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Domingo 1º de Adviento
Ciclo C

1 de diciembre de 2024
 

 

Por este orden: justicia, libertad y amor

 

    ¿Todavía se puede hablar de liberación? Para muchos está pasado de moda, fuera de lugar en una sociedad post-moderna; y en ciertos ambientes eclesiásticos conservadores esta palabra resulta sospechosa de herejía o de algo parecido. Y seguro que molesta. Pero, ¿no habría de molestar en un mundo estructuralmente injusto que se hable de la injusticia? ¿No ha de molestar que, en un mundo en el que lo que llaman justicia se imparte en beneficio de los poderosos, se hable de que Dios está al lado de los que sufren la injusticia? Pues el evangelio -¿pasado de moda?, quizá, o más bien, ajeno a las modas; y ¿rebelde? ... ¡por supuesto!- sigue siendo Buena Noticia de Liberación. Y hoy, de nuevo, la palabra de Dios nos habla de justicia, de liberación y de amor. Su fruto será la PAZ, que tanto echamos en falta.

 



Señor-nuestra-justicia

    Las religiones más importantes tienen todas alguna ciudad que se considera "sagrada", especialmente elegida por Dios para hacerse presente en ella: Jerusalén, Roma, La Meca... Pero, ¿por qué tendría Dios que empadronarse en una ciudad determinada? ¿No supone esta elección un desprecio a las demás ciudades del mundo en las que también viven hombres necesitados de la presencia de Dios?
    Hay, además, una ciudad que se la disputan las tres religiones que cuentan con mayor número de creyentes: Jerusalén. Esta ciudad, en efecto, es objeto de muchas promesas contenidas en los profetas, aunque para entenderlas bien, hay que tener en cuenta en qué sentido lo es.
    En primer lugar, y como principio general para todo el Antiguo Testamento, para nosotros los cristianos, todas las promesas de los profetas encuentran su sentido, o lo pierden, cuando las leemos a la luz de la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret. Y, en segundo lugar, y refiriéndonos en concreto a las promesas en las que se vincula la presencia de Dios a una ciudad o a un pueblo en particular, no podemos pasar por alto, como se ha hecho tantas veces, que esa presencia siempre está ligada  a la exigencia de un determinado modo de vida al que deben comprometerse las personas que forman dicho pueblo o habitan en tal ciudad; y, en tercer lugar y respecto a Jerusalén, esa relación especial es provisional, ya que el modo de vida que Dios exige que hagan realidad sus habitantes no debe ser otra cosa que el modelo que Dios quiere que se ponga en práctica en todas las ciudades y en todos los grupos humanos del mundo.
    Centrándonos en la primera lectura: Jeremías anuncia que Dios suscitará un descendiente de David con la misión de hacer justicia y conseguir que reine el derecho en la tierra. Esa promesa tiene como destinatario al pueblo de Israel, al que el enviado de Dios deberá gobernar de tal modo que se alcance la salvación y la tranquilidad, es decir, la paz en su sentido más pleno, en Judá y Jerusalén, ciudad esta que pasará a llamarse «Señor-nuestra-justicia».
    Esta expresión -«Señor-nuestra-justicia»- no es la primera vez que aparece en este escrito profético; Jeremías la usó ya anteriormente (c. 23) en un contexto de gran tensión polémica: el profeta acusa a los pastores, esto es, a los dirigentes de Israel, de dispersar y dejar perecer las ovejas del rebaño del Señor. La función del descendiente de David, suscitado directamente por el Señor, consistirá por tanto en acabar con la injusticia establecida en Israel como consecuencia de la corrupción de sus dirigentes y restablecer la justicia y el derecho y, con ellos, la paz. Una vez restablecida la justicia, recobrarán su sentido primigenio el culto y la práctica religiosa.

    La promesa contenida en el oráculo constituye, pues, un compromiso de Dios con el pueblo de Israel y con la ciudad de Jerusalén e incluye, en forma de anuncio, una clara exigencia, la realización de la justicia: «Suscitaré a David un vástago legítimo que hará justicia y derecho...» A partir de ese momento, la presencia de Dios y la práctica de la justicia serán la característica de la ciudad hasta tal punto de fundirse ambas -la presencia de Dios «Señor-» y el orden justo en las relaciones humanas «-nuestra-justicia»- en el nombre que tomará la ciudad en adelante: «Señor-nuestra-justicia»: la presencia de Dios se manifestará en la justicia de las relaciones sociales.

    En Jerusalén, sin embargo, no habitó la justicia. Al menos en la época en la que sus dirigentes llevaron a la muerte a Jesús de Nazaret. Por eso «Jerusalén será pisoteada por los paganos...» como señal de que allí ya no habita el Señor: sus dirigentes habían hecho del templo, la casa de Dios, su propia casa, convirtiéndolo así «en una cueva de bandidos» (Lucas 19,46). Pero el compromiso de Dios no es sólo con una ciudad o con un pueblo, sino con la humanidad entera porque su compromiso es con la justicia. Ya lo dejaba entrever Jeremías cuando decía que el descendiente de David que Dios iba a suscitar tenía como misión realizar «justicia y derecho en la Tierra».
    Bien es verdad que la justicia escasea en toda la Tierra, pues «los reyes de las naciones, en lugar de buscar la libertad de sus gentes, las dominan, y, cínicamente, los que ejercen la autoridad sobre ellas se hacen llamar bienhechores» (Lucas 22,25). Pero, a pesar de ellos, Dios no va a romper su compromiso con la justicia y la libertad de los seres humanos, de «toda la Tierra».

 

Señor-nuestra-libertad

    Precisamente porque en Jerusalén no habitaba la justicia, esta ciudad va a dejar de servir de modelo para el resto de las ciudades; su misión en la Historia de la Salvación ha terminado en fracaso; por eso se anuncia la destrucción del templo (Lc 21,5-6) y la ruina de Jerusalén (Lc 21, 20-24), símbolos del sistema opresor que en nombre del Dios de la liberación está a punto de enviar a la muerte a Jesús, el liberador. Y, a continuación, se anuncia el fin de los regímenes opresores de las naciones paganas.
    Las catástrofes cósmicas no son signo del final de la historia, sino de la caída de los imperios, injustos y opresores (Is 13,10; 34,4; Ez 32,7-8; Jl 2,10; 3,4; 4,15; Am 8,9), que impiden la realización del proyecto de Dios para la humanidad, pues imponen un modo de vida estructurado y cimentado en la crueldad y en la opresión, en el poder tiránico y en la anulación de todo tipo de libertad adulta.
    Jesús, que habla a sus discípulos (que le habían preguntado por la restauración de Israel, por el triunfo de su nación), les indica que todo esto es señal del triunfo del Hombre. Se trata de la realización progresiva del anuncio de Isaías, de la instauración de la justicia y el derecho en «toda la Tierra».

 

    Toda situación de cambio, y más si se trata de una transformación importante en la organización de la sociedad humana, suscita muchos miedos. Los que están arriba, los que poseen el poder y el dinero, el prestigio y la fama, sienten miedo porque ven peligrar sus privilegios. Se sienten intranquilos los que están instalados cómodamente, sin ambiciones y sin necesidades, sin problemas y sin inquietudes: temen complicarse la vida. Y hasta quienes realmente desean que las cosas cambien sienten un cierto desasosiego ante el futuro, siempre incierto. Incluso los que con su lucha son causa de esos cambios pueden sentir temor al fracaso y, sobre todo, ante el peligro de perder lo que más estiman: la vida. Son momentos de conflicto y de crisis en las estructuras sociales que, como sucede en el proceso de desarrollo del individuo, acompañan y preceden tanto al crecimiento y a la maduración como a la decrepitud y a la muerte.
    Ante eso, el cristiano, ¿tiene algo que decir? ¿Cuál debe ser su actitud ante un mundo que cambia, especialmente cuando el cambio consiste en la caída de algún régimen tiránico (simbolizado en el pasaje evangélico en la inestabilidad de las potencias del cielo)?

 

«Alzad la cabeza»

    La esperanza es una de las actitudes fundamentales de la vida cristiana. La esperanza, porque es confianza en el amor del Padre, hace que los seguidores de Jesús seamos optimistas: no son ciertas las palabras del poeta que dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor; al contrario, el futuro ha de traer más alegría y más felicidad, porque en el futuro seguirá abriéndose paso la justicia, la paz será cada vez más estable y se irá haciendo más firme la siempre amenazada libertad. He aquí un elemento esencial de la fe cristiana: la confianza en que el mundo, la humanidad, camina hacia un futuro mejor -«se acerca vuestra liberación»-: la seguridad de que la derrota de la injusticia es siempre anuncio de vida, nunca de muerte definitiva.
    Pero ese optimismo no es ingenuidad. El seguidor de Jesús sabe que conquistar la libertad no es tarea fácil; el proceso que lleve a la liberación de los oprimidos irá acompañado de persecuciones, de conflictos, de muerte; y ser cristiano no significa ser un masoquista que busca el sufrimiento y disfruta con el dolor; por eso también el cristiano llega a sentir miedo. Pero, precisamente porque es persona de esperanza, debe afrontar esos momentos de crisis y de conflicto con la cabeza levantada, sin miedo o venciendo al miedo si se presenta, apoyado en la confianza de que el Padre está comprometido en ese proceso con toda la fuerza de su amor; afrontando el riesgo, porque el objetivo es implantar el reinado de Dios, esto es, un mundo mejor para la vida, el bienestar y la convivencia de una parte o de toda la humanidad. Con estas certidumbres, cuando todo esto suceda, en lugar de acobardarse, el seguidor de Jesús de Nazaret adoptará una actitud valiente y esperanzada: «Cuando empiece a suceder esto, poneos derechos y alzad la cabeza, porque está cerca vuestra liberación.»

 

«Ahuyentad el sueño»

    El cristiano es, sí, optimista, pero no un iluso, tiene los pies en el suelo. Sabe, además, que el Padre de Jesús no va a solucionar los problemas de la Tierra ni a su capricho ni sin contar con la colaboración de los hombres. Por eso Jesús, al mismo tiempo que anima a sus discípulos a ahuyentar el miedo, les advierte del peligro de dormirse en los laureles, de dedicarse a bien vivir o de dejarse angustiar por las luchas de la vida, actitudes distintas entre sí, pero que tienen un efecto semejante: hacernos olvidar que la liberación, además de ser un don gratuito de Dios, es también tarea nuestra, compromiso nuestro, lucha en la que es necesario que el hombre asuma su responsabilidad.
    Hay quien dice que algunas teologías de la liberación se olvidan de Dios, o de la otra vida... No conozco a ningún teólogo de esta corriente que se olvide de que el horizonte del ser humano traspasa los límites de esta vida; si lo hay, su teología es incompleta (como son incompletas las teologías, mucho más abundantes, que se olvidan del más acá). Pero de lo que no hay duda es de que el Padre de Jesús es un Dios liberador y de que el evangelio es buena noticia de liberación; liberación que abarca desde lo material -la liberación del hambre, de la esclavitud, de la opresión política y económica- hasta lo más espiritual -la liberación del egoísmo, de la ambición, del pecado que nos hace opresores y represores, para culminar en la liberación de lo que Pablo llama «el último enemigo» (1 Cor 15,26), la muerte, del miedo a la muerte.
    Por eso, cualquier teología, si es cristiana, tiene que ser teología de la liberación, y cualquier compromiso cristiano tiene que ser un compromiso con la liberación. Y a la inversa: si una teología o un compromiso se olvida, pasa, de la liberación de los pobres y oprimidos de la Tierra, se olvida de las víctimas de la injusticia que siempre es violenta, no serán ni teología cristiana ni compromiso cristiano.

 

...y amor y, como fruto, la paz

    Mientras tanto, mientras llega el encuentro final con Dios, san Pablo nos propone un modo de vida que completa la propuesta de las otras dos lecturas: «...y que a vosotros os conceda el Señor un amor siempre creciente de unos a otros y a todos...».
    La justicia prepara el camino para la liberación; y ésta alcanza su pleno sentido cuando la libertad hace posible el amor (Gal 5,13ss).
    Pablo, que acaba de expresar su interés por visitar personalmente a los tesalonicenses (2,17ss), cierra la primera parte de la carta con una oración: primero, ruega a Dios que guíe su camino hacia ellos (4,11). Y para los miembros de la comunidad pide que el amor que ya practican, según las noticias que le han llegado por medio de Timoteo (3,6), sobreabunde y crezca de modo constante. Este amor, que debe tener como objeto a los miembros de la comunidad en primer lugar, ha de ser lo suficientemente fuerte y generoso como para superar cualquier tipo de barreras y fronteras que separan a los seres humanos y alcanzar a todos, a la humanidad entera; ese modo de vida -culminación y cumplimiento pleno del oráculo de Jeremías sobre el establecimiento de «justicia y derecho en la tierra»-, hace a los hombres agradables a Dios y los prepara para el encuentro definitivo con él. Más aún, este amor anticipa el encuentro de cada uno de nosotros con el Padre Dios porque Él se viene a vivir con quienes se quieren unos a otros y a todos y a todas como hermanos, como hermanas (Juan 14,21.23).
    Y antes de eso, la justicia, la liberación y el amor darán como fruto, la paz: «Y la cosecha de justicia, con paz la van sembrando los que trabajan por la paz.» Sant, 3,18).

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