Domingo 19º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

12 de agosto 2018
 

Vida de Dios en carne humana


     Todas las religiones afirman, de un modo u otro, que la salvación del hombre viene del cielo (es decir, de Dios). Y es verdad; sólo que Dios, desde la perspectiva cristiana, ha decidido que la vida definitiva se ponga al alcance de la Humanidad entera a través del Hombre de carne y hueso que se entrega para que el mundo viva. Eso sí: en esa humanidad que se entrega se manifiesta la fuerza de la vida y el amor de un Dios que es Padre y quiere ser aceptado como tal.

 



No se lo podían creer

     No. No se lo podían creer. Ellos llevaban mucho tiempo dedicados a alejar (ellos dirían «ensalzar» o «enaltecer») a Dios de este mundo, a poner de relieve la infinita distancia entre Dios y la humanidad. Y de pronto uno, al que conocieron de pequeño, de quien conocen a toda su familia, con quien algunos seguro que jugaron de niños y trabajaron de mayores... se pone a decir ¡que ha bajado del cielo!
     Las tradiciones judías anunciaban un enviado de Dios que bajaría del cielo de manera portentosa, aparecería en el templo en un momento en el que sus atrios estuvieran repletos de gente para que quedara claro ante todos que era de origen divino (véase Mt 4,5-6; Lc 4,9-11). Pero a Jesús lo conocían bien, carne de su misma carne y hueso de sus mismos huesos, sabían de dónde venía, conocían incluso a sus abuelos...
     Pero no conocen al Padre. Esta es la respuesta de Jesús a sus críticas. No acepta, por el momento, la discusión sobre su origen, sino que pone de relieve la causa última por la que ellos no pueden admitir que él, un hombre de carne y hueso, tenga un origen divino: no conocen al Padre, no conocen ni les interesa conocer a Dios como Padre; prefieren un Dios señor, amo, dueño, legislador...; no han comprendido que la grandeza de Dios no consiste en su distancia respecto al hombre, sino en su inmensa capacidad de dar vida, en su infinito amor, que lo hace estar siempre cerca del mundo y que se manifiesta en una constante oferta de libertad y de vida definitiva en favor de la humanidad; si conocieran al Padre, lo aceptarían a él: «... todo el que escucha al Padre y aprende, se acerca a mí».


El pan de la libertad

     El éxodo, el proceso de liberación que dio origen al pueblo de Israel, no logró plenamente sus objetivos. Los que habían sido esclavos no llegaron a completar el camino hacia la tierra prometida; por no fiarse de Dios, por no creer en su amor, por renegar una y otra vez de la libertad (Nm 14,2; Dt 1,27.32), murieron antes de llegar a la tierra de Canaán (Nm 14,22; Dt 1,34.37; Jos 5,6; Sal 95,7-11), y aunque dejaron de ser esclavos, no llegaron a vivir en la prometida tierra de la libertad. Aquel maná no fue para ellos suficiente garantía de libertad y de vida. Para el nuevo proceso de liberación, para el nuevo éxodo al frente del cual se ha colocado Jesús, el Padre ofrece otro pan -ahora a toda la humanidad- que garantiza una vida de una calidad nueva, una vida plenamente lograda que ya está venciendo a todos sus enemigos, incluida la muerte.
     Para conseguir esa vida hay que comer de ese pan, esto es, hay que asimilarse al Hombre que se ofrece como pan, que se entrega como amor, que se da como expresión de solidaridad; hay que vivir su misma vida, hay que comprender y aceptar la señal contenida en el reparto de los panes y de los peces y poner en práctica su significado... Y lo mismo que en el antiguo éxodo los israelitas deberían haber recibido sin recelo la libertad ofrecida y conseguida por el Señor, de la misma manera ahora deben acoger a este Hombre a través del cual Dios asegura una liberación total, una libertad que no será vencida ni siquiera por la muerte: «Nadie puede llegar hasta mí si el Padre, que me envió, no tira de él, y yo lo resucitaré en el último día».


Carne de hombre pobre... para que el mundo viva

     Entre los diversos modos de nombrar al ser humano en el Nuevo Testamento, la expresión «carne» se refiere al hombre en su aspecto débil, mortal, terreno. La frase con la que finaliza hoy la lectura del evangelio, fuerte y provocadora, quiere destacar precisamente lo que con más dureza se resistían a aceptar los judíos del régimen: que la salvación que Dios ofrece pasa necesariamente por la humanidad de Jesús y la de todos aquellos que, con él, acepten a Dios como Padre y, por consiguiente, reconozcan a las demás personas como hermanas. Lo que va a asegurar la vida y a garantizar la libertad de la humanidad toda es el don que el Hombre hace de su propia vida y el que otros hombres harán tras él. Porque, y ésta es otra diferencia importante en relación con el primer éxodo, ahora la salvación de Dios no se ofrece sólo a un pueblo, sino que se abre para todo el mundo.
     Y se trata de un hombre del pueblo, conocido por sus paisanos, perteneciente a una familia de trabajadores, uno de tantos que dice San Pablo (Flp 2,7). No es poderoso ni rico; no es su capacidad de violencia ni su riqueza lo que va a salvar el mundo, sino su carne humana, su vida. En realidad esa es su riqueza y esa es su fuerza: en el don de su propia vida se da, se comunica la vida misma de Dios.

     La encarnación, eso de «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14), es el hecho central de nuestra fe; sin embargo, demasiado a menudo no pasa de ser una verdad teórica a la que se buscan explicaciones filosóficas más o menos convincentes. Pero, a la hora de la verdad, ¿aceptamos o no aceptamos la humanidad de Jesús? ¿Seguimos pensando que todo lo humano es malo, que el cuerpo es una cárcel para el alma y cosas por el estilo? ¿Seguimos insistiendo en que Dios está lejos y que para acercarse a Dios hay que alejarse del mundo y de lo humano... liberarse del cuerpo, renunciar a la carne? Si no nos convencemos de que Dios ha querido fundirse con la humanidad, tomar rostro humano y salvar al mundo mediante nuestra propia carne humana, estaremos escondiendo, una vez más, la vida y la libertad que Dios ofrece para la salvación del mundo.
     Y si no asumimos que Dios quiso hacerse presente en un hombre pobre del pueblo, rechazando la fuerza de la violencia y el poder del dinero, y si no actuamos y vivimos coherentemente con este dato también esencial en nuestra fe, si nuestros aliados siguen siendo los que está “arriba” y quienes defienden los intereses de los de arriba, estaremos traicionando el proyecto de Jesús y arrebatándole al mundo la salvación que Dios le ofrece.

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