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Domingo 6º de Pascua
Ciclo B

5 de mayo de 2024
 

¿Cómo El Señor es "señor"?

    Dios no es “señor” al estilo de los señores de la tierra. Su señorío es de otra clase. Él es un Señor sin siervos. Por eso en su ley no manda que lo sirvamos a él, sino que nos queramos unos a otros. Su señorío -el del Padre y el del Hijo- no es otro que su amor sin medida, manifestado en el don de la vida, de su vida, que nos hace hijos, amigos... hermanos.
    ¿El Señor? Él prefiere “Padre”; Jesús, amigo y hermano.

 

¿Sólo un señor?

    El segundo mandamiento de la ley de Moisés establecía esta prohibición: “No pronunciarás el nombre de Yahweh, tu Dios, en falso. Porque no dejará Yahweh impune a quien pronuncie su nombre en falso”. (Ex 20,7). Los antiguos hebreos se tomaron tan al pie de la letra este mandamiento que decidieron no pronunciar nunca el nombre de Dios, y así, cuando en la Biblia aparecía el nombre de Dios, “Yahweh”, ellos decían “el Señor”; y como “el Señor” pasó a otras lenguas cuando se tradujo la Biblia. Era lógico que quienes creían que el mundo está en las manos de Dios y que su existencia depende de Él, lo consideraran y se refirieran a Él como el dueño del Universo; pero algo no debió funcionar demasiado bien cuando Dios decidió cambiar de nombre para hacernos entender mejor quién es y qué es Él.
    Podemos pensar que le resultó poco atractivo el que se pudiera establecer alguna semejanza entre los señores de este mundo y Él, Señor del Universo. ¿Cómo dejar que lo compararan a Él, que se dio a conocer liberando a un pueblo de esclavos, con los que hacen esclavos a los hombres? Además, los señores de la Tierra, movidos por su ambición y su soberbia siempre han sido la causa de rivalidades y de violentos enfrentamientos, haciéndoles creer a unos y a otros que eran enemigos por el simple y circunstancial hecho de haber nacido a un lado u otro de una frontera o por hablar una u otra lengua. Está bien claro que ése no es el plan de Dios; y, por otro lado, ser sólo un “señor” es muy poco para Dios.

 

Ni lengua, ni raza...

    Por eso, los primeros cristianos entre las muchas convicciones que tuvieron que abandonar estaba la idea de que Dios pertenece a una nación, a una raza, a los que hablan una determinada lengua; no es cierto: «Dios no discrimina a nadie, sino que acepta al que lo respeta y obra realmente, sea de la nación que sea...». Esto no lo comprendió el apóstol Pedro del todo ni siquiera al ver cómo Dios daba su Espíritu a los paganos sin que éstos se unieran previamente a la religión judía, y antes de que recibieran el bautismo y se incorporasen oficialmente a la Iglesia. Ante aquel acontecimiento que nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, quedaron desconcertados los cristianos que procedían del judaísmo, sorprendidos porque «el don del Espíritu se derramara también sobre los paganos...», y el mismo Pedro, que dispuso que todos fueran bautizados con agua a pesar de que ya habían sido bautizados con Espíritu Santo.     Independientemente de otras consideraciones, este relato contiene una clara enseñanza: ante Dios no tiene importancia ni el color de la piel, ni la geografía, ni la lengua, ni la religión... O, quizá sí que tiene importancia: en cuanto que cada una de estas circunstancias representa uno de los muchos modos posibles y legítimos de ser hijo suyo, siempre que sea la manera propia de cada cual de ser hermano y no enemigo de sus otros hijos.

 

Dios es amor

    Si buscamos una definición de Dios o una explicación de cómo es Él en los catecismos, o en los libros de los teólogos más famosos, o en los escritos de los más grandes filósofos será difícil que encontremos en alguno de ellos una definición o una explicación parecida a la que nos ofrece la primera carta de Juan: Dios es amor. Al decirlo tal y como lo dice, Juan quiere dejar claro que el amor no es una de las cualidades de Dios, sino que es lo que constituye el ser de Dios; o dicho de otra manera: que todo lo que Dios es, que todas las cualidades que le podemos atribuir -su capacidad creadora, su poder, su gloria...- son, todas, amor.
    Dios es, en primer lugar, una comunidad de amor: «Igual que el Padre me demostró su amor...y me mantengo en su amor». Dios no es un ser solitario; aún en el caso de que no existiera el mundo, en Dios existiría el amor. O, quizá, el mundo es necesario por exigencia misma de un amor que tiende, por su propia naturaleza, a comunicarse, a expandirse.
    Y, puesto que en ese contexto de la primera carta de Juan el amor del que se habla es el amor de Dios hacia la humanidad, podemos decir que Dios es preocupación por el bien de todos y cada uno de los seres humanos, que Dios se caracteriza y se define por estar radicalmente interesado en la felicidad de la humanidad.

 

Dios es Padre

    Por eso, Jesús nos dice que Dios prefiere llamarse “Padre” y no “señor” pues así se manifiesta más claramente que su ser es el amor. Amor es lo que, en Jesús, nos llega de Él. Y amor, su única ley: «Igual que el Padre me demostró su amor, os he demostrado yo el mío. Manteneos en ese amor mío. Si cumplís mis mandamientos, os mantendréis en mi amor... Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros igual que yo os he amado». Así describe el cuarto evangelio la corriente del amor de Dios que, en el deseo incontenible de llegar al mayor número de personas, no busca nunca que el amor vuelva atrás más que de una forma, como alegría agradecida de quienes han encontrado en ese amor -en vivirlo y en comunicarlo, en sentirlo y en extenderlo- el sentido de sus vidas: “Os dejo dicho esto para que llevéis dentro mi propia alegría y así vuestra alegría llegue a su colmo”.
    Por eso conocer a Dios es una ciencia la mar de práctica. Cuando los hombres insistimos en explicar teóricamente a Dios, -pretensión que por otro lado es totalmente digna de alabanza-, tenemos el peligro de no darnos cuenta de que, cualquiera que ésta sea, la explicación que alcancemos a dar sólo se acercará de verdad a lo que Dios es si consiste en mostrar de qué manera su presencia entre nosotros nos hace capaces de amar, de qué manera ese amor da plenitud y llena de alegría nuestras vidas; y de qué forma podría cambiar nuestro mundo si legráramos que esa corriente del amor de Dios regara con su abundancia esta reseca tierra que pisamos: «Amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no tiene idea de Dios, porque Dios es amor». Pocas explicaciones necesitan estas palabras.

 

«Manteneos en mi amor»

     Dios ama, no para que lo amemos a él, sino porque quiere que vivamos felices; nos da su amor, no para que se lo devolvamos, sino para que lo comuniquemos a quienes estén faltos de él; se ofrece como Padre, no para gozarse en el número de sus hijos, sino para que podamos experimentar el gozo de tener muchos hermanos: «No me elegisteis vosotros a mí, os elegí yo a vosotros y os destiné a que os pongáis en camino, produzcáis fruto y vuestro fruto dure».
    La frase inmediatamente anterior al evangelio de este domingo es ésta: «En esto se ha manifestado la gloria de mi Padre, en que hayáis comenzado a producir mucho fruto por haberos hecho discípulos míos» (Jn 15,8). Ésta es la alabanza que Dios espera de nosotros, la gloria que Dios quiere que le demos: que nos quedemos siempre dentro del ámbito de su amor y que actuemos en consecuencia; que demos fruto, como decíamos el domingo pasado, practicando el amor fraterno y agrandando cada vez más el espacio donde se practica el amor.
    Por eso el evangelista repite dos veces más el mandamiento nuevo, el que declara cumplidos y sustituye a todos los demás mandamientos: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado». Este es el fruto que Dios quiere. Esta es la gloria que Dios quiere recibir de nosotros.
    Si realmente queremos darle gloria a Dios, y queremos hacerlo tal y como él quiere que se la demos, no tenemos otro camino que éste: amar a nuestros hermanos con el amor que, a través de Jesús, recibimos del Padre.
    Es importante destacar que, al formular este mandamiento, Jesús se olvida de Dios. No nos exige que amemos a Dios, sino que nos dejemos querer por él, que permitamos que su amor fluya a través de nosotros y se comunique a nuestros hermanos; de esta manera, brilla, se manifiesta y puede ser contemplada la gloria de Dios. De esta manera, digámoslo así, Dios se siente querido, siente que hemos correspondido con amor a su amor (Jn 1,16).

 

Hijos, amigos, hermanos.

    La consecuencia de todo esto parece clara: lo que debe distinguir a los cristianos de cualquier otro grupo es la calidad de su amor. Y esto es así hasta el punto de que ese amor debe continuar la esencia de la misión del hijo de Dios, del hombre Jesús de Nazaret: hacer presente a Dios en el mundo, revelar su naturaleza. Comparemos estos dos textos:
 

«A la divinidad nadie la ha visto nunca;
 un hijo único, Dios, el que está de cara al Padre, él ha sido la explicación»

(Jn 1,18).

«A la divinidad nadie la ha visto nunca;
si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros y su amor queda realizado en nosotros»
(1Jn 4,12).

    Para conocer el ser de Dios sólo hay dos caminos: conocer a Jesús -él ha sido la explicación- y conocer la calidad de amor que se profesan quienes han asumido como propio el proyecto y el modelo de vida de Jesús de Nazaret: amor hasta el don de la propia vida -si nos amamos mutuamente, Dios habita en nosotros-; y no para acumular méritos y llegar a ser santos o héroes, sino para que el amor produzca alegría y felicidad en las personas de este mundo, de esta tierra.
    No hay más mandamiento que ése; no hay más exigencia que ésta. Y esa fue la única medida, la única norma que siguió Jesús en sus relaciones con los suyos: el amor y la amistad que nace del conocimiento mutuo, el amor que se manifiesta con el don de sí mismo, sin reservas, sin límites, hasta convertirse en el único y en el mayor ejemplo y en la única y más exigente medida para el amor: “como yo os he amado”.
    Si le hacemos caso, por supuesto que en el mundo resplandecerá la gloria de Dios. Pero ese resplandor no será otra cosa que la alegría de los humanos, la profunda felicidad que se encuentra en la en la fraternidad, en la gozosa experiencia del amor compartido.
    Este es nuestro Dios, un Padre que, porque es Amor, da vida; ese es nuestro Señor, un amigo; y esta es nuestra “religión”, amar a los hijos -a los que ya lo son y a todos los demás seres humanos, que están llamados y pueden llegar a serlo- de ese Padre. ¿Es así como conocemos y damos a conocer a Dios? ¿Es así como correspondemos a su amor? ¿Dónde está la alegría que nace de su presencia?

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