6 de abril de 2023 |
Servicio que libera y dignifica
Nadie quiere ser siervo; todos, en cambio, queremos ser señores. Al fin y al cabo, desde el primer libro de la Biblia, el Génesis, se nos dice que Dios hizo al hombre, mujer y varón, para ser señor; y la fe de Israel se funda en la experiencia de la liberación Egipto en la que el pueblo percibió como una intervención de Dios en la historia humana para sacar de la servidumbre a un puñado de esclavos. Pero nuestra propia experiencia nos dice que, en nuestro mundo, casi siempre, ser señor equivale a tener poder para someter a otros a servidumbre. ¿Hay alguna otra alternativa?
Con el gesto del lavatorio de los pies, Jesús nos descubre un camino nuevo para acceder al verdadero señorío: un servicio que es expresión de amor y que implica el reconocimiento del señorío de la otra persona. Así, todos podemos ser señores, no por el poder que poseamos, sino por el amor que gratuitamente recibamos.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Éxodo 12,1-8.11-14 | Salmo 115[116b],12-8[3-9] | 1ª Corintios 11,23-26 | Juan 13,1-15 |
Compartiendo la vida
No es la cena de Pascua. Juan no presenta la última cena de Jesús como la cena que cada año celebraban los judíos para conmemorar la liberación de sus antepasados de la esclavitud de Egipto (primera lectura). Aquella primera Pascua fue el comienzo de un proyecto que ya ha quedado obsoleto y, por eso, va a quedar definitivamente superada; y superados también sus elementos negativos (como la violencia, como instrumento -falso instrumento- de liberación).
Juan no cuenta la institución de la eucaristía: prefiere, más que contar lo que ya otros han contado, transmitirnos el sentido radicalmente nuevo de aquella cena: el compromiso de Jesús de amar hasta el fin a toda la humanidad y de luchar porque todos los hombres -mujeres y varones- se puedan sentir “señores”; y la invitación a los suyos, a nosotros, de continuar esa tarea.
Jesús y los suyos están compartiendo el alimento y la vida; y lo están haciendo como un grupo de amigos que se quieren, sin nombre (sólo se nombra a Jesús, cuyo ejemplo hay que seguir, y a dos de los presentes, Judas de Simón y Simón Pedro, ejemplo de lo que no se debe hacer) y sin referencia ninguna al lugar en el que se celebra la cena, para que todos quepamos entre «los suyos», sin condiciones de ningún tipo -sexo, raza, nación, cultura, religión-, a excepción de una única exigencia: «os dejo un ejemplo para que, igual que yo he hecho con vosotros, hagáis también vosotros»: quienes siguen a Jesús, los que participan de la eucaristía deben sentirse comprometidos en ese proyecto de amor y liberación que busca convertir la humanidad en un mundo de personas libres y hermanas.
El modelo es Jesús
Lavar los pies llenos del polvo del camino de los que llegaban a casa era tarea propia de esclavos y, lógicamente, sólo se hacía con los hombres libres. Jesús utiliza ese gesto no para justificar la injusticia que supone el que unos hombres tengan que estar forzosa y forzadamente al servicio de otros, sino muy al contrario, para explicarnos cómo se puede salir de la situación presente que niega a unos el derecho a la libertad y el reconocimiento de su dignidad y otorga a unos pocos el privilegio de ser dueños de la libertad de otros y de hacerse acreedores de todo tipo de honores: esta situación sólo se superará cuando nadie se vea obligado a servir y todos estén dispuestos a hacerlo libremente y el servicio sea entonces únicamente expresión de solidaridad y amor.
En el mundo en que vivimos, el que puede -el que tiene poder- pone a los demás a su servicio y, gracias a la opresión y la explotación de los otros, se siente un señor; Jesús propone lo contrario: que todos nos pongamos al servicio de los demás para que todas las personas puedan sentir su liberador señorío.
Este es el significado profundo de este gesto. Jesús asume y realiza libremente la función de siervo lavando los pies a sus discípulos y, así, les reconoce la categoría de señores. Pero tal señorío no lo han alcanzado por ninguno de los medios por los que se consigue el poder en este mundo: la riqueza, la violencia o los privilegios de raza, clase social o de sangre, ni como ciertos señores han pretendido tantas veces, por la gracia de Dios; no son señores porque tengan sometidos a más o menos siervos, sino porque son los beneficiarios de mucho amor que les llega a ellos en forma de servicio libremente otorgado: es el amor recibido lo que constituye este señorío; y es el servicio lo que manifiesta y expresa el amor.
Los que así han visto reconocida su plena libertad y han llegado a ser señores, deberán hacer otro tanto: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». Jesús sigue siendo «el Señor», porque su servicio no es servidumbre, nadie le impone servir; sus discípulos, gracias a este gesto, han sido reconocidos como señores; ahora les toca a ellos continuar con la tarea. El resultado será un mundo de iguales en el que nadie priva de libertad o somete a servidumbre a ninguno de sus semejantes, un mundo en el que todos son señores libres porque todos reciben mucho amor y en el que todos son liberadores porque respetan y sirven libremente, porque reparten mucho amor: al ofrecer amor mediante el servicio libremente otorgado, haremos que todos se puedan sentir señores; y al recibirlo, todos nos reconoceremos como hermanos.
Ni Pedro, ni Judas
Simón Pedro protesta, y no porque rechace ver a un hombre a los pies de otro, sino porque es el Señor el que se ha puesto a servir: «Señor, ¿tú a mí lavarme los pies?» No entiende ni acepta el amor que Jesús le ofrece en forma de servicio. El considera a Jesús como un Mesías llamado a ocupar el trono de Israel. Por eso, está dispuesto a obedecerlo, lo acepta como señor, como jefe, pero no comprende ni admite la enseñanza contenida en aquel gesto: Jesús va a darlo todo, hasta su vida (simbolizada en el manto del que Jesús se desprende), para hacer posible que los hombres descubran que sólo se consigue la felicidad en la experiencia del amor compartido («... os dejo un ejemplo para que igual que yo he hecho con vosotros, hagáis también vosotros... ¿Lo entendéis? Pues dichosos vosotros si lo cumplís»). Claro que, si no se acepta esa clase de amor que se muestra en el servicio que a todos iguala, no se podrá ser seguidor de Jesús: «Si no dejas que te lave, no tienes nada que ver conmigo.»
Pedro, por el momento, no entendía que el servicio pudiera ser una manifestación de amor; pero estaba con Jesús, su Señor, y era un hombre leal; por eso, aunque le costó, aunque renegó de Jesús cuando lo vio preso (Jn 18,15-18), acabó por aceptar plenamente su mensaje y asumió con todas sus consecuencias su proyecto para este mundo y el camino para lograrlo (Jn 13,36; 21,19).
Judas de Simón Iscariote, en cambio, estaba sometido a otro señor, el dinero (Jn 12,6), que pudo en él más que el amor de Jesús. Él se deja lavar sin rechistar, pero tampoco acepta el amor de Jesús (véase también 13,26-27); de inmediato saldrá a encontrarse con los señores de este mundo para acordar el modo de entregarles a Jesús a sabiendas de que lo querían para llevarlo a la muerte.
Amor fraterno y sororal
Juan, por tanto, no cuenta los detalles de la institución de la eucaristía; prefiere reflejar el ambiente y el sentido de la misma: el que comulga con Jesús se está comprometiendo a dedicar, como él, la vida a hacer posible que los hombres sean iguales, sean libres y, mediante el amor, sean señores ¡y sean felices!
Por eso hoy es el día del amor fraterno. Y por eso el lavatorio de los pies no puede quedarse en un rito vacío en el que se humedecen y se besan unos pies previamente lavados y perfumados; el lavatorio de los pies es -debe ser- la tarea diaria de los seguidores de Jesús.
Este mensaje vuelve a estar, si es que alguna vez no lo estuvo, de plena actualidad. Confundir servidumbre y servicio no es infrecuente en nuestro mundo. Los seguidores de Jesús, viendo cómo Él lava los pies de sus discípulos, observando cómo usa su absoluta libertad para ponerse a hacer el papel de esclavo, no tenemos excusa si caemos en esa confusión. Pero además, la clarificación que supone el gesto de Jesús nos debe llevar asumir los siguientes compromisos:
- Solidarizarnos con los sometidos de la tierra. En nuestro mundo no ha desaparecido la esclavitud. Quizá los mecanismos para esclavizar a los seres humanos se han hecho más sutiles, pero también más eficaces; esta esclavitud llega a su nivel más cruel cuando sus víctimas son niños atrapados en las redes de mafias inhumanas
- Rebelarnos contra los que pretenden someter a servidumbre a otros seres humanos. La denuncia de los responsables de la opresión de las personas y el desenmascaramiento de los sistemas que llevan dentro de sí mismos la semilla de la opresión, deben ser también manifestaciones necesarias del amor practicado al estilo de Jesús.
- Implicarnos en la construcción de una humanidad libre; por todos los medios -pacíficos y legítimos- a nuestro alcance.
- Estar atentos para no engañarnos a nosotros mismos cuando nos esclaviza nuestra ambición de poder o de riqueza. Esas esclavitudes, enmascaradas de una u otra manera, nos impedirán poner en práctica el mensaje contenido en este relato.
- Sólo así podremos ofrecer nuestro amor como servicio y reconocer de esa manera el señorío de todos nuestros hermanos.
- Y sabernos y sentirnos señores del mundo en la medida en que somos objeto del amor de muchos hermanos.
Hoy, día del amor fraterno, los cristianos debemos estar con los que están sufriendo y frente a -aunque no en contra de- aquellos que son, por una u otra razón, causa del sufrimiento injusto de quienes, desde nuestra visión de fe, son o están llamados a ser nuestros hermanos.
El recordar la institución de la eucaristía debe ser, por tanto, un momento privilegiado para renovar nuestro compromiso de amor y servicio. La eucaristía no fue instituida para que se convirtiera en una celebración intimista; ni para quedarse en un rito al que se asiste obligados por un precepto. Por supuesto que al celebrarla debemos encontrarnos personalmente con Jesús; pero no en una cabaña en la cima de una montaña, como pretendía Pedro en la transfiguración, sino caminando con nosotros, luchando con nosotros y dándose a sí mismo como alimento que nos da energía para caminar y luchar por un mundo sororal y fraterno de personas que, queriéndose, se ponen al servicio unas de otras y, así, caminan hacia la plena liberación.
Lavar hoy los pies
Miremos a nuestro mundo, a nuestro alrededor. ¿Quiénes son hoy los sometidos, los que no han alcanzado o han perdido su señorío?
Démonos una vuelta por nuestras ciudades, echemos un vistazo a los medios de comunicación que nos informan con verdad de la situación de muchas personas e iremos encontrando las respuestas.
Las personas “sin techo”, que viven -malviven sería más justo decir- en las calles, las mujeres víctimas de la trata de personas, las mujeres maltratadas, las personas que o no tienen trabajo o el que tienen no les da para vivir con dignidad, los inmigrantes, rechazados y, al mismo tiempo explotados, los trabajadores y trabajadoras que tienen que soportar injustas condiciones de trabajo en silencio porque, de lo contrario acabarían en el paro, los refugiados de todas las guerras, los que nos llegan huyendo y tratando de escapar de esa terrible esclavitud que es el hambre, los enfermos a quienes no llegan los servicios sanitarios y las personas dependientes que carecen la necesaria asistencia...
Son algunos ejemplos de personas que necesitan que se les reconozca -de hecho, no con bonitas palabras- su señorío. Personas que se sientan acogidas con afecto, respetadas en su dignidad, que puedan contar con una mano que tira de ellas para sacarlas de su postración. Son personas que necesitan que alguien le “lave los pies”.
Y ese lavar los pies puede revestir distintas formas: ofrecer nuestro servicio a personas o a causas concretas y así o de cualquier otra manera trabajar por un mundo verdaderamente justo en el que vayan desapareciendo todas las servidumbres.
¿Que esto es una utopía? ¡Pues claro! ¿Que nunca se alcanzará? Quizá. Pero la utopía sirve para marcarnos el camino, para señalarnos la dirección en la que nos debemos mover de modo que, cada día, nos situemos un poco más cerca de esa meta.