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Domingo 11º del Tiempo Ordinario
Ciclo B

16 de junio de 2024
 

Comunidad humilde y acogedora

    ¿Cambiar a las personas o cambiar el mundo? Las dos cosas. No es posible un mundo nuevo si las personas siguen apegadas a la vieja mentalidad. Leamos la historia y veamos cómo esa fue una de las principales causas del fracaso de muchas bienintencionadas revoluciones. Pero, por otro lado, ¿de qué valdría un hombre nuevo que no fuera capaz de crear un nuevo orden social? De ese nuevo orden, la comunidad cristiana debe ser primicia y levadura; pequeña en sus comienzos, crecerá y se hará grande -anunció Jesús-, aunque su grandeza no sería la que sus paisanos esperaban ni la que muchas veces algunos han querido.

 




Hombres nuevos

    El pueblo de Israel esperaba que Dios interviniera para castigar a los responsables de que el mundo estuviera tan mal organizado, especialmente a los que oprimían a la nación israelita, pisoteando su libertad y usurpando la soberanía de Dios sobre su pueblo elegido. A partir de esa intervención, ya nada sería igual: en la Tierra reinarían la verdad, la justicia, la lealtad... Y los pobres, los marginados y los débiles verían llegar, también para ellos, la abundancia el respeto, la dignidad.
    La primera de las parábolas de este domingo, sin desmentir lo más importante de la esperanza de Israel -la esperanza en una intervención de Dios en favor de un mundo en el que reine la justicia- corrige algunos aspectos importantes de esa intervención.
    En primer lugar, no va a ser algo inmediato, repentino y espectacular. Dios va a reinar en el mundo, sí; pero empezando por el corazón de las personas que deben aceptar, personal y libremente, su reinado.
    A veces nos desesperamos, nos parece que todo va demasiado lento. Nos gustaría ver el fruto en sazón poco después de haber depositado la semilla en tierra. Pero hay que saber esperar. La producción de un fruto es un proceso cuyo ritmo se debe respetar: «primero hierba, luego espiga, luego grano repleto en la espiga»; cada persona, cada grupo humano, necesita que se le deje tiempo para madurar su opción de fe, su compromiso cristiano. Ya llegará, sin que se sepa cómo, el momento de la siega para recoger los frutos que serán nada menos que un hombre nuevo, una mujer nueva... una nueva humanidad. Esta es la imagen con la que se representa el ritmo de la intervención de Dios, el primer paso para la implantación de su reinado.
    Es comprensible la impaciencia por ver que aquellos en los que se ha sembrado la semilla del reino dan más y mejores frutos. Pero hay que respetar el proceso individual de cada persona y de cada grupo. Al final, aunque no lleguemos a percibirlo, si la tierra es buena, la semilla sembrada germinará, crecerá y producirá un fruto que se entregará para seguir sembrando para que muchas tierras den más y más fruto.
    Este es proceso de la implantación del reinado de Dios: el fruto es el un nuevo ser humano; y los muchos frutos constituyen la comunidad nueva. Proceso que, en un primer momento, quedará oculto en la intimidad de cada uno de los que reciban la semilla, el mensaje de la Buena Noticia; y será la transformación que ese mensaje produzca en cada persona y la vida de la comunidad, lo que lo sacará a la luz.

 

Humanidad nueva

    La profecía de Ezequiel (primera lectura) era un anuncio de la restauración de Israel, esperanza constante de los hebreos en épocas de dificultad. Pero era bastante triunfalista: «Esto dice el Señor Dios: Tomaré una guía del cogollo del cedro alto y encumbrado; del vástago cimero arrancaré un esqueje y yo lo plantaré en un monte elevado y señero, lo plantaré en el monte encumbrado de Israel. Echará ramas, dará fruto y llegará a ser un cedro magnífico; anidarán en él todos los pájaros, a la sombra de su ramaje anidarán todas las aves.»  (Ez 17,22-23).
    Así concebían los israelitas su esperanza sobre lo que sería el reino de Dios, que para ellos no era otra cosa que el reino de Israel. Según el profeta, el reino de Dios nacería de un tallo del árbol más alto, esto es, de Israel, y colocado en el monte más elevado (el monte de Sion, símbolo también de Israel) serviría para demostrar al resto de los árboles -al resto de las naciones- con quién estaba el Señor.
    Pero este es otro de los aspectos de la esperanza israelí que el evangelio corrige: el nacionalismo exclusivista y triunfalista no estaba incluido en el plan de Dios. Por eso les dice que el Reino de Dios no va a tener su origen en un esqueje de un árbol, porque no será la continuación y el engrandecimiento de Israel, cuya misión como pueblo de Dios ha terminado.
    La metáfora del cogollo o esqueje que se trasplanta se sustituye por la de la semilla que origina una planta totalmente nueva. Así se indica la novedad radical del proyecto de Jesús. Es la misma idea que expresa Juan en su evangelio: hay que nacer de nuevo; aunque parezca imposible, para el que ya está viejo, volver al seno materno (Jn 3,1-8). Y, todavía más, la semilla no se sembrará en ningún monte, sino en la tierra, de la que está hecho cualquier ser humano (Gn 2,7).
    No será lo viejo lo que dé sentido a lo nuevo, sino al revés, será el mensaje de Jesús el que juzgue el valor del contenido de la vieja alianza.

 

Más alta que las hortalizas

    Claro que el Reino de Dios tiene que crecer y hacerse grande. En estos últimos domingos el evangelio nos ha recordado varias veces la necesidad de dar fruto creciendo interiormente, de realizarse plenamente como hijos de Dios y de acrecentar el número de los que quieren formar parte de la familia de Jesús. El reino de Dios tiene, por tanto, que crecer; pero -y éste es el último elemento de corrección de la tradicional esperanza de su pueblo- Jesús explica que el crecimiento será más en anchura que en altura.
    Porque no se trata de competir, a ver quién llega más arriba, con otras instituciones humanas, ni siquiera con otras instituciones religiosas. Precisamente eso es lo que a Dios no le interesa. Según su proyecto, la planta -su reino- crecerá hasta que rebase ¡la altura de las hortalizas!
    Pero donde no se dice que haya límite es en el crecimiento de las ramas. La grandeza de aquella planta será su capacidad de acogida, sus ramas, como brazos abiertos invitando al encuentro y al abrazo, con mucha sombra para que los pájaros que lo necesiten puedan cobijarse y acampar en ellas. La comunidad cristiana tendrá que ser lugar y ámbito de encuentro para todo el que quiera afrontar un proyecto nuevo de convivencia entre los seres humanos, superando las divisiones causadas por razón de género, razas, religiones y fronteras (Gal 3,28).
    Ese es nuestro proyecto y debemos estar muy atentos para no desvirtuarlo. Pues muchas veces da la impresión de que nos interesa más que sea muy crecido el número de miembros de la Iglesia que el construir comunidad fuerte y cohesionada, consecuencia de un proceso de crecimiento personal que conduce a la entrega consciente, personal y comunitaria, en favor de la construcción de un mundo de hermanos.
    No es con manifestaciones de carácter triunfalista de muchos cientos de miles de personas, que con mayor rapidez se dispersan que se reúnen, no es con prestigios humanos como nosotros realizaremos el proyecto de Jesús, sino siendo un ámbito de acogida y encuentro para las personas, un espacio de tolerancia y colaboración para quienes tenemos que soportar la constante intransigencia y competitividad del mundo -¿y quizá también de la Iglesia?- en que nos ha tocado vivir.
    El reino de Dios quiere acoger en sí a toda la humanidad; por eso tiene que salir al encuentro de otros, de todos los hombres -mujeres y varones- y respetando las opciones y el ritmo de cada cual, compartir con ellos la tarea de transformar el mundo para que en él reine la justicia, la solidaridad, el amor y la paz, dando paso así a una humanidad nueva, solidaria y acogedora.

 

¿Es así entre nosotros?

    Eso es lo que nos dice el evangelio que debemos ser: personas que se han transformado al acoger el mensaje de la buena noticia y comunidad humilde, sin delirios de grandeza, y abierta para acoger a quienes se quieran incorporar a la tarea de ir generando una humanidad justa, solidaria y fraterna.
    Sin embargo, países que se identifican como sociedades de tradición y cultura cristianas, se están cerrando, se están encerrando entre sus fronteras, negándose a recibir a quienes se acercan a ellos buscando una vida mejor, promulgando leyes que cada vez se cierran más a acoger inmigrantes de otros países, de otras culturas. Y, muchas veces, el trato que reciben aquellos a los que se les permite entrar no es precisamente el que corresponde a los buenos hermanos.
    Si la fe en Jesús de Nazaret nos transforma y nos hace hijos de un Padre común y, por tanto, hermanos, las sociedades en las que somos mayoría, manteniendo su propia cultura, por supuesto, deberían haber incorporado los valores que nos propone el evangelio. No olvidemos que la comunidad cristiana ha de ser -esa es su misión, en eso consiste "evangelizar"-, levadura en la masa (Mt 13,33), fermento que genere una nueva humanidad.
    ¿Es así entre nosotros?

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