13 de noviembre de 2022 |
Mantener activa la esperanza
En el año 1989, tres días antes de que se celebrara este 33º domingo del tiempo ordinario y se leyeran en la liturgia dominical estas mismas lecturas, fueron asesinados en San Salvador Ignacio Ellacurría y sus compañeras y compañeros mártires. Quizá alguna vez sintieron la tentación de esperar sentados el Reino de Dios; seguro que alguna vez sintieron miedo. Pero vencieron la tentación, superaron el miedo y mantuvieron con constancia su compromiso. Al final se cumplió la palabra del Maestro: fueron perseguidos y asesinados por su fidelidad. Así empujaron el mundo hacia la liberación.
Texto y breve comentario de cada lectura | |||
Primera lectura | Salmo responsorial | Segunda lectura | Evangelio |
Mal 3,19-20a | Sal 97(98),5-9 | 2ª Tes 3,7-12 | Lc 21,5-19 |
«Ocupados en no hacer nada»
Entre los cristianos de Tesalónica se había extendido la convicción de que el mundo estaba para llegar a su fin y, ante esta perspectiva de futuro, muchos de ellos habían dejado de trabajar: «Es que nos hemos enterado -dice Pablo- de que algunos de vuestro grupo viven en ociosidad, muy ocupados en no hacer nada». ¿Para qué esforzarse, dirían estos, si lo que le queda al mundo son pocos días?
Es de destacar que el apóstol Pablo se refiere al trabajo de cada día, necesario para conseguir el sustento diario. Y la razón que da Pablo para urgir a los ociosos para que se pongan a trabajar es clarísima: comer el pan sin haberlo ganado supone casi siempre hacerlo a costa de alguien. Y el cristiano no es un parásito.
Este problema que se presenta en una de las comunidades cristianas más antiguas revela, además, una manera de entender la esperanza que acaba siendo paralizante: si lo que los cristianos esperamos es acabar pronto nuestra vida para llegar cuanto antes a la otra, si lo que realmente nos interesa es que acabe pronto esta historia y nos importa poco lo que sucede en este mundo... entonces tendrán razón los que nos acusan de ser traidores a esta Tierra, traidores a esta historia y, sobre todo, traidores a las personas con las que compartimos la historia y la tierra.
Por eso, ante esta situación, San Pablo se manifiesta de modo tajante: «...cuando estábamos ahí os dimos una norma: el que no quiera trabajar, que no coma. Es que nos hemos enterado de que algunos de vuestro grupo viven en la ociosidad, muy ocupados en no hacer nada».
Con estas palabras, Pablo se refiere, en primer lugar, al trabajo en general, pero sin duda está pensando también en la tarea propia del cristiano: el anuncio del evangelio «para que el mensaje del Señor se propague rápidamente y sea acogido con honor como entre vosotros» (2 Tes 3,1).
Y es que todavía hay mucho trabajo por hacer. Porque la historia de la humanidad no ha llegado a su fin todavía; porque, antes de que se alcance ese final, algunos “mundos” sí que se deben terminar.
No habrá restauración
Los discípulos de Jesús conocían las tradiciones que decían que antes del renacimiento de la nación judía y de la destrucción total de sus enemigos sufrirían un gran desastre. Por eso no se extrañan demasiado cuando Jesús, refiriéndose al templo cuya grandeza algunos estaban admirando, dijo que «Eso que contempláis llegará un día en que no dejarán piedra sobre piedra que no derriben». Ellos interpretaron aquellas palabras como el anuncio de la ruina que, según la tradición, precedería a la restauración definitiva; y piden a Jesús que les explique con detalle cuál será el momento en que sucederá el desastre («Maestro, ¿cuándo va a ocurrir eso?») y cuál la señal que revelará a los que hayan permanecido fieles que la restauración se va a producir («¿cuál será la señal cuando eso esté para suceder?»).
Jesús responde desengañando a sus discípulos: no habrá restauración. La ruina del templo de Jerusalén será definitiva; desde ahora, la relación de los hombres con Dios no estará limitada por un lugar, ni por las paredes de un templo, ni por unas leyes, ni por determinadas prácticas religiosas, ni por la pertenencia a una raza o a una nación.
Ese es uno de los mundos que llega a su fin: el de una religión hecha de ritos y de leyes, de miedos y de prohibiciones, que olvida que Dios no necesita nuestras alabanzas y que oculta que Dios quiere que tomemos conciencia de que nos necesitamos unos a otros. Debe acabarse ya el mundo en el que la religión separa en vez de unir, asusta en lugar de ofrecer un camino para la alegría; debe desaparecer una religión que, convertida en un negocio, siente miedo ante la felicidad, el placer, la autonomía del individuo, la libertad de la persona... Ese mundo ya está llegando a su fin.
No tengáis pánico
Hubo gente que no pudo soportar que Jesús se atreviera a decir esas cosas: ya sabemos lo que hicieron con él. Y la historia volvería a repetirse, una y otra vez, desde los primeros días de vida de la comunidad cristiana. Jesús lo advierte a sus discípulos: ellos también serían perseguidos por quienes siguen empeñados en que los viejos esquemas se mantengan.
No será fácil, pero tampoco hay que tener miedo. El promete que estará junto a cualquiera de sus seguidores que sea perseguido y acusado y que se hará cargo de su defensa; y se compromete a asegurar la vida de aquellos que, fieles a su palabra y firmes en el compromiso, no vivan en la ociosidad, preocupados por el fin del mundo o por su propio fin, sino que se mantengan constantes en la actividad de acelerar el fin de este mundo y favorezcan el crecimiento de la nueva humanidad.
Jesús terminará su respuesta animando a sus discípulos e invitándolos a ser optimistas: «Cuando empiece a suceder esto, poneos derechos y alzad la cabeza, porque está cerca vuestra liberación» (Lc 21,28).
Jesús, a punto de dejar este mundo, cuando la última y definitiva prueba de su amor a la humanidad estaba para consumarse, les anuncia que el final no está a la vuelta de la esquina; y va dejando entrever que el triunfo habrá que ganárselo a pulso. En la vida de Jesús, desde que decidió enfrentarse a Jerusalén no han faltado problemas: acechanzas, trampas, amenazas y, muy pronto, torturas físicas y la muerte. Sus seguidores se verán sometidos a los mismos riesgos y peligros que él: los que tienen el poder no lo van a ceder para que Dios reine; los que gozan de privilegios no van a renunciar a ellos para que los hombres puedan vivir como hermanos; los que tratan de monopolizar a Dios arrogándose la función de guardianes exclusivos de su palabra no permitirán por las buenas que la palabra de Dios llegue a su verdadero destinatario, el pueblo. Privilegiados, poderosos, y jerarcas religiosos se unirán para perseguir a los seguidores de Jesús: «os perseguirán y os echarán mano, para entregaros a las sinagogas y cárceles y conduciros ante reyes y gobernadores por causa mía».
Y aquí aparece otro elemento que puede ser también paralizante: el miedo, que impedirá, no ya trabajar para conseguir el propio pan de cada día, sino trabajar para que se pueda repartir a todos, especialmente a los más pobres, el pan de la hermandad.
Pero ni las guerras ni las persecuciones deben llenar de miedo a los seguidores de Jesús; nada verdaderamente definitivo está en peligro: jamás estaremos solos, pues Jesús actuará como el inspirador de nuestra defensa ante quienes nos pudieran acusar. Él salvaguardará nuestro buen nombre: «yo os daré palabras tan acertadas que ninguno de vuestros adversarios podrá haceros frente o contradeciros»; y nuestra vida está en las manos de Dios que nos la conservará siempre y cuando no renunciemos a luchar para que la humanidad entera y cada una de las personas que la componen, vivan: «Seréis odiados por todos por razón de mi persona, pero no perderéis ni un pelo de la cabeza. Con vuestra constancia conseguiréis la vida».
Esperanza activa, esperanza conflictiva
Construir el presente y cimentar sobre él el futuro, si queremos que éste sea de verdad mejor, no puede ser el resultado más que del trabajo, del esfuerzo colectivo y de la entrega personal. Pero además, si queremos mejorar, no habrá más remedio que eliminar y superar la maldad del orden actual; y eso siempre será causa de conflicto: los responsables del desorden existente y sus cómplices no consentirán pacíficamente la desaparición de su orden y el nacimiento de un orden verdaderamente, radicalmente nuevo. Por eso, aunque la injusticia y la opresión irán siendo vencidas, la persecución será siempre uno de los elementos que compongan el horizonte del cristiano que lucha por una humanidad nueva. Si estamos en esta actitud, dice el evangelio que cuando la persecución se desencadene no hay que tener miedo. Primero porque nunca nos sentiremos solos en la lucha; en segundo lugar, porque el desenlace está garantizado: vida y libertad.
«Con vuestra constancia conseguiréis la vida»: esta es nuestra esperanza: esperanza que traspasa los límites de esta historia, pero que no es ajena a la misma. Y está fundada en la palabra de Jesús y del Padre, palabra fiel que garantiza que el esfuerzo no será en balde y que asegura que tanto dolor no acabará en la muerte definitiva de los que padecen la injusticia; y, además, que la persecución de los que luchan por la justicia será siempre anuncio de liberación: «Cuando empiece a suceder esto, poneos derechos y alzad la cabeza, porque está cerca vuestra liberación».