Domingo 34º del Tiempo Ordinario
Cristo Rey
Ciclo A

26 de noviembre de 2023
 

Hay que tomar partido

    Dios no es imparcial. Y Jesús, el Hombre que en nombre de Dios juzgará a todos los pueblos tampoco. Entre los que sufren y los que hacen sufrir, los que pasan hambre y los que causan hambre, los perseguidos por causa de la justicia y los injustos perseguidores, “el Hombre” y, con él, el Padre ya han tomado partido... en favor del hombre. ¿De qué lado estamos nosotros? ¿Con nuestro Rey y su proyecto o con el de los reyes y poderosos de la Tierra?

 




Ovejas y pastores

    La primera lectura, del profeta Ezequiel, es una dura crítica a los dirigentes de Israel y a la situación política de su época.
    El primer párrafo que se lee en la liturgia de este domingo es el final de una dura denuncia (34,1-10) contra las autoridades israelitas, a quienes se da el nombre de pastores. Los pastores de Israel no han sido fieles a la misión que ellos tenían encomendada: cuidar del pueblo, del rebaño. Al contrario, se están sirviendo del pueblo, lo explotan en beneficio propio y lo han dejado abandonado, disperso y sin protección alguna ante el ataque de las fieras salvajes. El profeta denuncia con energía los abusos de los poderosos a los que responsabiliza, además, del exilio: no sólo son culpables del sufrimiento del pueblo por haber abandonado sus obligaciones y haber obrado injustamente aprovechando su posición de poder en beneficio propio, sino porque, con su actuación, han creado las condiciones propicias para el ataque de los imperios opresores extranjeros.
    Por todo ello, advierte el Señor que va a liberar a las ovejas de la tiranía de sus autoridades: puesto que no han cumplido con su misión que consiste en trabajar por el bien común y, especialmente, en favor de los más débiles, sino que se han aprovechado de su poder para enriquecerse y para vivir a costa del pueblo, Dios mismo va a asumir la tarea que él había encomendado a tales dirigentes: «Esto dice el Señor: Me voy a enfrentar con los pastores; los quitaré de pastores de mis ovejas para que dejen de apacentarse a sí mismos». Es de destacar que, en este pasaje, al contrario que en otros textos proféticos (Is 1,21-26; Jer 21,1-8), la corrupción y la infidelidad de los dirigentes no se resolverá sustituyéndolos por otros más honestos; en adelante no van a ser necesarios los dirigentes pues el Señor mismo asumirá en persona sus funciones: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, yo mismo las haré sestear -oráculo del Señor-. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido».

Ovejas y ovejas

    Pero la explotación de los débiles practicada por los dirigentes ha terminado por contaminar y corromper al pueblo: entre sus miembros se ha creado una situación de desigualdad, expresada con la imagen de ovejas débiles y fuertes, de ovejas fuertes que abusan de las débiles: «¿No les basta pacer el mejor pasto, que pisotean con las pezuñas el resto del pastizal? ¿Ni beber el agua clara, que enturbian la restante con las pezuñas? Y luego mis ovejas tienen que pacer lo que pisotearon sus pezuñas y tienen que beber lo que sus pezuñas enturbiaron» (Ez 34,18-19). La injusticia, practicada de manera habitual, anula en el ser humano la capacidad de misericordia y de compasión y su comportamiento acaba llegando a ser pura crueldad. El profeta no es insensible a estas circunstancias y, al tiempo que las denuncia, explica que Dios no es neutral, sino que está en contra de una situación social y política en la que la injusticia se ha infiltrado desde las instituciones y, junto a la desigualdad, impregna y empapa todo el tejido social. Y lo que resulta más significativo: identifica como sus ovejas a las que son víctimas del abuso y de la injusticia de las fuertes.
    La salida a esta situación tendrá su origen en un juicio (que ya se anuncia en las últimas palabras de la primera lectura): «Por eso, así os dice el Señor: Yo mismo juzgaré el pleito de las ovejas flacas y las gordas.» Dios impartirá justicia y asumirá la dirección de su pueblo, bien directamente -«Yo mismo apacentaré mis ovejas»- bien por medio de un pastor único  que dará unidad al rebaño y buscará su bienestar: «...no volverá a haber muertos de hambre en el país...» (Ez 34,20.23.29).
    Este juicio se refiere al pueblo de Israel y a sus dirigentes; en otros lugares del Antiguo Testamento se habla de otro juicio en el que los acusados serán las naciones paganas que tendrán que dar cuenta de sus agresiones contra Israel a quien muchas veces han sometido a esclavitud. También en este caso el acusado es el poder usado en contra de los más débiles: «Aquel día juzgará el Señor a los ejércitos del cielo en el cielo, a los reyes de la tierra en la tierra» (Is 24,21). Dios va a intervenir en favor de su pueblo, una pequeña nación avasallada por naciones más fuertes y poderosas; y va a reivindicar sus derechos y a juzgar las humillaciones que los suyos han sufrido.

Aniquilar todo poder


    El pastor único del que habla Ezequiel nosotros ya sabemos que es Jesús de Nazaret, el Mesías. Con él la perspectiva se dilata: el reinado de Dios es una oferta, no sólo para Israel, sino para toda la humanidad; más aún, el suyo no es sólo un proyecto para resolver los problemas de este mundo, sino que tiene vocación de eternidad.
    Ahora, dice Pablo a los Corintios, ese reinado pasa por una etapa provisional, en la que deben ir siendo eliminados «toda soberanía, autoridad y poder»; cuando esta tarea quede completada, se habrá consumado plenamente la misión del Mesías.
    Las palabras de Pablo parecen confirmar la convicción de que el poder corrompe al que lo detenta y arruina al que lo padece; en este sentido, aniquilar «toda soberanía, autoridad y poder» supone eliminar todos los enemigos del hombre, todo lo que a los seres humanos les impide vivir como hermanos.
    Los que se muestren solidarios con Él en esta tarea tienen asegurada su participación en el reino definitivo, en el que la presencia de Dios en medio de la humanidad llenará de sentido y plenitud a la humanidad misma: «Dios lo será todo en todos». Si leemos estas palabras a la luz de lo que Pablo acaba de decir a los Corintios (1Cor 13-14), ese reino definitivo, esa presencia de Dios entre los hombres consistirá en el triunfo absoluto del amor. Los pasajes del evangelio que se han leído en los dos últimos domingos (parábolas de las diez doncellas y de los talentos, Mt 25,1-13.14-30) y que preceden inmediatamente al evangelio de hoy, explican de qué manera se deben preparar los seguidores de Jesús para esa última victoria.

El juicio de las naciones

    El evangelio que leemos este domingo se ha interpretado en muchas ocasiones como el anuncio de lo que será el juicio final, ante el que deberíamos comparecer todos al final de la historia; sin embargo esto no cuadra con lo que acabamos de decir acerca de los párrafos inmediatamente anteriores a éste en el evangelio de Mateo, dedicados a explicar a los seguidores de Jesús cómo será su encuentro último con Jesús y con el Padre, cómo deben prepararse para el mismo y cuáles son las condiciones para que sea un encuentro feliz (parábola de las muchachas sensatas y necias y parábola de los talentos);  el evangelio de hoy, por tanto, no habla del juicio universal, sino del juicio de las naciones: «Cuando el Hombre llegue en su gloria acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono real y reunirá ante él a todas las naciones».
    Las naciones son en el Antiguo Testamento los imperios y los estados extranjeros, los paganos, sentidos por Israel -pequeño pueblo, tantas veces oprimido y sometido- como amenaza para su libertad o causa de esclavitud. En diversos escritos de los profetas se habla de un juicio al que Dios va a someter a estas naciones, en el que se les pedirán cuentas por la opresión de su pueblo: «reuniré a todas las naciones y las haré bajar al valle de Josafat: allí los juzgaré por los delitos contra mi pueblo y propiedad» (Joel 4,2). En el juicio del que habla el evangelio de Mateo resuenan las palabras de los antiguos profetas, aunque en éste se manifiesta la radical novedad de la Buena Noticia de Jesús.
    Las naciones representan ahora, no a los estados o pueblos concretos, sino a todas las personas que no han conocido el mensaje de Jesús. De lo que habla el evangelio de hoy, por tanto, es de la comparecencia ante Jesús de quienes no lo han conocido antes, de todos aquellos que, por las razones que fueren, nunca habían tenido relación con él o noticia de él. Por eso, en lugar de «el juicio universal» debemos llamar a este relato «el juicio de las naciones». Pero hay una diferencia importante entre este juicio y el anunciado por el profeta Joel: no se juzgará cómo se ha tratado al pueblo de Israel, sino cómo se ha tratado al ser humano, especialmente a los más débiles, a los más pequeños.

¿Con el hombre o contra el hombre?

    ¿Qué sucederá en ese encuentro? Si, como veíamos el domingo pasado, Jesús va a preguntar a sus seguidores si han hecho fructificar sus talentos, ¿qué les preguntará a quienes no sabían qué fruto era el que debían producir?
    La respuesta que da el evangelio a esta cuestión es la siguiente: Jesús preguntará a los que no lo conocen que cómo han tratado a sus hermanos. Los aceptará o rechazará según los hayan tratado bien o mal, según se hayan preocupado o no de aliviar sus sufrimientos. Y como un pastor separa las ovejas de las cabras, así separará Jesús a los que hayan mostrado solidaridad con sus hermanos de los que hayan sido insolidarios con ellos: «Venid, benditos de mi Padre... Porque tuve hambre y me disteis de comer... Cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos míos tan pequeños, lo hicisteis conmigo... Apartaos de mí... Porque tuve hambre y no me disteis de comer... Os lo aseguro: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de estos tan pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo».
    Pero ¿quiénes son esos hermanos de Jesús?

Los más pequeños

    Los hermanos de Jesús son sus seguidores, los que, después de él y siguiendo sus pasos, se juegan día a día la vida para hacer posible que este mundo se convierta en un mundo de hermanos. Los hermanos de Jesús son también todos los que sufren, de manera especial, los que soportan las consecuencias de un mundo injusto.
    Jesús sabe que los que se pongan de su parte en su enfrentamiento con los poderes de este mundo soportarán las consecuencias de ese conflicto: van a sufrir hambre y desnudez, serán perseguidos, encarcelados, enfermarán... Ante esas situaciones, las personas tendrán que tomar una actitud, en favor o en contra -ante un proceso de liberación la neutralidad es imposible-; y Jesús preguntará a los que se vayan encontrando con él que de qué parte estuvieron: si con los partidarios o con los enemigos del Hombre.
    Lo que Jesús va a preguntar a los que no lo conocen es, por tanto, cuál ha sido su actitud ante el proyecto de liberación del hombre cuya realización habrán promovido los suyos; Jesús preguntará a cualquier persona que llegue hasta él cuál ha sido su comportamiento ante el sufrimiento del ser humano y, especialmente, ante el sufrimiento que soportan los que luchan por implantar la justicia. Y no les podrá servir de disculpa el decir que no conocían el proyecto de Jesús, o que no sabían que lo que hacían los seguidores de Jesús era la voluntad de Dios; ni siquiera les valdrá decir que no habían tenido la oportunidad de conocer a Dios. No servirán esas disculpas. Ni tendrían sentido: porque lo que Jesús preguntará a todas las personas no será si se han puesto de la parte de Dios, sino si han estado a favor del Hombre.

¿Y a nosotros, que?

    Porque -y esto nos concierne a los que nos llamamos cristianos- en la actividad de los seguidores de Jesús se debe poder precisar con claridad que el de Jesús -y, por tanto, el nuestro- es un proyecto liberador de los hombres y de los pueblos, de la humanidad entera y de cada persona en particular; un proyecto que, si es acogido y realizado, debe ir logrando que los pobres, los sometidos, los que lloran... alcancen la felicidad en un mundo del que Dios quiere que desaparezcan la pobreza, la opresión, la injusticia, el hambre, la esclavitud, el sufrimiento...
    Pero ¿y si los que nos llamamos cristianos no somos coherentes con el proyecto de Jesús? ¿Y si nuestra actividad no es liberadora? ¿Y si los que aparecemos ante el mundo como los seguidores de Jesús no estamos de la parte de los pobres y oprimidos, sino que somos cómplices o aliados de los ricos, de los poderosos, de los opresores, y nos mostramos insensibles ante el sufrimiento de los hombres que padecen hambre y sed, falta de vestido o de techo, enfermedad o cárcel... traicionando de ese modo la que decimos que es la fe que profesamos?
    Así es como el juicio de las naciones ya nos está juzgando a nosotros.

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