6º Domingo de Pascua
Ciclo C

26 de mayo de 2019
 

Sin intermediarios

     Tampoco esto se lo habría podido imaginar el hombre: una religión sin necesidad de templos, una relación con Dios sin necesidad de intermediarios, o quizá si, con un único intermediario: el prójimo. Y el amor.

 



Un mandamiento nuevo


     El que el evangelio recordaba el domingo pasado. El único mandamiento que tiene vigencia para el cristiano. Los demás, o están incluidos en éste, o ya no sirven. Un mandamiento de Dios que se refiere al hombre de tal modo que el amor a Dios se identifica con el amor al ser humano: «Uno que me ama cumplirá mi mensaje.» Dios, según el mensaje de Jesús, no quiere adueñarse -ser dueño- del hombre, sino que el éste acepte libremente su amor y, como si fuera fuego, lo propague comunicándolo a otras personas. Él es un Padre que quiere que vivamos como hijos suyos, y como cualquier padre, desea que sus hijos se parezcan lo más posible a El. Y el es amor. Por eso amar a Dios consiste en amar al prójimo con el mismo amor con que Dios nos ama, identificarse con su amor. Porque hay otra manera de amar -buscar el bien para la persona o personas que son objeto del amor- que difícilmente se puede practicar con Dios: ¿no resulta demasiado presuntuoso pensar que Dios puede necesitar algún bien de nosotros?
     La respuesta a esta pregunta ya la dieron los profetas siglos antes de Jesús, dejando claro que Dios no necesitaba tanta ceremonia y tanto rito y que echaba de menos la práctica de la justicia y la solidaridad con los más débiles (véanse, por ejemplo, Is 1,10-18; 58,1-12; 66,1-3; Jr 7,1-11; Am 5,4-6.14-15.18-25; Miq 6,6-9; Zac 7,1-10; Sal 50; Edo 34,18-22; 35,14-21). Ahora Jesús, con toda radicalidad, expresa esta exigencia con el mandamiento nuevo que explica lo que había dicho en otra ocasión: que el Padre quiere que se le rinda culto practicando el amor y la lealtad (Jn 4,23-24).




La ciudad de Dios

     Este nuevo culto supone una verdadera revolución en la manera de entender las relaciones del hombre con Dios: «Uno que me ama cumplirá mi mensaje y mi Padre le mostrará su amor: vendremos a él y nos quedaremos a vivir con él.» En la antigua religión el hombre tenía que salir del mundo profano y entrar en recintos sagrados para encontrarse con Dios. Dios no estaba más que en algunos lugares consagrados a él. A partir de ahora todo será distinto. Ya no es necesario que haya templos, porque Dios ha elegido para vivir una residencia nueva: el ser humano, la persona que elige el amor como forma de vida, el grupo en el que se ha establecido el amor como única norma de convivencia. Es la ciudad nueva que describe el libro del Apocalipsis: «Templo no vi ninguno, su templo es el Señor Dios, soberano de todo, y el Cordero» (primera lectura).
     Dios ya no habita en casas construidas por manos humanas. Dios está presente en aquellos que han aceptado el mensaje y el mandamiento de Jesús y lo ponen en práctica: «Vendremos a él y nos quedaremos a vivir con él.»




Un Espíritu nuevo

     La empresa no es fácil. Serán muchas las dificultades que se presenten. La práctica del amor en un mundo egoísta suscitará oposición y acarreará conflictos, provocará peligros que, como le sucedió a Jesús, podrán llegar a ser mortales. Y será necesaria una fuerza más grande que la que cualquier humano posee.
     Esa fuerza es el Espíritu que Jesús promete, el Espíritu del Padre que él posee en plenitud y que ahora anuncia a sus discípulos que será su valedor en todo momento y, especialmente, cuando los ataques arrecien o las fuerzas disminuyan. Su papel será recordar, desde dentro del hombre mismo, el mensaje de Jesús, que es el mensaje del Padre; recordar el mandamiento nuevo, el proyecto de convertir este mundo en un mundo de hermanos, y proporcionar la fuerza necesaria para actuar en consecuencia: «Os dejo dichas estas cosas mientras estoy con vosotros. Ese valedor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre por mi medio, él os lo irá enseñando todo, recordándoos todo lo que yo os he expuesto.»




Una paz definitiva

     Jesús se despide deseando a los suyos la paz: «Paz es mi despedida: paz os deseo, la mía, pero no me despido como se despide todo el mundo.» Su paz. No la paz del mundo. No la paz de los cementerios, ni el silencio de los muertos. Eso no es paz. Paz es el conjunto de todos los bienes a los que, en el ámbito de la justicia (Is 60,17; Sal 72,3.7; 85,11), puede aspirar el hombre; paz es la satisfacción de todas las necesidades verdaderamente humanas. Paz es la felicidad que se logra mediante la experiencia del amor compartido; paz es el resultado de convertir este mundo en un mundo de hermanos.
     La paz estaba siempre incluida en las promesas y en la esperanza que se referían a los tiempos en los que Dios establecería definitivamente su reinado por medio del Mesías (Os 2,20; Is 2,4; 9,5; 11,6-9; Miq 5,1-3), y el Mesías Jesús desea ahora a los suyos que sean capaces de construir una ciudad en la que habite la paz.
     La paz de Jesús es la que nace de la justicia y se alcanza plenamente por medio del amor hasta lograr que la humanidad sea una comunidad, una familia de hermanas y hermanos. Y así, cuando no haya leyes que otorguen privilegios a unos pocos contra el derecho de muchos, cuando no haya fronteras que sólo el dinero puede traspasar, cuando no haya banderas ni sacerdotes que las bendigan, cuando en las persinas mande sólo su corazón dispuesto a amar..., en una palabra,  cuando aceptemos a Dios como  Padre y decidamos vivir como hermanos...,  entonces Dios se vendrá a vivir con nosotros y llegará el hombre a su plenitud; entonces se alcanzará la paz.  Una paz completa, pues se incorpora a ella el mismo Dios, no ya como Señor y Dueño de los hombres, sino como Padre de los que luchan por vivir como hermanos.
     Esa es la ciudad nueva que estamos intentando construir los cristianos. La ciudad en la que no hará falta edificar templos de fría piedra, porque Dios ya ha escogido otra habitación más cálida: el corazón humano acostumbrado a amar. No cabe mayor paz.
     Y el Cielo empezará en la Tierra.

 

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