Domingo 25º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

22 de septiembre de 2024
 

El más grande

    Hay muchos que consideran que la vida sólo tiene un sentido, que sólo hay una razón para vivir: conseguir el éxito, triunfar. Pero el éxito, el triunfo, ¿en qué consiste? Según las categorías que la ideología dominante en nuestra sociedad nos hace asimilar desde pequeños, triunfar en la vida consiste en llegar a ser el más grande, en subir lo más alto que sea posible, aunque para ello sea necesario -que casi siempre lo es, ¡y así nos luce el pelo!- pisotear la dignidad y la vida de los demás. Pero esa no es la perspectiva del evangelio.

 




El anuncio de la vida


     Por tres veces (8,31; 9,30-31;10,33), antes de que llegue su hora, Jesús anuncia a sus discípulos que su final no será la muerte, sino la vida. Cierto que morirá y que su muerte será especialmente dura: lo matarán de verdad, la cruz no será una representación; pero su muerte no será definitiva porque «... después que lo maten, a los tres días resucitará».
    Los discípulos, a pesar del reproche que se ganó Pedro delante de los demás (8,32), no consiguen entender («pero ellos no entendían aquel dicho y les daba miedo preguntarle») que no es la vida la que termina en la muerte, sino la muerte la que acaba en vida. Y no porque la muerte de Jesús sea algo querido por Dios, sino porque aquella muerte estaba tan preñada de amor que no tenía más remedio que dar a luz más y más vida.
    Pero los discípulos, hasta hace muy poco tiempo piadosos israelitas, no eran capaces de mirar por encima de sus narices ni de entender nada que no se les hubiera transmitido por tradición. Jesús, una y otra vez, los pone ante el hecho de la vida; pero, por lo que dice Marcos, resulta, una y otra vez, inútil: su ideología puede más que el testimonio, con hechos y palabras, de Jesús. Y así, aunque el acento de las palabras de Jesús está en el anuncio de la vida que triunfa, los discípulos siguen quedándose en el miedo al fracaso de la muerte. O quizá, como parece revelar el episodio que sigue, es que confundían “éxito” con “vida”.

 

El más grande


     Tal y como se entiende en nuestro mundo, tener éxito, triunfar en la vida es algo que sólo pueden conseguirlo unos pocos, sólo uno puede ser «el más grande». Los demás están condenados a ser segundones, a la mediocridad, a pasar inadvertidos... o, simplemente, a servir de escalones para que suban los triunfadores... o de público para aplaudirles. La vida se confunde con una constante competición en la que, además, no puede participar más que una minoría; los más quedan excluidos incluso de la posibilidad de participar en la contienda.
    Pero esta manera de entender y orientar la vida, tiene muchas consecuencias gravemente negativas para la convivencia entre los hombres. Por un lado, los que deciden entrar en la competición para luchar por alcanzar el éxito, para triunfar, se convierten en adversarios unos de otros y sienten como enemigos reales o potenciales a todos los demás.
    Al mismo tiempo, el deseo nunca eliminado de triunfar, de ser «el más grande» de alguna manera, en algún ámbito y la frustración por no haberlo conseguido son, quizá, los dos sentimientos más extendidos entre el género humano. De esta manera, los hombres, corriendo así tras el éxito, ni viven ni dejan vivir a sus semejantes; ni gozan de la vida, ni permiten a los demás que disfruten de ella.
    La tarea de Jesús es abrir a la humanidad el camino para que sea posible vivir como hermanos; la buena noticia de Jesús nos propone el modo de alcanzar este objetivo: es que todos los seres humanos puedan ser felices, que todos tengan la posibilidad de dar sentido a su vida, de llenar de vida su existencia. Pero para que eso sea posible, el objetivo de la vida del hombre tiene que ser otro, no puede ser el de ser «el más grande».

 

Triunfar en la vida...

     A la expresión «triunfar en la vida» podríamos darle un significado muy distinto: triunfar en el arte de vivir, triunfar en la tarea de hacer agradable la vida de todos, ayudar a que todos triunfen de esta manera en la vida: trabajar para que la vida -y no sólo mi vida sobreabunde.
    El chiquillo, el criadito del evangelio, representa al seguidor de Jesús que ha comprendido este aspecto del mensaje y ha decidido dedicar su vida a servir. Naturalmente que no se trata de un servicio impuesto a la fuerza o por la fuerza de las circunstancias; al contrario, es un servicio que nace de la libertad y del amor: del amor al ser humano, del amor a la vida de las personas; es un servicio que se convierte en signo de fidelidad práctica al mensaje del Hijo del hombre. El que vive así, ése es «el más grande» entre los amigos de Jesús: es el que ha descubierto que no es más grande el más alto, ni el más sabio, ni el más fuerte..., ni el más grande, sino que es el que ha comprendido que el amor es lo único que llena de sentido una vida y practica ese amor poniendo al servicio de todos su sabiduría, su energía sus talentos.

    Pero no sólo ni primero a los ricos y poderosos (o a los que pretenden serlo) por miedo o por interés, sino al pueblo, a los pobres y humillados de la tierra, a los que son obligados por la fuerza de la violencia o por la violencia del hambre a servir, a éstos antes que a nadie, para ofrecerles la propuesta de liberación y el modelo de hombre nuevo que propone Jesús, para construir con ellos y con Jesús, que con ellos se identifica, un mundo en el que quien quiera ser el primero trate de conseguirlo poniéndose al servicio de todos: es decir, un mundo en el que todos se quieren y, por eso, desean servirse. Y con ellos, a los ricos y poderosos a los que, salvo que lo hagan ellos mismos, nadie cierra ninguna puerta: también ellos podrán entrar en la casa del Padre si son capaces de entender este otro tipo de triunfo y deciden ser y vivir como hermanos, conscientes de que ese muevo mundo que Dios quiere, un mundo en paz cuyos cimientos se afirmen en una estructura de justicia y amor, es un mundo mejor para todos y en el que todos seremos mejores.

 

Dos ámbitos

    Este espíritu de servicio debe desarrollarse en dos ámbitos: el de las relaciones interpersonales o las relaciones internas de la comunidad y el de la construcción de un mundo más justo.
    El evangelio parece centrarse más en el primero: la comunidad cristiana debe ser una porción de humanidad en las que se adelante la realización del reino de Dios; por eso las relaciones de los seguidores de Jesús no pueden configurarse como un escenario de lucha por el poder. Eso sucede entre los poderosos de este mundo, es decir, dentro del orden de mal y de mentira que gobierna las relaciones de los hombres en prácticamente todas las sociedades humanas. Los demás, los hermanos dentro de la comunidad, no son competidores sino colaboradores y corresponsables en una tarea maravillosa: ponerse al servicio de la humanidad entera para crear las condiciones que hagan posible la implantación del reinado, de justicia y paz, de Dios.
    Este es el segundo ámbito en el que se debe desarrollar el servicio: en la lucha por la justicia, la fraternidad universal y la paz definitiva, valores -libertad, justicia, amor y paz- que configuran y deben caracterizar los grupos humanos en los que Dios gobierna, en los que Dios reina.

    Esto significa que la Iglesia, la comunidad de los que se han puesto del lado de Jesús, no puede vivir para sí misma ni debe entrar en competencia con otros grupos o con otras instituciones disputándoles el prestigio, el éxito, el triunfo. La comunidad de los cristianos debe dar sentido a su existencia como servidora de la humanidad, sin intentar dominar a la sociedad humana, sin pretender imponer sus puntos de vista... sin pretender ser “la más grande”... Sólo ofreciendo, con su vida y con su palabra, a las gentes que quieran escuchar, ese modo de organizarse y de relacionarse que abre la posibilidad de ser felices a todo el género humano y a cada uno de sus miembros.
    Este servicio es la tarea que Santiago sintetiza en esa magnífica frase: «la cosecha de justicia, con paz la van sembrando los que trabajan por la paz.»

 

El camino de la paz

    Si vis pacem, para bellum, si quieres la paz, prepara la guerra, decían los romanos. Y así nos luce el pelo.
    Basta abrir un periódico una página de internet, o encender una televisión para ver las noticias para ver lo que ese principio ha provocado y sigue provocando en el mundo: muerte y destrucción. Y una paz que nace de la violencia ni es paz ni se puede mantener sin más violencia y sin más injusticia: lo que está sucediendo en Palestina, Oriente Medio, Sudán, la República del Congo y en muchos otros lugares de este mundo es una prueba de que la injusticia y la violencia van siempre de la mano y su cosecha ni es la justicia ni la paz, sino la muerte, el genocidio, la opresión...
    La frase de Santiago «la cosecha de justicia, con paz la van sembrando los que trabajan por la paz» nos ofrece una alternativa:
    Dios quiere un mundo en paz. Pero la construcción de la paz no puede fundarse en la preparación de la guerra, sino en el establecimiento de la justicia, en un orden social en el que la dignidad y los derechos de las personas (de las personas: mujeres y varones, de una raza u otra, profesen una determinada o ninguna religión, o tengan cualquier característica que las haga diferentes) sean respetados y sus necesidades vitales (desde el alimento a la libertad, desde una vivienda digna a la expresión libre de su afectividad) puedan ser suficientemente satisfechas.

    Establecer un orden de justicia y equidad será siempre un proceso conflictivo; por desgracia, eso parece indiscutible puesto que los derechos de las mayorías siempre entran en contradicción con los intereses de los privilegiados.
    Y esta es la paradoja con la que de hecho nos encontramos: la construcción de la paz siempre exigirá afrontar luchas y conflictos.
    Pero el ser humano tiene recursos para afrontar y resolver los conflictos pacíficamente. Así lo hizo Jesús de Nazaret; así lo han hecho muchos de sus seguidores a lo largo de la historia.
    Y así lo han hecho muchas otras personas.
    Puede que algunos digan que sin mucho éxito. Pero nadie negará que lo más feo del mundo en el que vivimos es el resultado “exitoso” del para bellum.

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