4 de septiembre de 2022 |
Decisión consciente y libre
A Jesús no le gusta la popularidad fácil y trata de eludir el baño de multitudes que no le habría sido difícil alcanzar muy pronto y mantener a lo largo de toda su actividad. La radicalidad de sus exigencias y la claridad con que las plantea a todos los que lo escuchan muestra a las claras que lo que a él le interesaba de verdad es que la decisión de seguirlo fuera adulta, consciente, libre y responsable.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Sabiduría 9,13-18 | Salmo 89,3-6.12-14.17 | Filemón 9b.10.12-17 | Lucas 14, 25-33 |
Invitados al banquete
Precede al evangelio de este domingo la parábola del hombre que daba un gran banquete y al que dejaron plantado los convidados que no se presentaron con la excusa de estar ocupados en sus negocios («He comprado un campo... He comprado cinco yuntas de bueyes...»), o en asuntos personales («Me acabo de casar...»). Entonces aquel hombre decidió ofrecer el banquete a los «pobres, lisiados, ciegos y cojos» y a cuantos pasaban por «los caminos y senderos».
La parábola la pronuncia Jesús durante un banquete en casa de uno de los jefes fariseos, a donde lo habían invitado para tratar de cogerlo en alguna herejía. Un comensal hizo este comentario: «¡Dichoso el que coma el banquete del reino de Dios!». Jesús aprovechó la ocasión para explicarles mediante esta parábola a quiénes correspondía tal privilegio.
El reino de Dios no es el cielo, sino la sociedad humana organizada de tal que debe resultar una gran fiesta de la que nadie quede excluido si él mismo no se excluye. El reino de Dios es el mundo de los hombres que se quieren como hermanos, que comparten solidariamente los bienes que les da el Padre común y que encuentran en la justicia, el amor y la solidaridad, signos de la presencia de Dios, la libertad que hace posible el amor y la felicidad que todo ser humano busca. A ese banquete, a esa fiesta están -estamos- invitadas todas las personas; quedan fuera sólo quienes prefieren rechazar la invitación y organizar su propia fiesta exclusiva y excluyente.
Lucas no dice cómo se desarrolló ni cómo acabó el banquete, ni cómo reaccionaron los fariseos ante la parábola, sino que cambia bruscamente de escenario y presenta a Jesús acompañado «por el camino por grandes multitudes»: son los «pobres, lisiados, ciegos y cojos», y los que por todos «los caminos y senderos» han escuchado la invitación de Jesús de ponerse a trabajar en la construcción del reinado de Dios: son los invitados al banquete.
Para ser discípulo
No parece que el interés de Jesús estuviera centrado en conseguir el mayor número de seguidores en el menor tiempo posible. Le habría bastado decir lo que sus oyentes habrían querido escuchar. Pero, en lugar de halagar los oídos de las grandes multitudes que lo acompañaban -el evangelista no dice que lo siguieran,- por el camino les explica con toda claridad cuáles son las condiciones necesarias para que el acompañamiento se convierta en seguimiento, para que de simpatizantes se conviertan en discípulos comprometiéndose en la realización del proyecto de humanidad que Jesús anuncia. Jesús, que va a enfrentarse con Jerusalén, (lo ha dicho el evangelista un poco antes, 9,51) se dirige a todos, sin diferencias, sin ofrecer diversos niveles de exigencias.
Jesús habla a la multitud, pero sus palabras se dirigen a cada uno de los oyentes en particular:
«Si uno quiere...». Hace a todos la misma invitación, pero espera una respuesta personal de cada uno. El ser cristiano es una propuesta, una llamada, una vocación («la» vocación) que nos llega a todos. Y a esa llamada corresponde una respuesta personal, responsable, adulta, que debe ser siempre expresión de una plena libertad personal. No podía ser de otra manera, puesto que se trata de una invitación a vivir y a construir la libertad: «A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad» (Gál 5,13).
«... venirse conmigo». Y es una llamada para todo el que quiera ser discípulo de Jesús. No se trata de exigencias especiales para grupos selectos; Jesús no propone un camino de perfección para unos pocos, sino que las condiciones que plantea a quienes quieran seguirlo son para todo el que decida irse con él, para todo el que decida ser cristiano.
Estas son las condiciones
Tres son las exigencias o condiciones que plantea Jesús a quienes estén dispuestos a seguirlo.
Para el seguidor de Jesús, lo primero debe ser, en todo caso, el compromiso con el proyecto evangélico: «Si uno quiere venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío».
Dicho con otras palabras: lo principal para quien decide ser cristiano es comprometerse en la tarea que está iniciando Jesús: convertir nuestro mundo en un mundo de hermanas y hermanos. Ni siquiera algo tan grande como el amor al compañero o a la compañera, el amor a los padres o el amor a los hijos pueden ser considerados como valores más importantes que el ser fiel a este compromiso.
Por supuesto que Jesús no está diciendo que para seguirlo a él es necesario renunciar al amor o a la familia; lo que está diciendo es que, en caso de conflicto entre el compromiso cristiano y alguno de estos amores, deberá prevalecer la fidelidad al compromiso cristiano; incluso sobre los propios intereses, incluso sobre uno mismo. Y es que el proyecto de Jesús es un proyecto de amor que incluye el amor al padre y a la madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y hermanas, y hasta el amor a uno mismo y, además, el amor a la humanidad toda y a cada ser humano, Así, el compromiso en la construcción de ese nuevo mundo contenido en el proyecto de Jesús es ya un acto de amor también a nuestra propia familia: Lucas (18,29-30) y más claramente Marcos explican esta idea en otro lugar: «Jesús declaró: -Os lo aseguro: no hay ninguno que deje casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras, por causa mía y por causa de la buena noticia, que no reciba cien veces más: ahora, en este tiempo, casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras - entre persecuciones- y, en la edad futura, vida definitiva.» (Mc 10,29-30).
Sabiduría y justicia
El tema central del libro de la Sabiduría no es el conocimiento teórico, sino la sabiduría práctica ya que el que la posee practica la justicia; Caín es el modelo del que se aparta de ella: «se apartó de ella el criminal iracundo (Caín) y su saña fratricida le acarreó la ruina» (Sab 10,3). Se trata de un libro de teología política: los gobernantes deben garantizar la justicia; pero las inclinaciones propias de la debilidad humana, los mezquinos pensamientos de los mortales, hacen necesario que Dios ofrezca su sabiduría, su espíritu, a quienes tienen responsabilidades en la administración y gobierno de los pueblos para que, en lugar de dejarse llevar por su egoísmo, gobiernen rectamente procediendo según la voluntad de Dios: «Muchedumbre de sabios salva al mundo y rey prudente da bienestar al pueblo» (Sab 6,24).
La práctica de la justicia revela, pues, la sabiduría divina presente y actuando en el hombre; la necedad y la mezquindad del hombre se superan poniendo en práctica el designio de Dios.
Pero los poderosos nunca han hecho demasiado caso a la sabiduría divina; prefirieron llamar ciencia a su mezquindad y así han dejado el mundo; desde esta perspectiva, el libro de la Sabiduría puede leerse también como una dura crítica al poder y una seria advertencia a los poderosos de que serán juzgados con un extremado rigor ante el tribunal de Dios (Sab 6,1-8).
Con la cruz a cuestas
El evangelio de Jesús da un paso más en el conocimiento de la realidad humana y descubre que el poder no sólo no procede de Dios, sino que nada bueno puede esperar el hombre de un mundo organizado según los intereses de los poderosos (Lc 4,5-6; 22,24-30). Por eso, si se quiere que prevalezcan los justos intereses de la humanidad, no se podrá evitar entrar en conflicto con el poder.
La primera consecuencia de este conflicto será la muerte de Jesús; y enseguida llegarán las persecuciones contra sus seguidores. Por eso el que se decida a continuar tras sus huellas tiene que saber que será duro y que debe estar dispuesto a asumir los problemas que se derivarán de tal decisión: «Quien no carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío».
Cargar con la cruz no es aceptar pasivamente las injusticias (ni siquiera el dolor inevitable, como es el de la enfermedad, debe aceptarse pasivamente, sino que hay que luchar contra él, tratar de evitarlo). Dios no quiere que sus hijos sufran. No es cierto que el dolor, por ser dolor, nos acerque a Dios. Dios es Padre bueno y quiere el bienestar y la felicidad para sus hijos. Por eso nos anima a luchar contra la injusticia, que tanto sufrimiento causa, y nos invita a incorporarnos a la tarea de construir un mundo en el que sea posible la felicidad para todos.
Pero ese compromiso de lucha contra el dolor que unos hombres causan a otros nos enfrentará, como enfrentó a Jesús, con los injustos, con los opresores, con los explotadores... y con sus consejeros espirituales. Y eso nos puede llevar a la cruz, o a la hoguera, o al descrédito... Este sufrimiento, en tanto que es expresión de fidelidad a un compromiso de amor, sí es agradable a Dios, pero -tantas veces se ha dicho lo contrario que es necesario repetirlo una y mil veces- no por ser sufrimiento, sino por ser amor fiel.
Esta es, pues, la segunda condición: hay que estar dispuestos a chocar con los intereses de los poderosos de este mundo y a llevar este conflicto a sus últimas consecuencias; sabiendo que, como ellos son los que hacen las leyes, les resultará fácil situar a Jesús y a sus seguidores fuera de su ley, considerándolos reos de muerte, culpables de poner en peligro su sistema y merecedores de ser colgados en una cruz.
No tendría sentido
La tercera condición está directamente relacionada con la primera bienaventuranza: hay que asumir la pobreza, es necesario renunciar a la riqueza para poder seguir a Jesús: «todo aquel que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser discípulo mío».
No tendría sentido que fuera de otra manera: la acumulación de riqueza, causa última de la injusticia, nunca será compatible con el compromiso con Jesús y su proyecto.
Hacer de este mundo un mundo de hermanos supone construir una sociedad sin pobres; por eso es necesario que no haya ricos porque la riqueza, de acuerdo con toda la tradición profética, es la causa principal de la pobreza. Naturalmente para construir esta humanidad fraterna es necesario renunciar a todo afán de riqueza y, si se es rico, a la riqueza: si lo que se quiere es dar un nuevo sabor a la sociedad humana, esto no se puede hacer manteniendo al mismo tiempo el rancio gusto por la opulencia.
Pero, además, y esto es lo fundamental, habrá que acabar con la lógica del dinero, con la confianza de que sólo el dinero puede salvar el mundo, de que sólo con las leyes del dinero se pueden resolver los problemas de la humanidad: la lógica del capital es incompatible con la lógica del evangelio, porque la lógica del capital es siempre causa de dolor y miseria para la mayoría, para los empobrecidos por ese mismo sistema.
Y también aquí hay que aclarar que la pobreza en sí misma no es buena y que lo que el evangelio quiere no es un mundo de pobres, sino un mundo sin pobres; la parábola del banquete como símbolo del Reinado de Dios (Lc 14,15-24) y las palabras de Jesús que hemos citado antes (Mc 10,29-30; Lc 18,29-30) así lo confirman.
Decisión propia de adultos
Resumiendo: construir un mundo de hermanos a partir de una opción solidaria por los pequeños y los pobres es la tarea a la que nos invita Jesús; comprometerse activamente en la realización de esa tarea, y hacerlo al estilo de Jesús, es lo que distingue al discípulo. El que decide asumir esa tarea tiene que saber que la misma debe ser el valor más importante para él; y esto hasta el punto de que, si entra en conflicto con las relaciones afectivas o familiares, o pone en peligro el buen nombre, la fama o, incluso, la propia vida, el compromiso de trabajar por convertir este mundo en un mundo de hermanas y hermanos debe quedar siempre por encima. Y debe tener igualmente claro que la acumulación de riqueza, causa última de la injusticia, nunca será compatible con el compromiso con Jesús y su proyecto.
Planteándoles unas exigencias tan duras parece como si Jesús tratara de desanimar a las multitudes que lo acompañan. Por supuesto que no es así; el mensaje de Jesús tiene vocación de universalidad, todas las personas están llamadas a unirse a su proyecto, a colaborar en su tarea. Pero Jesús no quiere engañar a nadie, no pretende conseguir la adhesión de nadie que no sepa con claridad a dónde va, a qué se compromete, qué es lo que arriesga. El objetivo que Jesús propone es la más maravillosa de todas las metas a las que el hombre puede aspirar; pero el camino es difícil; porque, aunque no son muchos -los pobres siempre han sido la mayoría en la historia conocida de la humanidad-, son muy poderosos los que se oponen a que los hombres podamos vivir como hermanos. Por eso Jesús advierte a quienes lo acompañan de la necesidad de echar cuentas antes de decidirse a compartir la vida y la actividad con él: hay que calcular seriamente si se tienen fuerzas para asumir los costos y las dificultades de una batalla que se presenta verdaderamente difícil: «Ahora bien, si uno de vosotros quiere construir una casa, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?». Porque esta decisión debe ser mantenida en medio de las dificultades, si queremos ser eficaces; pues si en cuanto el camino empieza a empinarse nos volvemos atrás... seremos como la sal que ha perdido su capacidad de dar sabor: «No sirve ni para abono ni para el estercolero. Hay que tirarla».