Domingo 20º del Tiempo Ordinario
Ciclo A

16 de agosto de 2020
 

 

Indignación y rebeldía: virtudes cristianas

 

    Los que dicen que el mundo está organizado de acuerdo con la voluntad de Dios y que hay que resignarse con el lugar que él ha señalado a cada uno, o no conocen el mensaje de Jesús o, sencillamente, mienten... ¡o blasfeman! Ante la injusticia, ante la discriminación, ante la desigualdad... hay que indignarse, hay que rebelarse, o no se podrá participar de la liberación que ofrece Jesús. Ante la injusticia las verdaderas virtudes cristianas no son la resignación y la sumisión, sino la indignación y la rebeldía.

 




Un evangelio difícil


    Resulta chocante la lectura del evangelio de este domingo. Si hacemos una lectura literal del texto, es casi imposible ponerlo de acuerdo con el resto del mensaje evangélico.
    Una vez más, Jesús ha vuelto a dejar claro, en el párrafo inmediatamente anterior, polemizando  con los letrados de Jerusalén (Mt 15,1-20), que las tradiciones de los judíos, y concretamente aquellas que favorecen la incomunicación entre los hombres (por ejemplo, la doctrina sobre lo puro y lo impuro), o las que justifican el egoísmo y la insolidaridad (la costumbre de ofrecer una limosna al templo para, en adelante, quedar descargado de la obligación de atender a los padres ancianos), no tienen valor alguno y que lo verdaderamente importante es el hombre, su corazón, su interior. ¿Cómo se entiende que, inmediatamente después, Jesús se encuentre con una mujer que lo busca angustiada porque tiene a su hija enferma y la desprecie porque no es judía?

 

Una mujer sumisa

    Por la manera de presentarla, esta mujer, aunque no es judía de raza, vive desde siempre en Palestina y conoce las tradiciones del pueblo de Israel; no se explicaría, si no es así, que se dirigiera a Jesús usando uno de los apelativos más tradicionales para referirse al Mesías, «Hijo de David»: «Señor, Hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija tiene un demonio muy malo».
    Sorprende la aparente indiferencia de Jesús, que continúa caminando sin hacer caso a los gritos de la mujer. Sólo se detiene ante el ruego de los discípulos: «Atiéndela, que viene detrás gritando». La respuesta de Jesús desconcierta todavía más: «Me han enviado sólo para las ovejas descarriadas de Israel».
    Jesús no aceptaba el título «Hijo de David» que los israelitas daban al Mesías porque suponía un mesianismo nacionalista, violento y realizado desde el poder. Y lo que parece que más le irrita en este episodio es que sea precisamente la víctima de esa ideología excluyente quien la haya asumido como propia: la mujer, por no ser del pueblo del que David fue rey, está considerada como una persona de segunda categoría. Y ella se resigna ante esa situación, la acepta, no la discute, no se rebela ante la injusticia.
    Al decir «Me han enviado sólo para las ovejas descarriadas de Israel», Jesús no está expresando su pensamiento, sino el de aquella mujer y, probablemente, el de sus mismos discípulos.

 

El espíritu inmundo

    Sólo entendiéndolas así tienen algún sentido las palabras de Jesús; y si se tomaran como expresión de su pensamiento, la segunda intervención de Jesús sería, en él, todavía más incomprensible que la primera.
    Ante la insistencia de la mujer: «¡Socórreme, Señor!», Jesús replica con esta frase: «No está bien quitarle el pan a los hijos para echárselo a los perros».
    No, éste no es el mismo Jesús que había atendido ya a un pagano, un centurión de la legión romana que se había dirigido a él pidiéndole la salud de un criado suyo (Mt 8,5-14); que había liberado de su alienación (de sus demonios) a dos endemoniados paganos (8,28-9,1); que había acogido entre sus discípulos a un recaudador de impuestos (Mt 9,9-12). Decididamente, no. Jesús no piensa así. Está dando una lección a aquella mujer y a todos los presentes: si uno acepta la esclavitud, la discriminación, la marginación sin rebelarse, éstas son las consecuencias que tendrá que asumir.
    El padecimiento de la hija de aquella mujer, el demonio muy malo que atormenta a su hija es la ideología que hace que aquella mujer acepte como buena la situación de marginación en la que vive, no sólo como pagana en relación con los judíos, sino también como marginada entre los suyos. Esa mentalidad hace imposible que el proyecto de Dios para la humanidad, el reinado de Dios que proclama Jesús, pueda hacerse realidad. No pueden vivir como hermanos quienes dan por bueno y aceptan que hay otros que, en cuanto a dignidad y derechos, son superiores o inferiores a ellos.

 

Con mucho amor, con mucha fe

    No obstante, Jesús no va a dejar desamparada a aquella mujer. Ante todo porque Jesús nunca pasa, indiferente, ante el dolor humano; y luego porque en aquella mujer hay dos valores que es necesario resaltar y potenciar.
    El primero es su amor. El amor hacia su hija, que es quizá lo que, equivocadamente, la lleva a adoptar aquella actitud conformista y resignada: tiene a su hija enferma y está dispuesta a hacer por ella todo lo que sea necesario, está decidida a pasar por lo que haya que pasar para conseguir su curación.
    En segundo lugar, la resignación no ha apagado del todo su deseo de liberación, y ella ha descubierto en Jesús y en su mensaje el camino más seguro hacia la libertad.
    La enfermedad de aquella chiquilla es en realidad la mentalidad que refleja la resignación de su madre: la aceptación de que hay y tiene que seguir habiendo diferencias entre los seres humanos. La mujer no discute esta idea, pero parece pedir a Jesús que no se la tome al pie de la letra: «Anda, Señor, que también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos». Anda, Señor -parece decir la mujer cananea-, no niegues algún tipo de participación en tu proyecto a los que no pertenecemos a Israel. Deja que caminemos contigo hacia la libertad, haz para nosotros un poco de sitio en tu casa...
    Jesús, entonces, valora este atisbo de rebeldía interpretándolo como una importante manifestación de fe: «¡Qué grande es tu fe, mujer! Que se cumpla lo que deseas». Y le concede todo lo que le pide: «En aquel momento quedó curada su hija».

 

Hay que rebelarse

    Diariamente nos llegan mensajes que tratan de convencernos de que éste es el mejor de los mundos posibles. Recojo como ejemplo lo que decía hace ya algunos años un responsable del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) al presentar el informe sobre desarrollo humano del 2002. Refiriéndose a España, constataba que España había descendido el año anterior del puesto 10 al 15 en lo que se refiere al índice de igualdad social. Este índice es el resultado de la comparación entre el 20 por ciento de la población más rica y el mismo porcentaje de la población con menos recursos. El consejero regional para la gobernabilidad en África occidental de la ONU, Magdy Martínez, valoraba positivamente este porque, según «estos datos no significan que los pobres españoles sean más pobres que hace un año, sino que en un periodo de crecimiento económico, la renta se ha repartido entre el grupo con más poder adquisitivo. Es una tendencia generalizada». Y ya está: es una tendencia generalizada que la distancia que separa a ricos y pobres sea cada vez mayor. Y los hechos, después de la crisis que estalló en España en 2010 ha acentuado esta tendencia; y actualmente, en 2020, la brecha que separa los más ricos de los más empobrecidos es mucho más profunda que hace diez años. Y lo peor del caso es que esa tendencia generalizada se da también en países en los que la pobreza es miseria, es hambre. Y allí, lo constataba ya aquel informe y lo ratifican informes posteriores, esta polarización económica hace del hambre y la miseria dos males de difícil -casi imposible- extinción en el actual marco del sistema planetario dominante.

    El actual sistema neoliberal, con la globalización de aquellos sectores que conviene al capital y la fragmentación de otros como los derechos laborales o el acceso a los servicios esenciales para una vida digna (sanidad, educación, dependencia, cuidados) ahonda aún más la sima, ya enorme, entre ricos y pobres.
    De hecho, ya hemos llegado a una situación tal en la que el tener trabajo, no garantiza el escapar de la pobreza y ser explotado ha acabado siendo un privilegio. Y a muchos ciudadanos de los países empobrecidos se les acostumbra a sentirse contentos con las migajas que caen de las mesas de los pocos que son enormemente ricos.
    Desde una perspectiva humana y cristiana no podemos dejar que nos exploten y, además que nos manipulen. Los que queremos que este planeta pueda ser algún día una única familia de la que formen parte todos los seres humanos, de una gran diversidad de culturas, lenguas y tradiciones pero iguales en dignidad, no podemos consentir que se nos diga que no hay otra alternativa. Hay que rebelarse -que conste que la rebelión no significa reacción violenta- porque, en términos teológicos, rebelarse contra la injusticia es rebelarse contra el pecado; y porque -y en esto el mismo Dios empeña su palabra- así y sólo así otro mundo, un mundo de hermanos, es posible. Y necesario.

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