Asunción de María

Ciclo C

15 de agosto de 2025

Espiritualidad de liberación y compromiso

 

    El evangelio de Lucas pone en boca de María, la madre de Jesús, el himno que conocemos por la palabra con la que comienza su traducción latina, Magnificat. Se trata de la acción de gracias por el cumplimiento de las promesas y la realización de la justicia de Dios. Es la profesión de fe del resto fiel de Israel.
    Es la fe de María que sabe y cree, porque en ella está presente el Espíritu, que llegará a cumplirse lo que le han dicho de parte del Señor. Por eso debería servirnos para entender cuál es la verdadera espiritualidad cristiana: la conciencia de la presencia del Padre y la experiencia de la fuerza de su Espíritu en la denuncia y la lucha contra la injusticia -el pecado- y en el anuncio del mensaje de Jesús y el compromiso con la buena noticia de la liberación.

 

 

 

La esperanza de un pequeño resto

    Los desastres que sufre el pueblo de Israel a lo largo de su historia se presentan en los profetas como consecuencia de su infidelidad al proyecto de Dios (véase, por ejemplo Am 2,6-16; 3,1-2; Miq 5,9-14); pero, a pesar de esa infidelidad, Dios no abandona al pueblo y se reserva, en expresión de los profetas, un resto (Is1,9) que se convierte en el depositario de las promesas de salvación (Jer 23,3). Ese resto, que se mantiene fiel al designio del Señor, será también signo de esperanza para todas las naciones (Miq 8,6; Zac 8,11-23).
    En el tiempo de Jesús, las promesas de los profetas habían perdido credibilidad ante muchos israelitas. Eran muchos los que no estaban interesados en que se cumplieran: unos, porque se beneficiaban de la injusticia; otros porque eran los culpables de la misma y, por tanto, eran la causa del fracaso del proyecto de Dios; algunos se habían cansado de esperar en Dios y habían puesto su confianza en la violencia o, simplemente, vivían desesperados. Sólo unos pocos, ese resto pobre y fiel al que nos hemos referido antes, mantenían su esperanza en las promesas del Señor y esperaban con firmeza una intervención de Dios que haría justicia a los pobres de su pueblo y les devolvería la paz.
    En el capítulo primero del evangelio de Lucas, los primeros, los instalados en una situación de injusticia —practicada, legitimada o tolerada—, están representados por Zacarías, el esposo de Isabel, anciano, sumo sacerdote, que no dio crédito al mensajero de Dios cuando éste le anunció la buena noticia de que iba a ser padre y le comunicó que su hijo sería el encargado de preparar al pueblo para la nueva y ya cercana intervención liberadora de Dios  (Lc 1,5-25). Los últimos, el pequeño resto fiel, están representados por María, joven mujer de pueblo que, en medio de un mar de dudas, hizo prevalecer la firmeza de su fe en un Dios que siempre había demostrado estar del lado de los buscan la justicia, la libertad y la paz.

 

Compartir el Espíritu

    Con la misma libertad con la que aceptó la propuesta del mensajero de Dios («Aquí está la sierva del Señor; cúmplase en mí lo que has dicho» Lc 1,26-38), María se dirige a la casa de su prima Isabel.
    Su actitud expresa, al mismo tiempo, espíritu de servicio y deseo de compartir el gozo de saberse implicada en el más maravilloso de los proyectos: la realización de la justicia de Dios. Las dos mujeres están dentro de ese proyecto, aunque de distinta manera: María por decisión propia, por haber aceptado voluntariamente la propuesta de Dios; Isabel, como esposa de Zacarías, sumo sacerdote de oficio y hombre de no demasiada fe. María va a ser la madre del Mesías; Isabel la del encargado de preparar a la gente para su encuentro con el hijo de María. Con Isabel, con su hijo, termina la antigua alianza, se cierra un modelo de relación de los hombres con Dios que no había dado mucho resultado; y prepara el camino para el hijo de María, con quien da comienzo una nueva etapa, la nueva y definitiva alianza de Dios, que se ofrece ahora a toda la humanidad.
    La antigua alianza ya ha quedado obsoleta; por eso el Espíritu de Dios no está en las instituciones de la antigua religión, no está con Isabel, no está en la casa del sumo sacerdote, sino que entra allí con María y llena a Isabel cuando llega a sus oídos su saludo: «Al oír Isabel el saludo de María, la criatura dio un salto en su vientre e Isabel se llenó de Espíritu Santo».
    De acuerdo con el relato del evangelio, Isabel, una vez que se llenó de Espíritu, respondió al saludo de María alabando su fe con estas palabras: «¡Y dichosa tú por haber creído que llegará a cumplirse lo que te han dicho de parte del Señor». (Lucas ha presentado en dos escenas contrapuestas la falta de fe de Zacarías —Lc 1,5-25—, representante de la institución religiosa y la fe de María —1,26-38—, que representa el resto fiel de Israel). 

 

Lo que María creyó

    María creyó que ella iba a ser madre; María creyó en lo extraordinario de ese nacimiento y que el hijo que iba a nacer de ella era un don que llegaba directamente de Dios a la humanidad. María se fio de Dios cuando aceptó jugar un papel tan decisivo en la historia de la salvación. Pero María creyó en todo eso porque su fe tenía raíces hondas y esperaba y creía —como el resto fiel de Israel que ella representa— que se cumplirían las promesas que Dios había hecho a su pueblo. Toda esa fe que Isabel alaba en su saludo, la proclama María de manera solemne en su respuesta: el canto que conocemos con el nombre de «Magnificat». Podemos considerarlo una profesión de fe, el credo de María y del resto fiel de Israel.
    En la primera parte del himno, María da gracias a Dios por haberse fijado en ella, pequeña y humilde, y porque, a través de ella, se manifiesta el amor de Dios, «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». En la última parte vuelve a agradecer la acción de Dios por medio del Mesías, sentida también como muestra de esa misericordia de Dios que cumple las promesas hechas «en favor de Abrahán y su descendencia».
    Al menos en teoría, en estas cuestiones Zacarías se habría mostrado de acuerdo con María. No cuesta ningún trabajo creer que Dios está con nosotros, cuando las cosas nos van bien, o cuando somos nosotros los que decimos que representamos a Dios. Pero la fe María no es tan teórica; para ella, la presencia de Dios en medio de su pueblo debe revelarse en la equidad y la justicia en las relaciones humanas. Y así concreta la realización de esa justicia divina: «Su brazo ha intervenido con fuerza, ha desbaratado los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos y encumbra a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide de vacío». 

    Lo que María espera que se cumpla (el uso del tiempo pasado expresa la confianza de que lo que se anuncia se cumplirá), es esto: Dios, por medio de su enviado, va a demostrar de parte de quién está. Él no está con los poderosos, ni con los ricos, ni siquiera con los religiosos, que han perdido la esperanza y se la han hecho perder a los pobres. Dios está de parte de los pobres y de los humildes, o mejor: con los humillados, los empobrecidos, los marginados, los despreciados.
    María sabe, porque cree, que El señor está indignado porque la injusticia ha echado raíces entre los seres humanos y porque esa injusticia coexiste pacíficamente con la práctica religiosa, reducida a la celebración de ceremonias vacías e hipócritas, celebraciones que Él rechaza, que le producen nauseas porque no van acompañadas por la práctica de la solidaridad y de la justicia (Is 1,10-15).
    María, porque cree, sabe que Dios interviene en la historia de los hombres para hacer posible una sociedad en la que no tenga sitio ni la arrogancia que humilla, ni el poder que somete y esclaviza, ni la riqueza, que es efecto de la injusticia y causa de la pobreza. Porque María sabe que los profetas que en el pasado han hablado en nombre de Dios, han dejado claro que el sufrimiento de los pobres y de los débiles no es un castigo de Dios por sus pecados sino la consecuencia de los pecados de los que están sentados en los tronos y tienen los estómagos hartos (Am 8,4ss; Is 3,14-15; 5,8; Ez 22,29-30).
    Es verdad que en este himno de María habrá que matizar algunas cosas cuando Jesús proclame plenamente su mensaje: el amor de Dios no se dirige sólo a su pueblo, sino a toda la humanidad; y los ricos y poderosos, si ellos quieren, no tendrán que marcharse de vacío: bastará con que renuncien a su deseo de dominio, a su ambición y a su arrogancia, bastará con que pongan sus bienes al servicio de la comunidad y se incorporen a la tarea de convertir este mundo en un mundo de hermanos (Lc 18,18-30; 19,1-10). Entonces también ellos podrán alcanzar la plena y verdadera hartura.

 

Espiritualidad de liberación

    Es el Espíritu quien impulsa a María a entonar este himno. Lo que nos lleva a la conclusión de que la fe de María y, por tanto, su espiritualidad tenían como eje central su confianza firme en el carácter liberador del Señor, Dios de Israel. María seguía creyendo en la necesidad y en la posibilidad de liberación. Y porque creía en todo lo que Dios había prometido a su pueblo, creyó que se cumpliría lo que se le había dicho a ella de parte del Señor gracias a la misión y a la tarea que realizaría su hijo.
    Se dice que nuestras comunidades —en España, en América Latina— son especialmente devotas de María, la madre de Jesús. Pero a veces expresamos esa devoción de manera equivocada. No parece que los tronos y las coronas, los costosísimos mantos de reina —en algún caso regalo de un banquero—, las insignias y condecoraciones militares —concedidas, en ocasiones, por regímenes tiránicos—, los vestidos lujosos, el oro y las joyas... estén muy de acuerdo con la fe de María y con su experiencia de Dios. Pero, sin embargo, ¿no es ésta la manera más frecuente de honrarla y de manifestarle nuestro cariño? Pues, si somos sinceros y a la luz del mensaje evangélico, debemos reconocer que, aunque lo hagamos con la mejor voluntad del mundo, todo eso es incompatible con la fe de María y con su compromiso personal con la tarea que a ella le fue encomendada dentro del proyecto liberador de Dios.
    Parece como si alguien quisiera encumbrarla en los tronos de los poderosos, o presentarla llena de riquezas para neutralizar así la fuerza de su grito que agradecía y anunciaba la intervención de Dios en favor de la liberación de los pobres y humillados. No estaría de más que revisáramos la autenticidad de nuestras manifestaciones religiosas. Y que actuáramos en consecuencia. 

    La verdadera espiritualidad mariana no puede ser otra que compartir con ella el Espíritu que llenó a Isabel cuando María llegó a su casa y cuyo influjo se manifestó en el canto del magnificat. La verdadera espiritualidad cristiana podrá adoptar muchas manifestaciones; pero a ninguna de ellas, si es verdaderamente cristiana, podrá  faltarle esta característica: la experiencia de que el Dios y Padre de Jesús, el mismo Jesús y su Espíritu están presentes en nosotros cuando trabajamos por un mundo más justo y fraterno, la conciencia de que el mismo Espíritu que inspiró su canto a María acompaña e impulsa nuestras luchas por la justicia y la liberación, convencidos de que allí donde no hay libertad1 no se encuentra el Espíritu de Jesús (2 Cor 3,17) y no se da, por tanto, una espiritualidad auténticamente cristiana.
    De acuerdo con todo esto, la verdadera devoción  a María debería consistir en compartir con ella su experiencia de Dios y, por tanto, en abrir los ojos, conocer la realidad y tomar conciencia de que en nuestro mundo, en contra del designio divino, siguen gobernando la ambición de los ricos y la arrogancia de los poderosos; y, en segundo lugar, trabajar y luchar para que el mundo sea tal y como ella proclamó, sumándole las esenciales mejoras que su hijo introdujo en el proyecto: un mundo de personas libres y hermanas, realización del proyecto del hijo de María, en el que esté presente el Espíritu que nos hace libres y en el que brillen la justicia y la misericordia de un común Padre Dios.

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[1] Verdadera libertad, no la caricatura que de la misma nos quieren imponer ciertas personas y organizaciones políticas y económicas para quienes, en última instancia, el sujeto de la libertad es el dinero.

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