Navidad
Ciclo C

25 de diciembre de 2024
 

Compromiso y esperanza

    Es tradicional realizar en Navidad colectas destinada a organizaciones benéficas comprometidas en la lucha contra la pobreza, el hambre, la marginación... Parroquias, colegios, organizaciones de diverso tipo, -y hasta los bancos y determinadas empresas comerciales, alguna muy conocida por sus ventas en esta época navideña- colaboran en estas campañas. Si consideramos el número de personas que estas organizaciones atienden podríamos valorar positivamente estas iniciativas (siempre será bueno evitar o mitigar el dolor y el sufrimiento, aunque sólo sea una mínima parte del que hay en esta tierra). Pero sigue habiendo tanto sufrimiento evitable en nuestro mundo que de ninguna manera podemos sentirnos satisfechos.

 



Por dos razones

    No podemos sentirnos satisfechos por dos razones.
    La primera está demasiado clara: el problema de la pobreza, del paro, de la marginación, del hambre, no está resuelto ni en nuestro país, que pertenece a la rica y orgullosa Europa, ni mucho menos en los países de Asia, África y América, y a pesar de que las noticias en este sentido nos llegan con cuentagotas, porque, por lo visto, esas noticias o no venden o no interesa que se publiquen, sabemos que más de dos tercios de la población mundial no tienen resueltas las necesidades mínimas y más de ochocientos millones de personas sufren hambre y malnutrición, según las muy prudentes cifras de la F.A.O. que en su último informe sobre  “El estado de la seguridad alimentaria en el mundo 2021”, dice lo siguiente:
        «El hambre mundial aumentó en 2020 bajo la sombra de la pandemia de la COVID-19. Al cabo de cinco años sin apenas variaciones, la prevalencia de la subalimentación creció en apenas un año del 8,4% a cerca del 9,9%, lo que dificulta el reto de cumplir la meta del hambre cero para 2030.
        Se estima que en 2020 padecieron hambre en todo el mundo de 720 a 811 millones de personas. Si se toma el punto medio del rango estimado (768 millones), en 2020 sufrieron hambre unos 118 millones de personas más que en 2019, cifra que se eleva hasta 161 millones más si se tiene en cuenta el límite superior del rango estimado.
        Si no se aumentan los esfuerzos, existe el riesgo de quedar muy lejos de alcanzar la meta de los ODS relativa a la erradicación del hambre para 2030. En comparación con 2019, en 2020 padecieron hambre unos 46 millones de personas más en África, 57 millones más en Asia y unos 14 millones más en América Latina y el Caribe.»

    Y en el informe de 2023 indica que:
    «El hambre en el mundo, medida por la prevalencia de la subalimentación (indicador 2.1.1 de los ODS), se mantuvo relativamente sin variaciones de 2021 a 2022, pero sigue estando muy por encima de los niveles anteriores a la pandemia de la COVID-19, y afectó a alrededor del 9,2 % de la población mundial en 2022, en comparación con el 7,9 % registrado en 2019.» Esto significa que cerca de setecientos cincuenta millones de personas están subalimentadas en la actualidad.
    Lo más grave es que esta situación es perfectamente superable pues en el mundo hay recursos más que suficientes para acabar con la pobreza y el hambre.

    La segunda razón es que Jesús no vino a enseñarnos a ser simplemente generosos con los pobres. La generosidad, qué duda cabe, es un importante valor humano y, como tal, totalmente coherente con el significado de la fiesta en la que celebramos el nacimiento del Hombre; pero Jesús nos pide más: Jesús nos enseña, ya desde su nacimiento, a compartir la suerte de los pobres para luchar por un mundo sin pobreza.

 

Un proyecto utópico...

    El magnífico poema que contiene la gran profecía mesiánica de Isaías (primera lectura) ya se fija una meta mucho más ambiciosa que la simple asistencia a los necesitados. Propone el profeta una utopía de justicia, libertad y paz que ya quisiéramos nosotros entrever en el horizonte de nuestro desarrollado mundo, transcurridos ya más de veintiocho siglos desde la predicación del poeta-profeta.
    En primer lugar, predice la derrota de la injusticia y de la opresión: «Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro los quebrantaste... porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada en sangre serán combustible, pasto del fuego...». Después anuncia el nacimiento de un niño al que otorga una serie de títulos que culminan todos ellos en el de Príncipe de la paz. Y la tarea que se le encomendará será precisamente el establecimiento de una paz sin límites, paz universal, paz verdadera, auténtica, porque estará cimentada en la justicia y el derecho.
    La pobreza, en la literatura profética, se considera efecto inevitable de la injusticia. La paz, por el contrario, será la consecuencia natural de unas relaciones humanas justas. Es, sin duda, una utopía, pero es la utopía que se propone el mismo Dios: «El celo del Señor lo realizará».

 

...que culmina en Jesús

    Y para realizarla, Jesús nace de María, una mujer pobre. Jesús nace pobre; y su mismo nombre (Jesús = Dios salva, Dios libera) es un anuncio gozoso especialmente, preferencialmente, dirigido a los pobres. Por eso son unos pastores (el oficio de pastor era uno de los más despreciados en Palestina en aquellos tiempos) los primeros a los que llega de parte de Dios la noticia -la buena noticia- del nacimiento del Mesías, que viene a poner en marcha el reinado de Dios: esa nueva manera de vivir y de organizar la convivencia en la que el mismo Dios está comprometido y que, al abrirse paso en nuestro mundo, nos librará de la indigencia, de la pobreza, al librarnos de todas nuestras miserias: el egoísmo, la ambición, la injusticia... Para ellos, para los más pobres, llega antes que para nadie «una buena noticia, una gran alegría», aunque más adelante, después de ellos, «lo será para todo el pueblo». Se trata del cumplimiento de la profecía de Isaías: la gloria de Dios se va a manifestar haciendo posible la paz para los hombres, a los que Él tanto ama: «¡Gloria a Dios en lo alto, y paz en la tierra a los hombres de su agrado!».

 

Paz a los pobres

    Por eso, en estas fechas felicitamos a los amigos y conocidos con un deseo de paz en el que resuenan las palabras de este coro de ángeles. En los medios de comunicación se suele escuchar este deseo, y hasta a los poderosos (a los mismos que cuando les interesa nos llevan a la guerra, a los mismos que se gastan los recursos que son necesarios para la vida en preparar y en hacer la guerra, cuando no en llenar sus bolsillos) se les llena la boca haciendo votos -eso dicen ellos, en realidad deberían decir “buscando votos a costa de...”- por la paz.
    Pero ¿nos hemos puesto a pensar que lo primero que rompe la paz del alma es la guerra en el estómago? ¿Puede estar en paz el que siente en su carne los mordiscos -o las cornadas- que da el hambre? ¿Puede haber paz en una familia, en una sociedad en la que no está seguro el pan de cada día? De hecho, hemos podido comprobar como el hambre se usa también como un arma de guerra, además de las balas y las bombas.
    Y aunque nuestro opulento mundo desarrollado quiera esconderlo, en el mundo hay todavía -establecida, institucionalizada, enmascarada detrás de bellas o incomprensibles palabras- demasiada opresión, demasiadas botas que pisotean la dignidad de los humanos y violan sus inalienables derechos, demasiada injusticia, demasiada violencia, demasiadas túnicas empapadas en sangre... tanta hambre... Incluso en medio de nuestras sociedades más desarrolladas, más opulentas.
    Los deseos de paz, el compromiso por construir la paz que debe seguirse como consecuencia necesaria de la celebración de la Navidad, deben empezar por ser hambre y sed y compromiso con la justicia, por la transformación de un mundo en el que se ha instalado, con intenciones de no marcharse jamás, un desorden al que nos hemos acostumbrado a llamar orden, una guerra que, con y sin disparos, con y sin bombas, se cobra cada día decenas de miles de vidas.

 

Un compromiso colectivo

    «En el mundo actual los sentimientos de pertenencia a una misma humanidad se debilitan, y el sueño de construir juntos la justicia y la paz parece una utopía de otras épocas. Vemos cómo impera una indiferencia cómoda, fría y globalizada, hija de una profunda desilusión que se esconde detrás del engaño de una ilusión: creer que podemos ser todopoderosos y olvidar que estamos todos en la misma barca», nos dice el Papa Francisco (Fratelli tutti, 30)
    No. No podemos conformarnos con una limosna, más o menos generosa. No podemos dar por celebrada cristianamente la Navidad si no nos comprometemos en hacer lo que esté en nuestras manos por acabar con esta guerra -la del hambre, la de la pobreza y la miseria- y, por supuesto, con todas las demás guerras.
    La Navidad, el aniversario del nacimiento de quien se presentó de parte del Padre para explicarnos que se puede y cómo se debe vivir como hermanas y hermanos, es una invitación que cada año se repite para que nos incorporemos a la tarea de ensanchar cada vez más el reinado de Dios, una invitación a asumir el proyecto y a compartir la suerte de Jesús, Mesías pobre entre los empobrecidos. Y la invitación no es sólo para cada uno de nosotros, sino para todos como grupo, como Iglesia: la Navidad debe suponer una llamada de atención a la conciencia dormida de una Iglesia que, aunque se ocupe de los pobres, hace tiempo que dejó de ser de ellos, de estar entre ellos; la Navidad es una llamada a toda la Iglesia para emprender el camino que nos devuelva a la situación de la que nunca debíamos haber salido solos: la pobreza. Y no para quedarnos en ella -eso no será Buena Noticia para nadie: ser pobre no es una virtud, sino una injusta desgracia-, sino para, desde abajo, construir un mundo sin pobreza.
    Cuando esto se vaya realizando se irá viendo el resplandor de la gloria de Dios que se muda desde lo alto para poner su casa aquí abajo.

 

Otro mundo es posible... ¡y necesario!

    Otro mundo es posible. Este lema se ha convertido en el santo y seña de quienes luchan por un mundo radicalmente más justo que el presente.
    Para los cristianos esa posibilidad se funda en el compromiso de Dios con el proyecto de una humanidad justa y fraterna que empezó a existir la Navidad primera; por eso los cristianos deberíamos estar proclamando esta esperanza y luchando porque se hiciera realidad desde hace más de veinte siglos, puesto que constituye el núcleo de nuestra fe cristiana. El Padre no se hizo presente en Jesús de Nazaret para guiarnos por el camino que lleva al cielo, sino para enseñarnos a convertir en un cielo esta Tierra nuestra.
    Es cierto que siempre ha habido cristianos y comunidades que lo han intentado; pero también es cierto que muchos más se han olvidado de la perspectiva histórica del proyecto de Jesús. Quizá porque tenían menos información; quizá porque, aunque sintieran sincera compasión por los pobres, nunca se preguntaron por las causas de la pobreza. Quizá porque no se dieron cuenta de que, si en Jesús Dios quiso ser hombre entre los hombres, es porque no puede soportar que una sola persona sufra por culpa de la injusticia de otros seres humanos.
    Hoy no tenemos excusa. Información no nos falta: si queremos, podemos conocer perfectamente cómo es nuestro mundo, cuáles son sus deficiencias, quienes y cuantas las víctimas del orden de injusticia y muerte que nos gobierna. Lo que quizá nos falta es tomar conciencia de que ese otro mundo posible es necesario. Tan necesario que, para que fuera posible, Dios se hizo presente en uno de nosotros para impulsarnos a asumir la tarea de hacer real ese otro mundo posible.
    Posible, necesario... y urgente. Son las vidas que diariamente se cobra este mundo presente las que hacen ese otro indispensable.
    Buen momento la Nochebuena, buena época la Navidad para despertar esta conciencia y para comprometerse a vivir -no sólo en Navidad: siempre- de acuerdo con esta esperanza. Una esperanza que debe empezar a hacerse realidad en esta tierra nuestra y que queda abierta a la trascendencia.

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