28 de mayo de 2023 |
Espíritu: fuego, palabra y vida
Las personas sólo pueden entenderse, dice la filosofía del lenguaje, en la medida en que comparten la vida. La Palabra de Dios nos dice hoy que hay una Palabra -la suya, que puede ser nuestra- que es vida; y nos ofrece una vida -su Espíritu, también a nuestra disposición-, que hace transparente e inteligible la palabra. A pesar de ello, ni nos entendemos, ni contribuimos a que otros se entiendan. ¿Hemos olvidado aquella Palabra o hemos expulsado de entre nosotros al Espíritu?
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Hechos 2,1-11 | Salmo 103(4),1ab.24ac.29bc-31.34 | 1ª Corintios 12,3-7.12-13 | Juan 20,19-23 |
La torre de Babel
Los escritores bíblicos más antiguos estaban convencidos de que la humanidad tenía un origen único, de que todos los hombres procedían de un tronco común. Pero esta convicción chocaba con la experiencia de ver a los hombres enfrentados, divididos e incapaces de entenderse ni siquiera mediante una de las facultades que más los diferenciaba de los animales: el lenguaje.
Casi mil años antes de nuestra era, uno de aquellos antiguos escritores, reflexionando a la luz de su fe, impresionado seguramente por los templos que se edificaban en Mesopotamia desde el tiempo de los antiguos sumerios (una de las primeras civilizaciones de la historia de la humanidad), construyó el relato de la torre de Babel (Gn 11,1-8), con el que pretendía explicar por qué a los hombres, a pesar de proceder de un tronco común, les resultaba imposible entenderse, pues hablaban diversas lenguas. El significado de ese relato es claro: los hombres intentaron edificarse un templo a sí mismos, volvieron a caer en la trampa de Adán y Eva: «seréis como dioses» (Gn 2,4). Y, al igual que en el Paraíso se rompió la armonía entre la pareja, también ahora, como consecuencia de ese tremendo y reiterado error, se quebró aún más la unidad del género humano.
Otras Babeles
Porque el hombre, cuando cree que puede ser dios y se empeña en conseguirlo a su manera, lo único que consigue, ya lo hemos dicho alguna otra vez, es convertirse en un peligro para sus semejantes; y aquellos de entre sus semejantes que tengan la misma pretensión se convierten automáticamente en un peligro para él. Porque, a pesar de que de esta clase de dioses puede haber muchos, cada uno de ellos quiere ser el único dios, o en cualquier caso, más dios que los demás.
Esta tentación, a pesar de ser tan antigua como el hombre mismo (Gn 3,4-5), jamás ha dejado de estar de actualidad. Todavía hoy sigue habiendo muchos que -da igual que no se les caiga el nombre de Dios de la boca o que digan que no creen en ningún Dios- se endiosan a sí mismos y se comportan como amos, como señores de sus semejantes, violando sus derechos, limitando su libertad, esclavizando sus conciencias, pisoteando su dignidad y exigiendo de hecho para sus decisiones un sometimiento semejante al que, según el concepto que ellos tienen de Dios, debería estar reservado sólo al Ser Supremo: ahí están para probar lo que decimos todos los totalitarismos, los que se confiesan ateos y los que se dicen creyentes, los meramente políticos y los parcial o totalmente religiosos...
Y ahí están esas verdaderas Babeles, obstáculos casi insalvables para el entendimiento de los hombres, que se han ido edificando a lo largo de la historia: la esclavitud, la santa Inquisición, los campos de exterminio del nazismo, las purgas estalinistas, la represión franquista, los desaparecidos argentinos y chilenos, la cínicamente llamada limpieza étnica en la antigua Yugoslavia, las políticas neoimperialistas, la arrogancia criminal del gobierno de Israel frente a los palestinos, el egoísmo de los países ricos encerrados tras las murallas y las vallas que los defienden de quienes buscan seguridad o una vida mejor... Los bloques militares, cualquier tipo de militarismo, la carrera de armamentos, el tráfico de armas... La tortura, el hambre, el colonialismo... el neoliberalismo... la cruel dictadura de los mercados... El considerarse con autoridad para decidir y ejecutar una condena a muerte en cualquier parte del mundo -incluso en mucho casos sin que se considere necesario un juicio previo- y presentar un asesinato como un acto de justicia... y para imponer por la fuerza violenta de las armas su democracia... Todas estas situaciones, cada una a su manera, son templos levantados para gloria del egoísmo y de la soberbia de uno o de unos pocos hombres y, por eso mismo, impedimento insoslayable para la fraternidad. ¿Hay algún camino para superar estos obstáculos? ¿O, quizá, la situación de ruptura que nace en Babel es ya definitiva?
Lenguaje y forma de vida
En la filosofía del pasado siglo ha adquirido una gran importancia la reflexión acerca del lenguaje, el instrumento con el que los hombres nos comunicamos y entendemos. Uno de los problemas que se plantean los filósofos es si será posible que personas de diversas culturas se entiendan. Naturalmente que no se trata de saber si es posible hacerse comprender por el camarero de un bar cuando le pedimos un café o por el dependiente de una tienda, cuando compramos pan. La cuestión es si es posible llegar a un entendimiento en asuntos importantes: el sentido de la vida humana, cómo organizar la convivencia, cómo deben ser las relaciones entre los pueblos... Para ponerse de acuerdo es preciso hablar, pero, ¿somos capaces de hacer entender a nuestros interlocutores nuestras razones o entender nosotros las de ellos? Cada lenguaje, dicen los filósofos, es fruto de una forma de vida, de una experiencia colectiva, de una cultura: sólo si se llega a compartir esa forma de vida, dicen algunos, será posible entender perfectamente las palabras -y por tanto las razones y los sentimientos- de quien nos habla. Pero, ¿es esto posible?
Espíritu de lenguas
El relato de la irrupción del Espíritu en Pentecostés da respuesta a las preguntas que han ido quedando sueltas anteriormente.
El domingo pasado decíamos que Jesús había mostrado a la humanidad el único camino posible para llegar a ser semejantes a Dios (la entrega por amor en favor de una humanidad fraterna y feliz) y que, tras realizar él este camino, está ya permanentemente al lado del Padre.
Diez días después de la Ascensión, según las cuentas que hace Lucas en los Hechos de los Apóstoles, Dios se hizo notar de nuevo en esta tierra para meterse dentro de un puñado de personas que estaban asustadas pero que, a pesar de su temor, se hallaban dispuestas a tomar el relevo y a andar también ellas el camino que anduvo Jesús. Al sentir la fuerza del Espíritu de Dios, perdieron el miedo y empezaron a dar los primeros pasos. Y lo que antes había servido para separar a los hombres se convirtió en vehículo de entendimiento, lo que era causa para que las gentes no pudieran comunicarse se convirtió en instrumento de unidad: empezaron a hablar en lenguas diversas dirigiéndose a personas que entendían idiomas distintos; y todos se comprendían a las mil maravillas: «... y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma». El Espíritu no los había uniformado, pero había hecho posible la unidad: las lenguas seguían siendo distintas, pero el entendimiento era posible. Y esto porque el Espíritu les facilitaba un lenguaje universal, el único que, respetando los diversos modos de expresarse que cada cual tenga, conduce al entendimiento pleno: el lenguaje del amor, el lenguaje de la entrega en favor de la construcción de un mundo nuevo en el que nadie pretenda ser dios de nadie, el lenguaje de la revolución más profunda que el hombre puede realizar y en la que hasta el mismo Dios está comprometido: la revolución que pretende construir una verdadera fraternidad universal. Sin padres, sin amos, sin diosecillos..., con un solo Padre y un único Espíritu que nos hace a todos hijas e hijos, hermanas y hermanos.
Un único Espíritu
Podemos, pues, llegar a entendernos si nos dejamos llenar por la vida -el Espíritu- de Dios. Cierto que todavía hay algunos que, como entonces (hubo quienes llegaron a decir que los apóstoles estaban bebidos), no son capaces de comprender: el Espíritu les había dado la capacidad de hacerse entender; pero para entender del todo no bastaba con escuchar, era necesario compartir el espíritu y la vida.
En esta misma doctrina abunda la primera carta a los Corintios: el Espíritu de Jesús rompe todas las barreras que los hombres hemos ido construyendo para separarnos unos de otros: «También a todos nosotros, ya seamos judíos o griegos, esclavos o libres, nos bautizaron con el único Espíritu para formar un solo cuerpo y sobre todos derramaron el único Espíritu». No sólo la diferencia de lengua o de cultura, sino también se podrá superar la diferencia de situación social y, por supuesto, la diferencia de raza o religión -sí, también la diferencia de religión- gracias a la acción del Espíritu. Pero, -¡atención!- que el Espíritu no es una tapadera para ocultar las injusticias que nos suelen hacer creer que son necesarias en nuestro mundo en nombre de una falsa unidad o de una falsa paz.
Espíritu de paz
Cuando Jesús se despide de sus discípulos, según el relato del evangelio de Juan, les trasmite, al mismo tiempo, la misión que el Padre le encomendó y la fuerza que le dio para llevarla a cabo: «Igual que el Padre me ha enviado a mí, os envío yo también a vosotros. Y dicho esto, sopló y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo». El don del Espíritu va unido, según la promesa de Jesús en el evangelio de Juan a una doble tarea: declarar perdonados o no los pecados y ser portadores de paz.
El saludo de Jesús a sus discípulos, -«Paz con vosotros»-, inmediatamente antes de confiarles su propia misión significa que también ellos deben ser portadores de paz. Pero esa paz tendrá que ser el resultado, no de enmascarar, sino de descubrir, denunciar y superar los conflictos que dividen a los hombres: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes dejéis libres de los pecados, quedarán libres de ellos; a quienes se los imputéis, les quedarán imputados». Declarar perdonados o no los pecados significa identificar y denunciar la injusticia y acoger a los que decidan romper con ella. La paz será consecuencia de una lucha sin tregua contra el pecado, es decir, contra la injusticia que es la causa última de la quiebra de cualquier tipo de paz.
En nuestro viejo mundo no deja de correr la sangre violentamente derramada. Decenas de conflictos violentos están activos en este momento en la Tierra. La violencia parece desbordarse en todos los ámbitos de la vida humana: hasta en el deporte, que no hace tanto tiempo se consideró como un medio de confraternizar. Son decenas los países en los que los jóvenes no han vivido otra cosa que la guerra. Y los muy cristianos dirigentes de los países más ricos parece que no conocen otro camino para resolver los conflictos que la violencia homicida, indiscriminada, siempre injusta, aunque sus medios de propaganda, abusando de la fuerza del lenguaje, traten de esconderla detrás de alguna excusa aparentemente razonable. Y el negocio más rentable, el más floreciente de nuestro siglo es la fabricación y el tráfico de armas: el negocio que más beneficios da es...¡la guerra!
En este momento, según un informe del Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo -SIPRI- se ha disparado el gasto mundial en armamento, llegando a 2,24 billones de dólares, precisamente en un momento en que los medios de vida (alimento, agua, vestido, vivienda...) resultan cada vez más inalcanzables para millones de seres humanos.
En esta situación, ¿Qué pecados denunciaremos? ¿Qué alternativas a la violencia propondremos como medio de solución de conflictos? ¿Qué modo o modos de vida podemos sugerir los cristianos? ¿Con qué espíritu abordaremos esos problemas? ¿Con qué fuego abrasaremos todos los instrumentos de violencia, de guerra, de muerte? ¿Qué paz podemos proponer? ¿Cómo la vamos a construir?