un punto de vista diferente; y Jesús quiere que sus discípulos lo conozcan.
    Desde antiguo (1ª lectura), Dios se había manifestado como el Dios de la vida; pues el don de la vida será lo que reconozca y valore en esta viuda de la que habla el evangelio. Ella simboliza a todos los pobres de Israel y, en especial, a aquellos que se habían mantenido fieles al amor de Dios a pesar de que, por culpa de los dirigentes, aquella religión había dejado de representar una esperanza para los más débiles. Ella, al entregar al tesoro del templo una moneda de poquísimo valor, está entregando a Dios su propia vida. Y es precisamente esa vida lo que tiene valor a los ojos de Dios: «Esa pobre viuda ha echado en el tesoro más que nadie, os lo aseguro. Porque todos han echado de lo que les sobra; ella, en cambio, sacándolo de su falta, ha echado todo lo que tenía, todos sus medios de vida».
    Esta afirmación de Jesús expresa, en primer lugar, el reconocimiento de la generosidad de la viuda y de todos los que en ella están representados e, implícitamente, de la buena disposición de estos para escuchar y aceptar el programa del reino que Jesús proclama; pero, al mismo tiempo, es una renovada denuncia contra unos dirigentes que hacían creer a los pobres del pueblo que Dios podía exigir de ellos la renuncia a su vida. Por eso no es de extrañar que las primeras palabras que Jesús pronunciará después de estas que estamos comentando serán el anuncio de la ruina de aquel templo (Mc 13,2) que se estaba manteniendo en pie gracias a la vida, a la libertad y a la dignidad de los más débiles.

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